El testamento de un excéntrico
Capítulo I
Un extranjero llegado a la principal ciudad de
Illinois en la mañana del 3 de abril de 1897 hubiera podido
considerarse corno un favorito del dios de los viajeros. Su diario se
hubiera enriquecido dicho día con notas curiosas, propias para
dar asunto para artículos de gran sensación. Y si hubiera
prolongado algunas semanas o algunos meses su estancia en Chicago,
podría haber tomado parte en las emociones, las alternativas de
esperanza y desesperación de aquella gran ciudad, que
parecía haber perdido el juicio.
Desde las ocho, enorme multitud se dirigía
hacia el barrio veintidós. Es éste uno de los más
aristocráticos y está comprendido entre la Avenida Norte
y la División Street. Es sabido que las ciudades modernas de los
Estados Unidos orientan sus calles en relación con las
longitudes y latitudes, imponiéndoles la regularidad de
líneas de un tablero de ajedrez.
Un agente de la policía municipal, de guardia
en la esquina de Beethoven Street y de North Wells Street,
murmuraba:
-¿Pero todo el pueblo va a invadir este
barrio?
Era este agente un individuo de alta estatura, de
origen irlandés - como la mayor parte de sus
compañeros.
-¡Este será un día de provecho
para los rateros! -respondió uno de ellos, no menos grande y no
menos irlandés que el primero.
-De modo -replicó éste- que es
conveniente que cada uno vigile su bolsillo, si no quiere encontrarlo
vacío al entrar en su casa, pues nosotros no nos bastaremos para
ello.
-Yo apostaría a que habrá un centenar de
aplastados -añadió su compañero-.
¡Qué tumulto amenazaría al barrio veintidós
si solamente la mitad de la población de Chicago se trasladaba a
él!
Lo cierto es que aquel día los curiosos
afluían de las tres secciones que el río Chicago forma
con sus dos ramas del noroeste y del suroeste. Tampoco faltaba gente de
la parte del ángulo comprendido al oeste. Había personas
de todas las clases sociales, altos funcionarios, obreros, oficinistas,
estudiantes, etcétera.
¿Qué atracción los incitaba a
apiñarse precisamente en torno de La Salle Street? ¿Se
trataba de inaugurar una exposición internacional?
Se preparaba una ceremonia de distinto género.
Se trataba de una parada que se disponía a recorrer La Salle
Street. La Salle Street es una de las calles más frecuentadas de
la ciudad. Lleva el nombre de un francés, Robert Cavelier de la
Salle, uno de los primeros viajeros que fue en 1679 a explorar aquella
región de los lagos.
Hacia el centro de La Salle Street había un
carruaje tirado por seis caballos parado ante una casa
magnífica. Delante del carro y tras él, un cortejo
colocado en buen orden, no esperaba más que la señal para
ponerse en marcha.
Este cortejo estaba compuesto de varios destacamentos
de militares, de una orquesta de cien profesores y cantores.
El carruaje estaba cubierto de tela roja, bordada en
oro y que llevaba, formadas de diamantes, las letras W. J. H.
Veíanse en gran profusión ramos y brazadas de flores. De
lo alto del vehículo pendían hasta el suelo guirnaldas
sostenidas con la mano por seis personas, tres a la derecha y tres a la
izquierda.
Casi enseguida, el carruaje se puso en marcha al paso
de sus caballos Al final del cortejo se codeaban multitud de
negociantes, industriales, las autoridades militares, civiles y
municipales, y las masas que seguían avanzando en perfecto
orden.
¿Acaso el cortejo iba a dar la vuelta a la
ciudad? Si el programa era éste, no bastaría el
día para realizarlo.
Siempre con las mismas demostraciones de
alegría, entre los compases de la orquesta y los vítores
y hurras de la multitud, la larga e ininterrumpida cabalgata
llegó a la entrada de Lincoln Park.
El tiempo era magnífico, aunque fresco, pero,
aunque la temperatura era aún fría, la atmósfera
estaba pura, y el Sol, en un cielo sin nubes, derramaba tan vivos
resplandores como si también estuviera de fiesta.
La multitud no disminuía. A los curiosos de los
barrios del norte sustituían los de los barrios del sur, por
cierto tan animados éstos como aquéllos.
El carruaje tomó la dirección este,
encaminándose hacia el parque de Washington, que se despliega en
toda su magnificencia en una extensión que abarca trescientos
setenta acres.
El cortejo se detuvo, y antes de que penetrara bajo
las sombras de las magníficas encinas, la orquesta tocó
uno de los más destacados valses de Strauss.
Las puertas acababan de abrirse de par en par, y
sólo a costa de grandes esfuerzos conseguía la
policía contener a la multitud, más numerosa en aquel
sitio y más desbordante. El carruaje terminó un paseo de
cerca de quince millas a través de la inmensa ciudad.
Este parque no era realmente un parque: era el Oakwood
Cementery, el mayor de los once cementerios de Chicago... Y aquel
carruaje era un carro funerario que transportaba a su última
morada los restos mortales de William J. Hypperbone uno de los miembros
del Excentric Club.

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