El testamento de un excéntrico
Capítulo XXIX
Un trueno que se extendiera por todo el globo no
causaría más efecto que aquel golpe de dados salido del
cubilete del notario Tornbrock, al dar las ocho, el 24 de junio, en la
sala del Auditorium. Los miles de espectadores que asistieron a esta
jugada, con el pensamiento de que podría ser la última de
la partida Hypperbone, en el noble juego de los Estados Unidos de
América, la proclamaron por todos los barrios de Chicago y
millares de telegramas extendieron la noticia por todo el país
confederado.
Resultaba, pues, que el hombre enmascarado, el jugador
de última hora, el intruso, en una palabra -o mejor dicho en
tres letras- aquel X. K. Z. ganaba la partida y con ella los sesenta
millones de dólares.
Mientras tantas desgracias caían sobre los
demás jugadores, éste había caminado siempre con
paso seguro, yendo de Illinois a Wisconsin, de Wisconsin al Distrito de
Columbia, del Distrito de Columbia a Minnesota, y de ahí al fin,
sin haber tenido que desembolsar una sola prima, y por un
círculo limitado, con gran economía de fatigas y gastos
en el curso de sus fáciles viajes.
Restaba saber quién era aquel X. K. Z. y, sin
duda, no tardaría en darse a conocer, aunque no fuera más
que para entrar en posesión de la enorme herencia.
Al terminar la semana, Max Real, repuesto apenas de su
herida, había regresado a su ciudad natal en
compañía de Lissy Wag y de Jovita Foley.
Y aquel mismo día Lissy Wag, acompañada
de su inseparable amiga, fue a visitar a la señora Real. La
joven agradó mucho a la buena señora y ésta a la
joven.
En cuanto a Tom Crabbe y John Milner, inútil
es, decir en que estado de furor y vergüenza se encontraban.
¡Tanto dinero perdido! No solamente el importe de los viajes,
sino la triple prima que tuvieron que pagar en la prisión del
Missuri. Y además, la reputación del campeón
comprometida en el encuentro con el no menos despechado Cavanaugh,
encuentro en que el verdadero vencedor había sido el
sheriff... Cuando John Milner supo el resultado de la
última jornada, no tuvo más remedio que volver a su casa
de Chicago.
Esto hizo también Hermann Titbury. Hacía
ya catorce días que el matrimonio ocupaba en el Excelsior Hotel
el apartamento reservado al jugador de la partida. ¡Qué
golpe cuando les fue presentada la factura! Ascendía a dos mil
ochocientos dólares, y añadiendo a esta suma las primas
de Luisiana, la multa de Maine, el robo de Utah, más los gastos
necesarios para viajes tan largos; el total era de ocho mil
dólares. Herido en el corazón, es decir, en la bolsa, el
matrimonio Titbury regresó a casa.
¿Harris T. Kymbale? Pues bien: Harris T.
Kymbale había salido sano y salvo del choque premeditado para
inaugurar la vía entre Medary y Sioux Falls City. Antes del
choque pudo saltar a la vía, no sin rebotar contra el suelo como
si fuera de goma, quedando desvanecido al pie de un talud, al abrigo de
la explosión de las dos locomotoras.
Tres horas después, cuando los trabajadores
fueron a desocupar la vía, encontraron a un hombre sin sentido,
al pie del talud. Lo llevaron a la casa más próxima, se
avisó a un médico, y éste, manifestó que el
herido no estaba grave.
Cuando salió del síncope, se le
preguntó, enterándose los presentes de la forma tan
imprudente en que había subido al tren. Después de
algunos reproches dirigidos al periodista, éste tuvo que pagar
el importe del viaje, y después se dispuso a salir para Chicago,
donde se encontraba el día 25, dispuesto, con más
ímpetu que nunca, a proseguir la partida... cuando se
enteró que ésta había terminado la víspera,
con victoria del desconocido X. K. Z. Pero permaneció tranquilo.
Se dispuso a contar sus últimas y extraordinarias aventuras, y
sólo un ligero suspiro dedicó al final de tan singular
partida.
Y volviendo a las dos jovenes, inútil es decir
en que estado de desesperación se encontraba Jovita Foley.
-¡Pero ten resignación, Jovita! -le
repetía Lissy Wag-. Demasiado sabes que yo nunca
conté...
-¡Pero yo sí que contaba con ello!
-Hacías mal.
-Además, tú no tienes por qué
quejarte.
-Y no me quejo -respondió sonriendo Lissy
Wag.
-Si la herencia de Hypperbone se te escapa, por lo
menos no eres una pobre joven sin fortuna.
-¿Cómo es eso?
-Claro, Lissy. X. K. Z, ha llegado el primero... y
tú segunda, lo que representa que has ganado el producto de las
primas.
-De verdad, Jovita, que no había pensado en
ello.
-Pero yo sí que pienso, descuidada Lissy. Te
embolsarás una suma de consideración: unos diecisiete mil
dólares, según creo.
Terminaremos este capítulo hablando algo de
Hodge Urrican.
El 22 de junio se había efectuado la jugada que
le correspondía, y que lo enviaba al estado de Nevada, donde se
encontraba el pozo del noble juego de la oca. Con el apresuramiento que
en todos sus negocios ponía, Hodge Urrican partió de
Milwaukee el mismo día 22, en dirección a Nevada,
después de remitir al notario los tres mil dólares que su
últirna jugada le costaba.
Pero no llegó. En Salt Lake City, la
mañana del 24, recibió la noticia de que X. K. Z.
había ganado la partida.
El comodoro Urrican regresó, pues, a Chicago en
un estado de ánimo fácil de adivinar.
En cuanto al desconocido X. K. Z., no había
aparecido por ninguna parte.
Transcurrió una semana, y otra, y no hubo
noticias de él.
Una de las personas mas impacientes era Jovita
Foley
-¡Ah, cuando yo le eche la vista encima!
-Pero cálmate, querida -repetía Lissy
Wag.
-No, no me calmaré, Lissy; y si lo veo le
preguntaré con qué derecho se ha permitido ganar la
partida, un señor del que ni el nombre se sabe.
A decir verdad, con su impaciencia, la joven expresaba
fielmente el estado de la opinión pública. Conforme
transcurría el tiempo excitábanse las imaginaciones. Gran
número de personas acudían a casa del notario Tornbrock,
que daba siempre la misma respuesta, afirmando que nada sabía de
lo referente al portador del pabellón rojo.
La agitación pública llegó a tal
punto, que las autoridades tuvieron que intervenir. Hubo que proteger a
los socios del Excentric Club y al notario, a los que se les
hacía responsables de lo que acontecía.
El 15 de julio, tres semanas después de la
última jugada, que hizo ganar al hombre enmascarado, se produjo
un incidente de lo más inesperado.
A las diez y diecisiete de la mañana se
esparció la noticia de que sonaba a todo vuelo la campana del
monumento funerario de William J. Hypperbone.

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