El testamento de un excéntrico
Capítulo X
-Sí, señores, sí... Yo considero
la partida Hypperbone como uno de los más asombrosos
acontecimientos nacionales que enriquecerá la historia de
nuestro glorioso país. Después de la guerra de la
independencia, de la guerra de Secesión, de la
proclamación de la doctrina de Monroe, de la aplicación
de la ley Mac-Kinley, éste es el hecho más saliente de la
imaginación de un socio del Excentric Club que haya
atraído la atención del mundo.
Así hablaba Harris T. Kymbale,
dirigiéndose a los viajeros del tren que acababa de abandonar
Chicago aquel dia, 7 de mayo. El cronista del Tribune,
desbordante de alegría y confianza, iba perorando de un extremo
a otro del vagón, por el corredor central, y de un vagón
a otro por el puentecito colocado entre ellos, y después de la
cabeza a la cola del tren, lanzado a todo vapor, que bordeaba entonces
la ribera meridional del lago Michigan.
Harris T. Kymbale había partido solo.
Después de haber dado las gracias a aquellos de sus amigos que
deseaban acompañarlo, no había aceptado su ofrecimiento.
Ni a un criado llevaba...
Como se ve, no pensaba guardar el incógnito
como Max Real y Hermann Titbury. Hacía confidencias a todos, y
hubiera escrito con gusto en su sombrero: Cuarto jugador de la partida
Hypperbone. Un gran número lo había acompañado a
la estación, honrándolo con sus hurras y
deseándole buen viaje. Y por considerarlo hombre de arranque y
audacia, varios habían apostado por él, aun con prima
sobre los otros, lo que lo lisonjeaba y no dejaba de ser de buen
agüero.
Aunque Harris T. Kymbale había rehusado la
compañía de algunos amigos durante sus viajes a
través del país, no debía reducirse, como se ve, a
meterse en un rincón, absorbiéndose en hondas
meditaciones. Lejos de eso, todos los viajeros que se encontraba por el
camino eran sus compañeros. Pertenecía a esa raza de
gentes que no piensan más que cuando hablan, y no se
mostraría avaro ni de palabras ni de dinero, durante su
itinerario.
La caja del riquísimo Tribune estaba
abierta para él, que sabría reembolsar los gastos en
entrevistas y artículos de toda clase, para los que las
peripecias de la partida le suministrarían amplia e interesante
materia.
-Pero -le preguntó un caballero yanqui de pies
a cabeza-, ¿no da usted demasiada importancia a la partida
organizada por William J. Hypperbone?
-No -respondió el periodista-; y creo que idea
tan original no padía nacer más que de de un cerebro
ultraamericano.
-Tiene usted razón -respondió un grueso
comerciante de Chicago-. Todos los Estados Unidos están
intrigados por este asunto, y el día de los funerales se ha
podido notar la popularidad de que gozaba el difunto... al día
siguiente de su muerte.
-Caballero -preguntó una vieja de dentadura
postiza y anteojos, hundida en un rincón bajo la manta de viaje,
¿usted ha seguido el cortejo?
-Como si hubiera sido uno de los herederos de nuestro
gran ciudadano -respondió el de Chicago con orgullo-; y me
considero no menos honrado al encontrarme con uno de sus futuros
herederos al ir a Detroit.
-¿Va a Detroit? -preguntó Kymbale,
tendiéndole la mano.
-A Detroit, Michigan.
-Pues bien, señor, yo tendré el placer
de acompañarlo hasta esa ciudad de tan magnífico
porvenir, que no conozco y deseo conocer.
-No tendrá usted tiempo, señor Kymbale
-declaró el yanqui con tal viveza, que se le hubiera podido
tomar por uno de los que apostaban-. Esto sería alargar su
itinerario.
-Siempre hay tiempo para todo -respondió
Kymbale en tono resuelto que causó buena impresión.
En efecto, sus compañeros, orgullosos de poseer
un viajero tan decidido, lanzaron hurras cuyos ecos llegaron hasta la
cola del tren.
-Caballero -preguntó un médico de edad
madura, que con los lentes ante los ojos lo devoraba con la mirada...-,
¿está usted satisfecho de su primer golpe de dados?
-Sí y no, señor -respondió el
periodista respetuosamente-. Sí... porque los otros jugadores,
que partieron antes que yo, no han pasado de las casillas dos, ocho y
once, y yo he sido enviado por dos y cuatro a la seis y de allí
a la doce. No... porque esta casilla seis la ocupaba el estado de Nueva
York, “donde hay un puente”, y este puente es el del
Niágara. ¡Y el Niágara es muy conocido! Veinte
veces lo he visitado. Está usado... como la cascada americana,
la canadiense, la gruta de los Vientos. Y, además, está
demasiado cerca de Chicago, y yo deseo ver el país, llegar a los
cuatro extremos de la Unión.
-A condición -respondió el
médico- de estar siempre a la hora en el lugar.
-Es natural, y créame que no faltaré a
la cita ni por un minuto.
-Sin embargo -hizo observar un comerciante de
conservas alimenticias-, me parece, señor Kymbale, que debe
felicitarse, pues después de ir al estado de Nueva York,
irá al de Nuevo México. Y no limitan uno con otro.
-¡Bah! -exclamó el periodista-. Algunos
centenares de millas.
-Y a menos -añadió el yanqui- de ser
enviado al extremo de la Florida o al último pueblo de
Washington...
-He aquí lo que me agradaría
-declaró Harris T. Kymbale-: atravesar los territorios de los
Estados Unidos de noroeste a sureste.
-Pero el haberle tocado a usted en suerte ir a esa
sexta casilla, donde hay un puente, ¿no le obliga a pagar una
primera prima? -preguntó el médico.
-¡Bah! Mil dólares. El Tribune no
se arruinará por eso. Desde la estación de Niagara
Falls, les dirigiré un giro telegráfico que se
apresurarán a pagar.
-Y con tanto más gusto -dijo el yanqui-, ya que
realmente Hypperbone es para el periódico un negocio.
-Que se convertirá en un magnífico
negocio -respondió con firmeza Kymbale.
-Tan seguro estoy de esto -dijo el comerciante de
Chicago-, que yo, de apostar, apostaría por usted.
-Y haría bien -respondió el
periodista.
Por tales respuestas se comprenderá que la
confianza que Harris T. Kymbale tenía en sí mismo era
igual, por lo menos, a la que Jovita Foley tenía en su amiga
Lissy Wag.
-Sin embargo -dijo entonces el médico-, entre
los adversarios de usted hay uno que, a mi juicio, es de temer
más que los otros.
-¿Cuál, doctor?
-El séptimo, señor Kymbale; el que es
designado únicamente con las iniciales X.K.Z.
-¡Ese jugador de última hora!
-exclamó el periodista-. Vamos, se aprovecha del misterio que lo
rodea. Es el hombre enmascarado al que los papanatas temen
generalmente. Pero se descubrirá su incógnito, y no
habrá razón alguna para temerle más que a los
otros.
Unas seiscientas millas separan a Chicago de Nueva
York, y Harris T. Kymbale no tenía que recorrer más que
dos tercios para llegar al Niágara.
El tren abandonó Chicago, entró en
Indiana, y subió hasta Michigan City.
Si el periodista había elegido aquella
vía era porque quería visitar Detroit, a donde
llegó la noche del 7 al 8 mayo, Al día siguiente, tras
breve sueño en el cómodo cuarto de un hotel, su nombre se
extendió por la ciudad y fue saludado desde el amanecer por
centenares de curiosos; más que curiosos, eran simpatizantes que
durante el día no se apartaron de él.
Tal vez larnentó no poder ampararse tras el
incógnito, puesto que sólo trataba de recorrer la ciudad.
Pero, ¿cómo escapar a la celebridad y a sus
inconvenientes un hombre que era redactor jefe del Tribune y uno
de los Siete de la partida Hypperbone?
Así, pues, en numerosa y agitada
compañía visitó la ciudad de Michigan. Apenas si
pudo visitarla. Por todas partes lo acogieron con entusiasmo,
deseándole éxito.
Kymbale partió por la noche. De serle permitido
tomar el ferrocarril de Canadá, y franquear por el sur la
provincia de Ontario, hubiera podido, a través del largo
túnel abierto bajo el río Santa Clara, llegar más
directamente a Buffalo y a Niagara Falls. Pero le estaba
prohibido pasar por Canadá. Tuvo, pues, que penetrar en el
estado de Ohio, bajar hasta Toledo, y luego, a lo largo del litoral del
lago, pasar por Cleveland. Después tocó en Erie
City de Pensilvania, salió de este estado por la
estación de Northville para penetrar en el de Nueva York.
Pasó rápidamente por Dunkirk, iluminado por el
hidrógeno de sus pozos naturales, y en la noche del 10 de mayo
llegó a Buffalo,
Harris T. Kymbale obró cuerdamente al no
detenerse en esta linda ciudad. Era menester que a los diez días
estuviera en Santa Fe, capital de Nuevo México -trayecto de mil
cuatrocientas millas no todas recorridas por los ferrocarriles.
Al día siguiente pues, tras corto trayecto de
unas veinticinco millas, desembarcó en el pueblo de Niagara
Falls.
Pese a que esta célebre catarata es ahora ya
demasiado conocida e industrializada, ni Las Palisades del Hudson, ni
el Parque Central, ni Broadway disputarán a los turistas las
maravillas de la cascada de la Cola de Caballo. Nada puede encontrar el
turista que pueda ser comparado a ese tumultuoso desbordarniento de las
aguas del lago Erie en el lago Ontario. En otra época, la torre
Terrapine se erguía sobre las extremidades rocosas de Goat
Island, pero al caer, se construyó un atrevido puentecito
arrojado de una a otra ribera, que permite admirar la doble corriente
en todo su esplendor.
Kymbale, acompañado de numerosos visitantes
americanos y canadienses que lo esperaban, fue a colocarse en mitad del
puente, teniendo cuidado de no pasar a la parte que pertenece al
Canadá.
Después de lanzar un hurra, contestado por mil
voces entusiastas, volvió al pueblo de Niagara Falls y
expidió un cheque de mil dólares a la orden de Tornbrock,
de Chicago, cuyo cheque el cajero del Tribune se
apresuraría a pagar.
Por la tarde, después de un magnífico
almuerzo servido en honor suyo, Kymbale regresó a Buffalo, y
aquella misma noche abandonó la ciudad, a fin de efectuar en el
plazo marcado la segunda parte de su viaje.
En el momento en que subía al vagón, el
alcalde de la ciudad le dijo con tono grave:
-Pase por una vez, caballero; pero no vuelva a
gandulear como lo ha hecho hasta aquí...
-Y si eso me agrada... -respondió Kymbale, a
quien la observación no le gustó ni aun venida de tan
alto- creo que tengo el derecho...
-No señor. Como un peón no tiene el de
moverse a su voluntad sobre un tablero.
-¡Eh! Me parece que soy libre.
-¡Profundo error, caballero! ¡Usted
pertenece a los que apostaron por usted... y yo lo he hecho por cinco
mil dólares!
Realmente el honorable H. V. Exulton tenía
razón, y por interés propio el cronista del
Tribune, aunque sus crónicas padecieran con esto, no
debía tener más que una preocupación: llegar a su
puesto por las vías más cortas y más
rápidas.
En suma: Kymbale no tenía por qué
quejarse de la manera cómo comenzaba. Después de Nueva
York iría a Nuevo México, donde su curiosidad de turista
quedaría satisfecha. Era de suponer, además, que el
capricho de los dados mandaría allí a otros jugadores del
match que aún no lo habían visitado, como Titbury, Lissy
Wag y su inseparable Jovita Foley.
Verdad es que aquéllos de los jugadores que
fueran a Nueva York no tendrían más que dos semanas, como
Kymbale,y después de mostrarse sobre el puente del
Niágara, veríanse obligados a dirigirse a Santa Fe,
capital de Nuevo México. Y si llegaban hasta Nueva York, las
otras ciudades no recibirían su visita. Sin embargo, la mayor
parte de ellas merecen ser vistas.
Era el 11 de mayo y era preciso que estuviera en Santa
Fe el día 21, a más tardar, antes del mediodía, y
dos estados separados por mil quinientas o mil seiscientas millas no
son precisamente vecinos. Al dejar Buffalo, Kymbale quería
volver a Chicago a fin de tomar el Grand Trunk en
dirección oeste. Pero esto tenía el inconveniente de que
por no haber ningún ramal que lo pusiera en comunicación
directa con Santa Fe, hubiera sido preciso hacer un largo trayecto en
coche por un territorio que dejaba mucho que desear en cuanto a
transportes. Felizmente, sus compañeros del Tribune,
después de un estudio profundo de aquella parte del Far West
habían combinado un itinerario que le indicó un telegrama
enviado a Buffalo.
Este telegrama decía:
Volver de Niagara Falls a Buffalo y descender hasta
Cleveland. Atravesar oblicuamente el Ohio por Columbus-Cincinnati;
Indiana por Laurenceburg. Madison, Versailles y Vincennes; Missuri por
Salem, Belley y San Luis. Tomar la línea de Jefferson para
Kansas City. Franquear Kansas por la vía férrea
más meridional, Laurence, Emporia, Toledo, Newton, Hutchinson,
Plum Buttes, Fort Zarah, Larned, Petersburg, Dodge City, Fort Atkinson,
Shebrock; después, el este del Colorado por Grenade y Las
Arimas. Tomar el ramal a Pueblo, y por Trinidad ganar Clifton sobre la
frontera de Nuevo México. En fin, por Cimarrón, Las Vegas
y Galeteo, llegar al camino que sube a Santa Fe. No olvidar que el
firmante del presente despacho ha apostado cien dólares por
usted, y que otro itinerario podría hacérselos
perder.
BRUMAN. S. BICKHORN
Secretario de la Redacción.
¿Cómo no tener grandes probabilidades de
éxito este jugador, con amigos que lo servían con celo y
precisión? Sin duda, pero a condición de seguir el
consejo del alcalde de Niagara Falls, es decir, no
retrasándose con admiraciones intempestivas.
“Comprendido, mi bravo Bickhorn; éste es
el itinerario que seguiré”, se dijo Kymbale, “y no
me apartaré un punto de él. Por el ferrocarril no hay que
preocuparse. Quédate tranquilo, compañero, que si hay
retrasos no provendrán ni de mi aturdinilento ni de mi
negligencia, y tus cien dólares serán defendidos tan
enérgicamente como los cinco mil del primer magistrado de
Niagara Falls. No olvidaré que llevo los colores del
Tribune”.
De este modo, por una juiciosa combinación de
horarios y de trenes, sin apresuramiento, descansando de noche en los
mejores hoteles, Harris T. Kymbale atravesó en sesenta horas los
seis estados de Ohio Indiana, Illinois, Missuri, Kansas, Colorado, y se
detuvo el día 19 por la noche en la estación de Clifton,
en la frontera de Nuevo México.
Allí el periodista cambió quinientos
cuarenta y seis apretones de manos, por no haber más que
doscientos setenta y tres bímanos en aquella ciudad, perdida en
el fondo de las inmensas llanuras del Far West.
Contaba con pasar una buena noche en Clifton; pero
cuando descendió del vagón fue grande su
descorazonamiento al saber que, a causa de importantes reparaciones la
circulación del ferrocarril estaría interrumpida durante
varios días. ¡Y estaba aún a ciento veinticinco
millas de Santa Fe, y no contaba más que con treinta y seis
horas para recorrerlas! El sabio Bruman S. Bickhorn no había
previsto esto.
Felizmente, al salir de la estación, Kymbale se
encontró en presencia de un tipo, mitad americano, mitad
español, que lo esperaba. Desde que advirtió la presencia
del periodista, el hombre hizo chasquear tres veces su látigo,
medio del que, al parecer, se servía para saludar a la gente.
Luego, en lengua que recordaba más bien la de Cervantes que la
de Cooper, dijo:
-¿Harris T. Kymbale?
-Yo soy.
-¿Quiere que lo conduzca a Santa Fe?
-Sí.
-Convenido.
-¿Cómo te llamas?
-Isidoro.
-Bien.
-Mi coche está listo para partir.
-Pues partamos y no te olvides de que si bien un coche
marcha gracias a los caballos, llega gracias al cochero.
¿Comprendió el hispanoarnericano la
insinuación que la sentencia encerraba?
Tal vez.
Era este hombre de cuarenta y cinco a cincuenta
año,s piel atezada, mirada viva y rostro burlon . En cuanto a
pensar que estuviera orgulloso de conducir en su coche a un personaje
que tenía una probabilidad contra seis de valer sesenta millones
de dólares, el periodista no lo sospechaba, aunque fuera muy
probable.
Kymbale ocupaba solo el carruaje. No era éste
un tren de seis eaballos, sino un sencillo carricoche, cuyo caballo se
relevaría en los pueblos del tránsito. Lanzóse el
vehículo por el camino de Aubey, cortado por numerosas
sinuosidades, que aquél vadeaba, descansando algunas horas por
la noche.
Al día siguiente, al amanecer, el coche
habría franqueado unas cuarenta millas por Cimarrón,
rodando la base de los White Mountains sin percance alguno.
Nada hay que temer ahora de los pieles rojas que en otra
época recorrían la comarca.
Por la tarde, el coche había pasado Fort Union
y Las Vegas, y se aventuró por los desfiladeros de Moro Peaks.
Camino montañoso, difícil, hasta peligroso, y por lo
menos poco apropiado para ser recorrido con rapidez, pues a partir de
aquellas bajas llanuras es preciso elevarse de setecientos a
ochocientos pies, que es la altura de Santa Fe sobre el nivel del
mar.
Durante la noche del 20 al 21, la marcha del coche fue
lenta y ruda. El impaciente viajero, no sin razón, tuvo el temor
de no llegar a tiempo. De aquí exhortaciones incesantes
dirigidas al flemático Isidoro.
-Pero no andamos.
-¿Qué quiere usted, señor
Kymbale? Sólo tenemos ruedas y necesitaríamos alas.
-Pero comprenda el interés que tengo en estar
el día 21 en Santa Fe.
-Bien.. . Si no estamos ese día, estaremos al
siguiente.
-Pero será tarde.
-Mi caballo y yo hacemos lo que podemos. No se puede
exigir más de una bestia y de un hombre.
Entonces Harris T. Kymbale, creyó deber
interesar a Isidoro más directamente en la partida que jugaba.
Así es que mientras el caballo se extenuaba subiendo por una de
las más ásperas pendientes del camino, por medio de
espesos bosques, dijo al cochero:
-Isidoro, tengo que hacerte una
proposición.
-Hágala, señor Kymbale.
-Te doy mil dólares si mañana, antes del
mediodía, estoy en Santa Fe.
-¿Dice mil dólares? -respondió
Isidoro guiñando el ojo
-Mil dólares, a condición de que yo gane
la partida.
-¡Ah! -dijo Isidoro-, a condiclón de
que...
-Naturalmente.
-¡Sea! -y aplicó a su caballo unos
cuantos latigazos.
A medianoche no habían avanzado más
allá del alto del paso, y la inquietud de Kymbale se
acentuó. No pudiendo contenerse, le dijo, golpeando a Isidoro en
la espalda:
-Tenog una nueva proposición que hacerte.
-Hágala usted, señor Kymbale.
-¡Diez mil dólares!...
¡Sí!... Diez mil dólares si llego a tiempo.
-¿Diez mil, dice usted? -repitió
Isidoro.
-Diez mil.
-¿Y siempre si usted gana la partida?
-Naturalmente.
No tenían mas que doce horas para recorrer
cincuenta millas. Verdad que, el camino era practicable, poco
montañoso ahora, y hubiera sido difícil encontrar caballo
mejor que el del relevo de Tuos. Era, pues, posible llegar a la meta en
el tiempo marcado; pero a condición de no retrasarse ni un
minuto y en el supuesto que el tiempo continuara favorable.
La noche era magnífica, alumbrada por una gran
luna; la temperatura, agradable; la brisa del norte, refrescante. El
caballo, bestia fogosa, chicana, criado en los corrales de las
provincias del oeste, piafaba de impaciencia a la puerta de la
posada.
Respecto al cochero, no hubiera podido encontrarse
mejor. Jamás, ni en sueños había entrevisto suma
como la que se le ofrecía. Y sin embargo, Isidoro no
parecía tan maravillado de aquel golpe de fortuna en
opinión de Kymbale debía estarlo.
“Acaso”, se preguntaba, “este
bribón desearía más. . quizás diez veces
más. Después de todo, ¿qué significan unos
cuantos miles de dólares comparados con los millones de
Hypperbone? ¡Una gota de agua en el mar! bien, si es preciso...
llegaré hasta las cien gotas!”
Y le dijo al oído:
-Isidoro, no se trata de diez mil
dólares...
-¡Calle! ¿Retira usted su promesa?
-exclamó Isidoro en tono seco.
-No, amigo mío, no; al contrario... te
daré cien mi dólares, si antes del mediodía
estamos en Santa Fe.
-¿Dice cien mil dólares? -repitió
Isidoro guiñando el ojo izquierdo, y añadió-:
¿Siempre si usted gana?
-Sí... Si yo gano...
-¿Y no podría, señor Kymbale,
escribirse esto en un pedazo de papel? Nada más que algunas
palabras...
-¿Con mi firma?
-Sí, con su firma.
Claro es que para negocio de tal importancia, la
palabra no es suficiente.
Sin dudar, Harris T. Kymbale sacó su cartera, y
sobre una de las hojas redactó un compromiso de cien mil
dólares a favor del señor Isidoro, de Santa Fe,
compromiso que sería fielmente cumplido si el periodista llegaba
ser el único heredero de Hypperbone. Firmó y
entregó el papel a su destinatario.
Isidoro lo tomó, lo leyó, lo
dobló cuidadosamente, se lo metió en el bolsillo, y
dijo:
-En camino.
¡Ah!... buena galopada a rienda suelta, sobre el
camino que va por la ribera del río Chiquito. Y a pesar de
tantos esfuerzos, a riesgo de estallar el vehículo, de volcar
car en el río, no pudieron llegar a Santa Fe hasta las doce
menos diez.
Harris T. Kimbale fue recibido como lo había
sido en todo el trayecto. Pero no tuvo tiempo de estrechar las siete
mil manos que se tendían hacia él, ya que eran las once y
cincuenta, y le era preciso estar en Telégrafos antes de que el
reloj municipal hubiera dado la última campanada de
mediodía.
Dos telegramas expedidos por la mañana, y casi
al mismo tiempo, de Chicago, lo aguardaban.
El primero, firmado por Tornbrock, le notificaba el
resultado de la segunda jugada de dados que le concernía. Por
diez formado por cinco y cinco, el cuarto jugador era enviado a la
casilla veintidós, Carolina del Sur.
El infatigable periodista, que soñaba con
itinerarios insensatos, veía realizados sus deseos. ¡Mil
quinientas milas que recorrer, dirigiéndose hacia el lado
Atlántico de los Estados Unidos! No se permitió
más que la observación siguiente:
-Con la Florida hubiera tenido que recorrer algunos
centenares de millas más.
En Santa Fe quisieron festejar su presencia
organizando banquetes y otros homenajes, pero el redactor jefe del
Tribune rehusó. La experiencia le había
enseñado que era mejor seguir los consejos del honorable alcalde
y no retrasarse bajo ningún pretexto, viajando por el camino
más corto.
El último telegrama enviado por el previsor
Bickhorn contenía un nuevo itinerario, tan bien estudiado como
el anterior al que sus compañeros le suplicaban se atuviera y
partiera al instante. El periodista se decidió a abandonar aquel
mismo día la capital de Nuevo México.
-Los cocheros de la ciudad no ignoraban lo que aquel
viajero ultrageneroso había hecho por Isidoro. No hubo, pues,
más que la dificultad de elección, y todos le ofrecieron
sus servicios con la esperanza de que no serían menos
favorecidos que su compañero.
Isidoro no reclamó el honor -casi el derecho-
de conducir al periodista a la línea más próxima,
tal vez por que estuviera tan satisfecho como fatigado. Fue, no
obstante, a despedirse del periodista que, con otro cochero, se
disponía a partir a las tres de la tarde.
-¿Qué tal? -le dijo Kymbale.
-Bien, señor.
-No creo estar en deuda contigo, puesto que te he
asociado a mi fortuna.
-Mil y mil gracias. Yo no merezco...
-Sí, sí. Sin tu celo hubiera llegado
tarde y estaría fuera de competencia. Por diez minutos
llegué a tiempo.
Siguiendo su costumbre, Isidoro escuchó el
elogio con socarrona calma y dijo:
-Puesto que usted está contento, yo
también lo estoy.
-Ahora, respecto al papel que te entregué,
consérvalo cuidadosamente. Después, cuando oigas
proclamar por el mundo entero que soy el vencedor del match
Hypperbone, hazte conducir a Clifton, toma el ferrocarril que te
dejará en Chicago, y pasa a la caja. Queda tranquilo;
honraré mi firma.
Isidoro movía la cabeza, se rascaba la frente,
guiñaba el ojo, con el aspecto de un hombre indeciso que desea
hablar y duda de hacerlo.
-Veamos -le preguntó Harris T. Kymbale-.
¿No te encuentras debidamente remunerado?
-Sin duda -respondió Isidoro-. Pero esos cien
mil dólares vendrán a mi poder si usted gana...
-Reflexiona, reflexiona. ¿Podría ser de
otro modo?
-¿Por qué no?
-¡Hombre! ¿Me sería posible
entregarte semejante cantidad si no recibiera la herencia?
-¡Oh! Comprendo, señor Kymbale,
comprendo. Pero yo preferiría...
-¿Qué?
-Cien buenos dólares.
-¿Cien en lugar de cien mil?
-Sí -respondió plácidamente
Isidoro-. ¡Qué quiere usted! No me agrada correr riesgos,
y si me entregara cien dólares... esto sería más
seguro.
Reprochándose tal vez, Kymbale sacó de
su bolsillo cien dólares y se los entregó a aquel hombre
prudente, que desgarró el documento entregado por el
periodista.
Éste partió entre el rumor de las
despedidas, y desapareció a galope por la calle Mayor de Santa
Fe. Sin duda, aquella vez el nuevo conductor se mostraría,
llegado el caso, menos filósofo que su compañero.
Cuando se preguntó a Isidoro por qué
había tomado semejante determinación,
respondió:
-Cien dólares son cien dólares.
Además... yo desconfiaba. ¡Un hombre tan seguro de
sí mismo! ¿Qué quieren? Yo no apostaría
veinticinco centavos por él.

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