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El testamento de un excéntrico
Editado
© Ariel Pérez
9 de diciembre del 2003
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El testamento de un excéntrico
Capítulo I

Un extranjero llegado a la principal ciudad de Illinois en la mañana del 3 de abril de 1897 hubiera podido considerarse corno un favorito del dios de los viajeros. Su diario se hubiera enriquecido dicho día con notas curiosas, propias para dar asunto para artículos de gran sensación. Y si hubiera prolongado algunas semanas o algunos meses su estancia en Chicago, podría haber tomado parte en las emociones, las alternativas de esperanza y desesperación de aquella gran ciudad, que parecía haber perdido el juicio.

Desde las ocho, enorme multitud se dirigía hacia el barrio veintidós. Es éste uno de los más aristocráticos y está comprendido entre la Avenida Norte y la División Street. Es sabido que las ciudades modernas de los Estados Unidos orientan sus calles en relación con las longitudes y latitudes, imponiéndoles la regularidad de líneas de un tablero de ajedrez.

Un agente de la policía municipal, de guardia en la esquina de Beethoven Street y de North Wells Street, murmuraba:

-¿Pero todo el pueblo va a invadir este barrio?

Era este agente un individuo de alta estatura, de origen irlandés - como la mayor parte de sus compañeros.

-¡Este será un día de provecho para los rateros! -respondió uno de ellos, no menos grande y no menos irlandés que el primero.

-De modo -replicó éste- que es conveniente que cada uno vigile su bolsillo, si no quiere encontrarlo vacío al entrar en su casa, pues nosotros no nos bastaremos para ello.

-Yo apostaría a que habrá un centenar de aplastados -añadió su compañero-. ¡Qué tumulto amenazaría al barrio veintidós si solamente la mitad de la población de Chicago se trasladaba a él!

Lo cierto es que aquel día los curiosos afluían de las tres secciones que el río Chicago forma con sus dos ramas del noroeste y del suroeste. Tampoco faltaba gente de la parte del ángulo comprendido al oeste. Había personas de todas las clases sociales, altos funcionarios, obreros, oficinistas, estudiantes, etcétera.

¿Qué atracción los incitaba a apiñarse precisamente en torno de La Salle Street? ¿Se trataba de inaugurar una exposición internacional?

Se preparaba una ceremonia de distinto género. Se trataba de una parada que se disponía a recorrer La Salle Street. La Salle Street es una de las calles más frecuentadas de la ciudad. Lleva el nombre de un francés, Robert Cavelier de la Salle, uno de los primeros viajeros que fue en 1679 a explorar aquella región de los lagos.

Hacia el centro de La Salle Street había un carruaje tirado por seis caballos parado ante una casa magnífica. Delante del carro y tras él, un cortejo colocado en buen orden, no esperaba más que la señal para ponerse en marcha.

Este cortejo estaba compuesto de varios destacamentos de militares, de una orquesta de cien profesores y cantores.

El carruaje estaba cubierto de tela roja, bordada en oro y que llevaba, formadas de diamantes, las letras W. J. H. Veíanse en gran profusión ramos y brazadas de flores. De lo alto del vehículo pendían hasta el suelo guirnaldas sostenidas con la mano por seis personas, tres a la derecha y tres a la izquierda.

Casi enseguida, el carruaje se puso en marcha al paso de sus caballos Al final del cortejo se codeaban multitud de negociantes, industriales, las autoridades militares, civiles y municipales, y las masas que seguían avanzando en perfecto orden.

¿Acaso el cortejo iba a dar la vuelta a la ciudad? Si el programa era éste, no bastaría el día para realizarlo.

Siempre con las mismas demostraciones de alegría, entre los compases de la orquesta y los vítores y hurras de la multitud, la larga e ininterrumpida cabalgata llegó a la entrada de Lincoln Park.

El tiempo era magnífico, aunque fresco, pero, aunque la temperatura era aún fría, la atmósfera estaba pura, y el Sol, en un cielo sin nubes, derramaba tan vivos resplandores como si también estuviera de fiesta.

La multitud no disminuía. A los curiosos de los barrios del norte sustituían los de los barrios del sur, por cierto tan animados éstos como aquéllos.

El carruaje tomó la dirección este, encaminándose hacia el parque de Washington, que se despliega en toda su magnificencia en una extensión que abarca trescientos setenta acres.

El cortejo se detuvo, y antes de que penetrara bajo las sombras de las magníficas encinas, la orquesta tocó uno de los más destacados valses de Strauss.

Las puertas acababan de abrirse de par en par, y sólo a costa de grandes esfuerzos conseguía la policía contener a la multitud, más numerosa en aquel sitio y más desbordante. El carruaje terminó un paseo de cerca de quince millas a través de la inmensa ciudad.

Este parque no era realmente un parque: era el Oakwood Cementery, el mayor de los once cementerios de Chicago... Y aquel carruaje era un carro funerario que transportaba a su última morada los restos mortales de William J. Hypperbone uno de los miembros del Excentric Club.

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