El testamento de un excéntrico
Capítulo XXIII
Si alguien parecía menos indicado que nadie
para la casilla cuarenta y siete, estado de Pensilvania, para
Filadelfia, éste era seguramente Tom Crabbe, bruto por
naturaleza y boxeador por oficio. Pero la fortuna es ciega, y en vez de
Max Real, de Harris T. Kymbale, de Lissy Wag, tan capaces para admirar
las magnificencias de aquella ciudad, enviaba a ella al estúpido
boxeador, acompañado de John Milner.
Además, nada se podía contra eso. En la
mañana del 31 de mayo, los dados habian hablado. El punto doce
por seis y seis, había sido transmitido desde Chicago a
Cincinnati, y el jugador número dos había tomado sus
medidas para abandonar inmediatamente a la antigua
Porcópolis.
-¡Sí, Porcópolis! -dijo al partir
John Milner, con despectivo acento-. ¡El mismo día en que
el célebre Tom Crabbe la honraba con su presencia, la
población se lanzaba a ese estúpido concurso de cerdos!
¡Esa bestia atrajo la atención pública, y no se
lanzó un hurra en honor del campeón del Nuevo Mundo!
Partieron aquel mismo día hacia Filadelfia.
Sí, a John Milner no le agradaba permanecer un día
más en aquella ciudad tan aficionada a las curiosidades del
ganado porcino. Cuando pusiera el pie en la plataforrna del
vagón no dejaría de sacudir el polvo de sus zapatos.
Nadie se había ocupado de la presencia de Tom Crabbe en
Cincinnati; los apostadores no habían acudido como los de Austin
de Texas, y la sala de telégrafo estuvo desierta el día
que él se presentó para recibir el telegrama del notario
Tornbrock. Pero, en fin, merced a su punto doce, Tom Crabbe avanzaba en
tres casillas a Max Real y en una al hombre enmascarado.
John Milner, herido en su amor propio, ultrajado por
la actitud de la población de Cincinnati, furioso por tal
indiferencia, abandonó el hotel a las doce y treinta, y seguido
de Tom Crabbe, que acababa de terminar su segundo almuerzo, se
dirigió a la estación. Partió el tren, y
después de haber bifurcado en Columbus, franqueó la
frontera oriental, formada por el curso del río Ohio.
Mientras, John Milner iba pensando en Filadelfia. Su
héroe iba destinado a esta ciudad, y aquella vez, la
atención pública no se desviaría de él.
Sería el hombre del día. En caso de necesidad, John
Milner sabría ponerlo a la luz y forzar a la gran ciudad a que
se ocupara de un personaje que tan importante lugar ocupaba en el mundo
pugilista de Norteamérica.
A las diez de la noche del 31 de mayo, Tom Crabbe hizo
su entrada en la “Ciudad del Amor Fraternal”, donde su
representante y él mismo pasaron de incógnito la primera
noche.
Al día siguiente, John Milner quiso saber
qué vientos corrían, ¿Soplaban de buena parte y
habían llevado el nombre del ilustre boxeador hasta las orillas
del Delaware? Según su costumbre, John Milner había
dejado a Tom Crabbe en el hotel, después de dar las oportunas
órdenes para sus dos almuerzos.
Un paseo por la ciudad le parecía lo más
indicado. Puesto que el resultado de la última jugada
debía ser conocido desde el día anterior, él
sabría si la población se ocupaba de la llegada de Tom
Crabbe.
Durante aquel primer día John Milner no pudo
visitar más que la parte de la ciudad situada en la orilla
izquierda del Delaware, y subió hacia el barrio del oeste. Al
otro lado del Delaware se extiende Nueva Jersey, uno de los estados
más pequeños de la Unión, al que pertenecen los
anexos de Camden y Gloucester, que por falta de puentes no comunican
con la metrópoli más que por ferry boats.
No pudo, pues, aquel día John Milner atravesar
el centro de la ciudad, del que parten las principales arterias, en
torno del Hotel de Ville, vasto edificio de mármol blanco,
construído a fuerza de millones, y cuya torre cuando esté
acabada, elevará a seiscientos pies en el aire la enorme estatua
de William Penn, el cuáquero fundador del estado de
Pensilvania.
Los aficionados a este deporte, que constituía
la especialidod de Tom Crabbe, no debían faltar en
Filadelfía, donde abundan los obreros por centenares de miles, y
también los trabajadores del puerto. Sí, Tom Crabbe,
tenía que ser apreciado en su justo valor entre aquellas gentes,
en las que las cualidades físicas tienen más importancia
que las intelectuales. Y hasta en otras clases, llamadas superiores, se
encontraban muchos gentlemen que sabían apreciar un
puñetazo aplicado en pleno rostro, o la rotura de una
mandíbula según las reglas del arte.
John Milner pudo notar con verdadera
satisfacción que el mercado de Fifiadelfia, que pasa por ser uno
de los mejores de las cinco partes del mundo, no estaba entonces afecto
a ningún concurso regional de bestias. Así es que su
compañero no tenía que temer a ningún rival, como
en aquel abominable Cincinnati, y el pabellón añil no se
bajaría por esta vez ante la majestad de un cerdo fenomenal.
Respecto a este punto, John Milner quedó
tranquilo desde el principio.
Por otra parte, los periódicos de Filadelfia
habían anunciado aparatosamente que el estado de
Pennsilvanía esperaba la llegada del jugador número dos,
en los quince días comprendidos entre el 31 de mayo y el 14 de
junio.
¡Quá satisfecho hubiera quedado Tom
Crabbe, de haber sabido leer, cuando al día siguiente su
representante lo paseó por la ciudad!
Por todas partes colosales anuncios -aunque a decir
verdad, del mismo estilo que los dedicados al cerdo en Cincinnati-, con
el nombre del jugador número dos en letras de un pie de altura,
sin contar con los prospectos repartidos.
¡TOM CRABBE! ¡TOM
CRABBE!
¡TOM CRABBE!
¡¡¡El ilustre Tom Crabbe, campeón del Nuevo
Mundo!!!
¡¡¡El gran favorito de la partida Hypperbone!!!
¡¡¡Tom Crabbe, vencedor de Fitzsimmons y
Corbett!!!
¡¡¡Tom Crabbe, que vence a Real, Kymbale, Titbury,
Lissy Wag, Hodge Urrican y X.K.Z!!!
¡¡¡Tom Crabbe, que va delante de todos!!!
¡¡¡Tom Crabbe, que está a dieciséis
casillas del final!!!
¡¡¡ Tom Crabbe, que que va a colocar el
pabellón añil a las alturas de Illinois!!!
¡¡¡Tom Crabbe está entre nosotros!!!
¡Hurra! ¡Hurra!
¡¡¡Hurra por Tom Crabbe!!!
Compréndase, pues, qué
orgulloso iría John Milner a exhibir al coloso por las calles de
Filadelfia, por las principales plazas, por Fairmount Park, y
también por el mercado de Market Street. ¡Qué
desquite de la derrota de Cincinnati! ¡Qué
éxito!
No obstante, el día 7, en medio de aquella
delirante alegría, John Miler experimentó gran angustia,
provocada por el inesperado suceso siguiente: un cartel, no menos
colosal que los otros, acababa de ser colocado por un rival.
Decía así:
¡CAVANAUGH CONTRA CRABBE!
El nombre de Cavanaugh les era bien conocido. Era un
boxeador de gran fama, que tres meses antes había sido vencido
en memorable lucha por el propio Tom Crabbe, sin que hasta entonces
hubiera podido tomar desquite, a pesar de sus muchas reclamaciones.
Ahora, puesto que Tom Crabbe se encontraba en Filadelfia, lo desaba, y
al efecto al nombre de Cavanaugh seguían estas palabras:
¡DESAFÍO PARA EL
CAMPEONATO!
¡DESAFÍO!
¡DESAFÍO!
Se cornprenderá que Tom Crabbe
tenía algo mejor que hacer que responder a tal
provocación: esperar tranquilamente la fecha de la
próxima jugada. Pero Cavanaugh, o por mejor decir, los que lo
lanzaban contra el campeón del Nuevo Mundo, no lo
entendían de este modo.
John Milner debiera haberse encogido de hombros. Los
mismos partidarios de Tom Crabbe intervinieron para decirle que
desdeñara aquellos retos.
Pero, por una parte, John Milner conocía la
indiscutible superioridad de Tom Crabbe sobre Cavanaugh en materia de
boxeo, y, por otra, se hizo la siguiente reflexión: si Tom
Crabbe no ganaba la partida, le sería preciso seguir boxeando en
público, y tal vez sufriría su reputación si
rechazaba aquel desquite solicitado en tan solemne circunstancia.
Así es que, tras nuevos carteles más
provocativos que tendían a empañar la honra del
campeón del Nuevo Mundo, se pudo leer al siguiente día en
todas las paredes de Filadelfia:
¡RESPUESTA AL DESAFÍO!
¡¡CRABBE CONTRA
CAVANAUGH!!
¡Júzguese el efecto!
¿Cómo? ¿Tom Crabbe aceptaba la
lucha? ¿Tom Crabhe, que iba a la cabeza de los
“Siete”, arriesgaba su situación por un desquite de
pugilato? Y bien... sí. Además, como pensaba John Milner
una mandíbula rota o un ojo aplastado no impedirían a Tom
Crabbe ponerse en camino y desempeñar un buen papel en la
partida Hypperbone.
Así pues, la lucha se efectuaría, y
cuanto antes mejor. Pero había una dificultad: como los combates
de este género hasta en América están prohibidos,
la policía de Filadelfia prohibió a los dos héroes
que se encontraran, bajo pena de prisión y multa. Verdad es que
estar preso en el Penitentiary Western, donde los presos
están obligados a aprender un instrumento y a tocarlo todo el
día -grotesco concierto, en el que domina el lamentable
acordeón-, no constituye pena muy severa. Pero la
detención era la imposibilidad de partir el día indicado.
Quedaba un medio de lograr el objeto sin temor a intervención
del sheriff. Bastaba trasladarse a un pueblo vecino, mantener
el secreto del día y de la hora del encuentro, y resolver fuera
de Filadelfia la gran cuestión del campeonato.
Eso era lo que se iba a hacer. Así pues, el
día 9, a las ocho de la mañana, en el pueblecito de
Arondale, a unas treinta millas de Filadelfia, cierto número de
gentlemen se encontraron reunidos en un salón
secretamente alquilado para que se celebrara tan interesante lucha.
Pero cuando los dos luchadores estaban a punto de
empezar el combate, apareció el sheriff de Arondale.
Prevenido por una indiscreción, corrió al lugar para
evitar aquel encuentro inmoral y de degradante, en nombre de las leyes
de Pensilvania.
No extrañará que fuera mal recibido por
los dos campeones, por los representantes y por los espectadores,
engolosinados por aquel deporte, sobre cuyo resultado habían
apostado sumas considerables.
El sheriff quiso hablar y rehusaron
oírlo.
En el momento en que Tom Crabbe y Cavanaugh iban a dar
comienzo a la lucha, vociferó:
-¡Deténganse! -dijo el sheriff-.
¡Terminen con la lucha!
No le hicieron caso, y fueron lanzados varios
puñetazos.
Entonces ocurrió una escena digna de provocar
la sorpresa y la admiración de los que fueron testigos de
ella.
El sheriff no era muy alto, ni muy grueso;
pero, a falta de vigor, poseía ligereza, buen tino y agilidad.
Se lanzó sobre los dos boxeadores. Quiso John Milner sujetarlo,
y recibió una bofetada que lo hizo caer al suelo, donde
permaneció medio desvanecido.
Un momento después el sheriff
obsequió a Cavanaugh con un puñetazo en el ojo izquierdo
y aplastó el ojo derecho a Tom Crabbe. Los dos boxeadores se
revolvieron contra el que así los maltrataba; pero éste
evitaba el ataque por medio de saltos y cabriolas con ligereza de un
mono.
Después de este momento, los aplausos, hurras y
vítores del entendido público iban dirigidos al
sheriff.
Al fin aparecieron algunos agentes de policia. Lo
mejor era huir, y así se hizo.
Así terminó aquel memorable combate, con
ventaja y honor para el sheriff que había combatido por
la ley.
John Milner, con una mejilla hinchada y un ojo
amoratado, arrastró a Tom Crabbe a Filadelfia, donde ambos,
encerrados en su habitación, en la que ocultaron su
vergüenza, esperaron la llegada del próxirno telegrama.

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