El testamento de un excéntrico
Capítulo V
Aquel día, desde el amanecer, el barrio 19 fue
invadido por la multitud. Realmente, el afán del público
no parecía que debía ser menor que el día que el
interminable cortejo conducía a William J. Hypperbone a su
última morada.
Los mil doscientos trenes diarios de Chicago
habían vertiod desde la víspera millares de viajeros en
la ciudad. El tiempo prometía ser espléndido. Fresca
brisa matinal había barrido el cielo de los vapores de la
noche.
Entre los principales hoteles el mejor es el
Auditorium, cuyos diez pisos se alzan en la esquina de Congress Street
y Michigan Avenue, frente a Lake Park. Este inmenso edificio no
solamente puede alojar millares de viajeros, sino que también
encierra un teatro bastante capaz para recibir ocho mil
espectadores.
En aquella mañana iba a rebasar el
máximo de su capacidad y la taquilla el de su
recaudación, pues despues de la famosa idea de sacar a subasta
los nombres de los Seis, el notario Tornbrock había tenido la de
hacer pagar su asiento a cuantos quisieron oír la lectura del
testamento en el teatro del Auditorium, con los que los necesitados
iban aún a beneficiarse con unos 10000 dólares, que se
repartirían entre dos hospitales: el Alexian Brothers y
el Maurice Porter Memorial for Children.
¿Cómo no iban a acudir los curiosos de
la ciudad para disputarse los menores rincones? En el escenario estaban
el alcalde y la municipalidad; algo más atrás los socios
del Excentric Club, en torno de su presidente, Georges B. Higginbotham;
un poco más adelante los Seis en línea, junto a la
concha, cada uno en la actitud que convenía a su
situación social.
Lissy Wag, verdaderamente avergonzada de exhibirse de
aquella manera ante miles de ojos avizores, manteníase en
actitud modesta en su sillón, con la cabeza baja.
Harris T. Kymbale se esponjaba entre los brazos del
suyo, enviando saludos a numerosos periodistas de todo matiz que se
agolpaban en medio del recinto.
El marino Urrican, dirigiendo en torno feroces
miradas, parecía dispuesto a buscar querellas al que se
permitiera contemplarle de frente.
Max Real observaba aquella multitud agitada, devorada
por una curiosidad de la que él no participaba y, fuerza es
confesarlo, pareciendo interesarle más la linda joven sentada
cerca de él, cuya actitud de modestia lo conmovía.
Hermann Titbury calculaba in mente a qué
suma podría elevarse la entrada, una gota de agua comparada con
los millones de la herencia.
Tom Crabbe no sabía por qué estaba
allí, sentado, no sobre un sillón, que no hubiera podido
contener su enorme masa, sino sobre un sofá, cuyas patas
crujían bajo su peso.
Claro es que en la primera fila de los
espectadúres figuraban John Milner, Kate Titbury, que
dirigía a su marido señas completamente incomprensibles,
y la nerviosa Jovita Foley, sin cuyas intervención Lissy Wag no
hubiera consentido jamás en sentarse ante aquel terrible
público.
Después, en el interior de la inmensa sala, en
los anfiteatros, en las últimas gradas y en todos los sitios
donde el cuerpo humano había podido introducirse, en todos los
agujeros por los que la cabeza había podido deslizarse, se
apilaban hombres, mujeres y niños pertenecientes a las diversas
clases de la población que podían pagar el billete.
Dieron las doce. Del Auditorium se escapó un
formidable ¡ah!
En aquel momento el notario Tornbrock acababa de
levantarse, y violento soplo agitó, como la brisa que atraviesa
espesos bosques, a la multitud del exterior.
Después reinó profundo sílencio,
de esos silencios emocionantes que se producen entre el
relámpago y el trueno, cuando todos los pechos están
penosamente oprimidos,
El notario, en pie ante la mesa que ocupaba el centro
del escenario, con los brazos cruzados y el rostro grave, esperaba que
sonara el último golpe del reloj indicando el
mediodía.
Sobre la mesa había colocado un sobre cerrado
con cinco sellos rojos, donde estaban grabadas las iniciales del
difunto.
Este sobre contenía el testamento de William J.
Hyperbone, y sin duda también, a juzgar por su tamaño,
otros papeles relacionados con el asunto. Algunas líneas
indicaban que dicho sobre no debía ser abierto hasta
transcurridos quince días desde el fallecimiento, y declaraban,
además, que la ceremonia de apertura se verificaría en la
sala de teatro del Auditorium a la hora del mediodía.
Con mano algo febril el notario Tornbrock
rompió los sellos del sobre, y sacó de éste,
primero un pergamino sobre el cual aparecía la grosera letra del
testador, y luego un mapa doblado en cuatro partes, y, en fin, una
cajita de una pulgada de extensión por media de altura.
Y entonces, con voz fuerte, que se extendió
hasta los rincones de la sala, el notario, tras pasear sus ojos,
armados de anteojos con montura de aluminio, por las primeras
líneas del pergamino, leyó lo que sigue:
Este es mi testamento, escrito de mi puño y
letra en Chicago, a tres de julio de mil ochocientos noventa y
cinco.
Sano de cuerpo y de alma, en la plenitud de mi
inteligencia, he redactado la presente acta, donde consta rni
última voluntad. El notario Tornbrock, en unión de mi
compañero y amigo Georges B. Higginbotham, presidente del
Excentric Club, hará cumplir esta mi última voluntad en
toda su extensión, así como habrá hecho cuanto
concernía a mis funerales.
Al fin, el público y los interesados iban a
saber a qué atenerse. Iban a ver resueltas todas las preguntas
hechas desde quince días antes, aclaradas las suposiciones e
hipótesis que se habían difundido durante aquellas dos
semanas de febril curiosidad.
Sin duda, hasta el presente, ningún miembro
del. Excentric Club se ha hecho notar por excentricidades dignas de
este nombre. El mismo que esto escribe no ha salido de las futilidades
insípidas de la existencia. Pero lo que no ha hecho en vida se
efectuará después de su muerte.
El auditorio dejó oír un murmullo de
satisfacción. El notario esperó que se extinguiera,
interrumpiendo la lectura por medio minuto. Después
siguió:
No habrán olvidado mis queridos
compañeros que si yo he sentido alguna pasión ha sido por
el noble juego de la oca, tan conocido en Europa y particularmente en
Francia, donde pasa por haber sido copiado y modificado de los griegos.
Yo he introducido este juego en nuestro Círculo. Él me ha
procurado las emociones más vivas por la variedad de sus
detalles, lo imprevisto de sus golpes, el capricho de sus
combinaciones, juego en el que sólo el azar dirige a los que
luchan sobre este campo de batalla para conseguir la victoria.
¿Por qué motivo el noble juego de la oca
intervervía de tan inesperado modo en el testamento de William
J. Hypperbone?
El notario continuó:
Nadie ignora en Chicago que este juego se compone de
una serie de casillas yuxtapuestas y numeradas desde el uno al sesenta
y tres. Catorce de estas casillas están ocupadas por la figura
de un ganso, ese animal tan injustamente acusado de imbecilidad, y que
debiera haber sido rehabilitado el día que salvó al
Capitolio de los ataques de Breno y de sus galos.
Algunos concurrentes, un poco escépticos,
empezaron a preguntarse si el difunto William J. Hypperbone, no se
burlaba del público con el intempestivo elogio de. aquel
ejemplar de la familia de los anséridos.
El testamento continuaba así:
Por consecuencia de dicha disposición, y
descontando estas casillas, quedan cuarenta y nueve, de las que
únicamente seis obligan al jugador a pagar primas, o sea una
prima de la sexta, donde hay un puente para ir a la doce; dos primas a
la diecinueve, donde debe esperar en la hostería a que sus
contrincantes hayan jugado dos golpes; tres primas a la treinta y uno,
donde se encuentra un pozo, en cuyo fondo permanece hasta que otro
venga a ocupar su sitio; dos primas a la cuarenta y dos, o sea la del
laberinto, que puede abandonar enseguida para volver a la treinta,
donde hay un ramo de flores; tres primas a la cincuenta y dos, en la
que quedará preso mientras no sea reemplazado; y en fin, tres
primas a la cincuenta y ocho, donde hay una cabeza de muerto, con la
obligación de recomenzar la partida.
Cuando el notario Tornbrock, tras aquel largo
período, se detuvo para tomar aliento, oyéronse varios
murmullos, prontamente reprimidos por la mayoría del auditorio,
evidentemente favorable al difunto. Y, no obstante, toda aquella gente
no se había agolpado en el Auditorium para escuchar una
lección sobre el juego de la oca.
El notario continuó en estos
términos:
En este sobre se encontrará un plano y una
caja. El plano es el del noble juego de la oca, compuesto conforme a
una nueva forma de sus casillas que yo ha inventado, y del que
deberá darse conocimiento al público. La caja encierra
dos dados semejantes. a los que yo tenía costumbre de servirme
en mi Círculo. El plano y los dados serán destinados a
una partida que será jugada en las condiciones siguientes:
¡Cómo! ¿Se trataba de una partida
al noble juego de la oca?
Decididamente, aquello era una broma. El difunto era
un humbug, como se dice en América.
Vigorosos "¡silencio!" fueron
dirigidos a los descontentos, y el notario prosiguió su
lectura:
He aquí ahora lo que he pensado hacer en honor
de mi país, al que amo con el ardor de un patriota, y cuyos
diversos estados he visitado a medida que su número aumentaba
tanto como las nuevas estrellas del pabellón de la
República Americana.
Aquí una triple salva de hurras que
repercutieron los ecos del Auditorium, y a la que sucedió
profunda calma, pues la curiosidad había llegado a su
último punto.
Actualmente, sin contar Alaska, situada fuera de su
territorio, la Unión posee cincuenta estados, repartidos sobre
una extensión de cerca de ocho millones de kilómetros
superficiales. Pues bien: colocando estos cincuenta estados por
casillas, los unos a continuación de los otros, y repitiendo
catorce veces uno de ellos, he obtenido un tablero compuesto de
sesenta. y tres casillas, idéntico al juego de la oca,
convertido por este hecho en el juego de los Estados Unidos.
El notario Tornbrock continuó leyendo:
Quedaba por determinar cuál de los cincuenta
estados debía figurar catorce veces en el tablero.
Tratábase ahora de designar los jugadores que
serían llamados a esta partida sobre el inmenso territorio de
los Estados Unidos, conforme con el mapa encerrado bajo este sobre, y
del que deberán sacarse millones de ejemplares, a fin de que
cada ciudadano pueda seguir las peripecias de la partida que se va a
jugar. Estos jugadores, en número de seis, han sido elegidos por
la suerte entre los habitantes de nuestra ciudad, y deben estar
reunidos en este momento en el escenario del Auditorium. Éstos
son los que transportarán su persona a cada estado indicado por
el número de tantos obtenidos y al sitio que les dará a
conocer mi ejecutor testamentario, según nota aquí
adjunta y cuidadosamente redactada.
Éste era, pues, el papel reservado a los Seis.
El capricho de los dados iba a pasearles por la superficie de la
Unión. Serían ellos las piezas del tablero de aquella
inverosímil partida.
Si Tom Crabbe no comprendió nada de la idea de
William J. Hypperbone, no sucedió así al comodoro
Urrican, a Harris T. Kymbale, a Hermann Titbury, a Max Real y a Lissy
Wag. Todos se miraban, y por todos eran mirados como extraordinarios
seres colocados fuera de la humanidad.
Pero quedaba por saber cuáles eran las
últimas disposiciones imaginadas por el difunto.
Pasados quince días después de la
lectura de mi testamento, cada dos días, en esta misma sala del
Auditorium, y a las ocho de la mañana, el notario M. Tornbrock,
en presencia de los socios del Excentric Club, agitará con su
mano el cubilete de los dados, proclamará la cifra que salga y
comunicará esta cifra por telégrafo al sitio en que cada
jugador deberá encontrarse entonces, bajo pena de quedar
excluido de la partida. Dadas la facilidad y la rapidez de las
comunicaciones a través del territorio, de la que ninguno de los
Seis deberá traspasar los límites, bajo pena de perder
sus derechos, estimo que quince días bastarán a cada
cambio de sitio, por lejano que esté.
Era evidente que si Max Real, Hodge Urrican, Harris T.
Kymbale, Hermann Titbury, Tom Crabbe y Lissy Wag aceptaban el papel de
contrincantes en aquel noble juego, renovado, no de los griegos, sino
de los franceses, por William J. Hypperbone, quedaban obligados a
seguir estrictamente las reglas impuestas. ¿Pero en qué
condiciones se efectuarían aquellas locas carreras a
través de los Estados Unidos?
Estos Seis viajarán a sus expensas
-continuó el notario en medio de profundo silencio- y de su
bolsillo pagarán las primas exigibles a la llegada a tal o cual
estado: el precio de cada prima se fija en mil dólares. Por
falta de pago de una sola, el jugador quedará fuera de
concurso.
Mil dólarés, y cuando se estaba expuesto
a pagarlos varias veces, si la mala suerte se mezclaba en el negocio,
ello podía formar una fuerte suma. No es de extrañar,
pues, que Hermann Titbury hiciera un gesto, que se reprodujo en el
mismo instante en el congestionado rostro de su esposa. No era dudoso
que la obligación de pagar esta prima de mil dólares
molestara, si no a todos, por lo menos a algunos jugadores. Verdad que
se encontrarían personas dispuestas a prestar a los jugadores
que tuvieran más probabilidades de buen éxito.
El testamento contenía aún algunas
interesantes disposiciones. Y, en primer lugar, esta declaración
relativa a la situación financiera de William J. Hypperbone:
Mi fortuna, en propiedades construidas o no
construidas, en valores industriales, en acciones de Bancos o de
ferrocarriles, cuyos títulos están depositados en el
despacho del notario Tornbrock, puede ser estimada en sesenta millones
de dólares.
Declaración que fue acogida con un murmullo de
satisfacción.
Se agradecía al difunto que hubiera dejado
herencia de tal importancia, y aquella cifra pareció respetable
aún en el país de los Gould, los Bennett, los Vanderbilt,
los Astor, los Bradley-Martin, los Hatty Green, los Hutchinson, los
Carroll, los Prior, los Morgan Slade, los Lennox, los Rockefeller, los
Schemeorn, los Richard King, los May Gaclet y otros multimillonarios.
En todo caso, aquél o aquéllos de los Seis sobre los que
recayera esta fortuna, en todo o en parte, podrían contentarse
con ella; ¿no es verdad? ¿Pero en qué condiciones
la recibirían?
A esta pregunta respondía el testamento en las
síguientes líneas:
Se sabe que en el noble juego de la oca gana el que
llega primero a la casilla sesenta y tres. Pero esta casilla no es
definitivamente adquirida más que cuando el número de
tantos obtenidos por el último golpe de dados forma este
número justo; pues si pasa de él, el jugador está
obligado a volver atrás tantos puntos como los obtenidos de
más. Así, pues, conforme a estas reglas, el heredero de
toda mi fortuna será aquel de los jugadores que tome
posesión de la casilla sesenta y tres, o mejor dicho, del estado
sesenta. y tres, que es el de Illinois.
Así es que sólo uno ganaba, el primero
que llegara. ¡Nada para sus compañeros de viaje,
después de tantas fatigas, de tantas emociones y tantos
gastos!
Error... El segundo debía ser premiado y
reembolsado en cierta medida.
El segundo -decía el testamento-, es decir,
aquél que al fin de la partida esté más
próximo a la casilla sesenta y tres, recibirá la suma
producida por el pago de las primas de mil dólares, que los
azares del juego pueden elevar a una cantidad considerable, y de la que
sabrá hacer un uso bueno y provechoso.
Esta cláusula no fue ni bien ni mal recibida
por los concurrentes.
Tal como era, no había para qué
discutirla.
Después, William J. Hypperbone
añadía:
Si por una u otra razón uno o varios de los
jugadores se retiraran antes del final de la partida, ésta
continuará por aquel o aquéllos que sigan en lucha. Y, en
el caso de que todos la abandonen, mi herencia será entregada a
la población de Chicago, que será mi heredera universal,
para que sea empleada del mejor modo para sus intereses.
En fin, el testamento terminaba con estas
líneas:
Tal es mi voluntad formal, por cuya ejecución
vigilarán Georges B. Higginbotham, presidente del Excentric
Club, y mi notario Tornbrock. Debe ser observada en todo su rigor, como
entiendo que lo serán también todas las reglas del noble
juego de los Estados Unidos de América.
¡Y ahora, que la suerte los favorezca!
Un último hurra acogió el final del
testamento; y los asistentes al acto iban a retirarse, cuando el
notario, reclamando silencio con un gesto imperioso,
añadió estas palabras:
-Hay un codicilo...
¿Un codicilo? ¿Iba, pues, a destruir
todo lo ordenado en el testamento y a hacer ver al cabo la burla que
algunos esperaban aún del excentrico difunto?
He aquí lo que leyó el notario:
A los seis jugadores designados por la suerte se
unirá un séptimo de mi elección, que
figurará en la partida con las iniciales X. K. Z., gozará
de los mismos derechos que sus compañeros y deberá
someterse a las mismas reglas. Respecto a su nombre verdadero no
será revelado más que si gana la partida, y las jugadas
de ésta que a él se refieran le serán enviadas
bajo dichas iniciales.
Tal es mi voluntad de última hora.
Esto pareció singular. ¿Qué
ocultaba aquella cláusula del codicilo? Pero no había por
qué discutirla más que las otras, y la multitud,
vivamente impresionada, como dicen los cronistas, abandonó el
Auditorium.

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