El testamento de un excéntrico
Capítulo XXX
No es fácil imaginarse la rapidez con que se
extendió la noticia. En algunos puntos la población de
los barrios vecings invadió el cementerio. Después
afluyó una multitud de todas partes. Media hora más
tarde, la circulación estaba interrumpida por completo desde
Washington Park.
Y la campana sonaba siempre en el campanario del
soberbio monumento funerario de William J. Hypperbone, en el cementerio
Oakwood.
Pero, cosa extraña, cuando empezó a
sonar la campana, los socios del Excentric Club y el notario
Tornbrock ya estaban allí. Y media hora más tarde
llegaban los seis jugadores de la partida, con sus respectivos y fieles
acompañantes.
Cesó al fin el toque de la campana, y la puerta
del monumento se abrió de par en par. Entre las lámparas,
que resplandecían intensamente, apareció el
magnífico catafalco, tal como estaba tres meses y medio
antes.
El Excentric Club, con su presidente a la
cabeza, penetró en el interior del hall. Tras los
socios entró el notario Tornbrock, vestido de etiqueta. Los seis
jugadores, acompañados de cuantos espectadores podía
contener el hall, los siguieron.
Tanto dentro como fuera del edificio reinaba profundo
silencio.
Eran las once y treinta y tres minutos, cuando en el
catafalco, cuyo paño mortuorio cayó al suelo, como si de
él hubiera tirado una invisible mano sonó cierto ruido,
que venía del interior del hall..
Y entonces, ¡oh prodigio!, mientras Lissy Wag se
agarraba al brazo de Max Real, levantóse la tapa del
atáud, irguióse el cuerpo que éste encerraba, y
apareció de pie un hombre vivo, bien vivo, ¡y este hombre
era el difunto William J. Hypperbone!
-¡Es el señor Humphrey Weldon!
-exclamó Jovita Foley.
Sí, Humphrey Weldon, pero de una edad menos
venerable que cuando su visita a Lissy Wag. Aquel gentleman y
William J. Hypperbone eran una misma persona.
He aquí, en algunas palabras, la
relación que reprodujeron los periódicos de toda la
nación, y que explicaba lo que parecía inexplicable, en
esta prodigiosa aventura.
El día 1 de abril, en el hotel de Mohawk
Street, y durante una partida del noble juego de la oca, William J.
Hypperbone fue acometido de una congestión. Transportado a su
hotel de La Salle Street, estaba muerto algunas horas después, o
al menos así lo declararon los médicos. Pero, a despecho
de los doctores, William J. Hypperbone era víctima de una
catalepsia, que le daba todo el aspecto del que ha pasado a mejor
vida.
Celebráronse sus exequias con la suntuosidad
que se sabe. Después, el 3 de abril, las puertas del monumento
se cerraron sobre el socio más distinguido del Excentric
Club.
Pero por la noche, el guardián ocupado en
apagar las luces, oyó ruido en el interior del ataúd.
Algunos gemidos se escapaban de éste. Una voz apagada
llamaba.
El guardián no perdió la cabeza.
Corrió en busca de sus instrumentos y levantó la tapa del
ataúd. La primera frase que William J. Hypperbone
pronunció al despertar de su letargo fue ésta:
-Ni una palabra, y tu fortuna está hecha.
Sólo tú sabrás que continúo vivo
-prosiguió-. Tú y mi notario Tornbrock, a quien vas a
decir que venga aquí al momento.
El guardián, sin otras explicaciones
saió del hall y corrió en busca del notario.
Calcúlese la agradable sorpresa que recibió Tornbrock,
cuando media hora después se encontró en presencia de su
cliente.
He aquí lo que William J. Hypperbone
pensó desde su resurrección: puesto que había
establecido por testamento la famosa partida que debía dar
motivo a tantas agitaciones, él quería que esta partida
se llevara a efecto.
-Pero entonces -replicó el notario-, usted
quedará arruinado, porque alguno de los seis ganará.
Puesto que usted no está muerto, y por ello le felicito muy
sinceramente, ese testamento es nulo. ¿Por qué, pues,
dejar que esa partida sea jugada?
-Porque yo tomaré parte en ella.
-¿Usted?
-Yo.
-¿Y cómo?
-Voy a añadir a mi testamento un codicilo y a
introducir en la partida un séptimo jugador, que sería J.
Hypperbone, bajo las iniciales X. K. Z.
-¿Y usted jugará?
-Jugaré como los demás.
-¿Y si pierde usted?
-Pues perderé, y toda mi fortuna irá al
que gane.
Así que William J. Hypperbone salió del
cementerio y se fue a casa del notario Tornbrock, arreglando como se ha
dicho el testamento. Después se despidió del digno hombre
confiando en la extraordinaria suerte que no le había abandonado
en él curso de su existencia.
Lo demás se sabe.
Comenzada la partida, pudo formar opinión
respecto de cada uno de los “Seis”. Ni Hodge Urrican, ni
Hermann Titbury, ni aquel bruto de Tom Crabbe le interesaron. Tal vez
Harris T. Kymbale le inspiró alguna simpatía, pero de
favorecer a alguno en defecto de sí mismo, hubiera sido a Max
Real o Lissy Wag y la fiel compañera de ésta, Jovita
Foley. De aquí su visita a la enferma, bajo el nombre de
Humphrey Weldon y el envío de los tres mil dólares a la
prisión de Missuri.
En cuanto a él, siguió con pasos seguros
y regular las diversas peripecias de la partida, ayudado de la poderosa
suerte, con la que contaba, con razón, y que le hizo llegar el
primero a la meta.
Esto era lo que había pasado y lo que fue
comentado enseguida por la gente de Chicago, primero, y por la del
resto del país, después. Ahora, ya no había nadie
en la metrópoli que no supiera a que atenerse, respecto al
desenlace del asunto que tanto había apasionado a todos.
¿Pero los jugadores se habían resignado?
No todos.
-¡Esto no se hace, señor mío, no!
-gritó el comodoro Urrican, cuando se encontró delante de
William J. Hypperbone-. Cuando uno está muerto, está
muerto, y no se deja a las gentes correr en busca de su herencia.
-¡Qué quiere usted, comodoro!
-respondió el aludido, amablemente.
-En vez de encerrarlo en un ataúd se le hubiera
puesto en el crematorio y esto no hubiera sucedido.
-¿Quién sabe, comodoro? ¡Tengo
tanta suerte!
En fin, la víspera del día en que iba a
celebrarse el matrimonio de Max Real y Lissy Wag, los novios recibieron
la visita, no del venerable Humphrey Weldon algo encorvado por la edad,
sino la del señor William J. Hypperbone, mas joven que nunca
como observó muy bien Jovita Foley. El gentleman,
después de dar sus excusas a Lissy Wag por no haberla dejado
ganar la partida, le declaró que, quisiera o no ella , le
gustara o no a su marido, acababa de depositar un nuevo testamento en
casa del notario Tornbrock, en que hacía dos partes de su
fortuna, una de las cuales era para ella.
El matrimonio se celebró al siguiente
día se puede decir que en presencia de toda la ciudad. El
gobernador del Estado y William J. Hypperbone acompañaron a los
esposos en aquella magnífica ceremonia.
Después, cuando los recién casados y sus
amigos estuvieron de vuelta en casa de la señora Real, William
J. Hypperbone, dirigiéndose a Jovita Foley, dijo:
-Señorita Foley, yo tengo cincuenta
años.
-Usted se alaba, señor Hypperbone
-respondió ella, riendo como sabía reír.
-No; tengo cincuenta años, y usted tiene
veinticinco.
-Veinticinco, en efecto.
-Bueno, pues si yo no olvidé los rudimentos de
la aritmética, veinticinco es la mitad de cincuenta.
¿Dónde quería ir a parar aquel
gentleman tan enigmático como matemático?
-Pues bien, señorita Foley; puesto que usted
tiene la mitad de mi edad, si la aritmética no es una ciencia
vana, ¿por qué no se convierte en la mitad de mí
mismo?
¿Qué podía responder Jovita Foley
a aquella proposición tan originalmente formulada?
Aceptó.
Y, para terminar, ante los sucesos tal vez
inverosímiles que este relato contiene, no olvide el lector la
circunstancia atenuante de que todo esto ha pasado en
América.

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