El testamento de un excéntrico
Capítulo VI
Aquel día los periódicos de la noche, y
los de la mañana al siguiente, fueron arrebatados de manos de
los vendedores a un precio superior al ordinario. Aunque ocho mil
espectadores habían podido asistir al acto de apertura del
testamento de William J. Hypperbone, centenares de miles de americanos
en Chicago, y millones de ellos en el resto de los Estados Unidos, no
habían tenido esta suerte.
Por más que los artículos de los
periódicos y revistas pudieran satisfacer al público, el
deseo general reclamaba la publicación de una pieza que
acompañaba al testamento. Era el mapa del juego de los Estados
Unidos, formado por el propio William J. Hypperbone, y que presentaba
disposición idéntica a la del juego de la oca.
Merced a la diligencia mancomunada de Georges B.
Higginbotham y del notario Tornbrock, el mapa, fielmente reproducido,
fue dibujado, grabado y tirado en menos de veinticuatro horas, y
lanzado después por millones de ejemplares a través de
todos los estados a dos centavos el ejemplar. De este modo, el
público podía seguir la marcha de aquella memorable
partida y señalar en él cada jugada.
¿Cómo había distribuido el
honorable miembro del Excentric Club los cincuenta estados de la
Unión? ¿Cuáles darían motivo a retrasos, a
paradas momentáneas o prolongadas, a comenzar de nuevo la
partida, a dar vueltas hacia atrás con el pago de primas
sencillas, dobles o triples?
No hay que extrañarse si, más aún
que el público, los Seis y sus amigos personales deseaban saber
a qué atenerse en este asunto.
He aquí en qué orden y por casillas
yuxtapuestas y numeradas, estaban dispuestos los cincuenta estados de
los que en aquella época se componía la República
Americana:
|
Casilla
|
|
Casilla
|
1 |
Rhode Island. |
33 |
Dakota del Norte. |
2 |
Maine. |
34 |
Nueva Jersey. |
3 |
Tennessee. |
35 |
Ohio. |
4 |
Utah. |
36 |
Illinois. |
5 |
Illinois. |
37 |
Viriginia Occidental |
6 |
Nueva York. |
38 |
Kentucky. |
7 |
Massachusetts. |
39 |
Dakota del Sur. |
8 |
Kansas. |
40 |
Maryland. |
9 |
Illinois. |
41 |
Illinois. |
10 |
Colorado. |
42 |
Nebraska. |
11 |
Texas. |
43 |
Idaho. |
12 |
Nuevo México. |
44 |
Virginia. |
13 |
Montana. |
45 |
Illinois. |
14 |
Illinois. |
46 |
Columbia. |
15 |
Mississippi. |
47 |
Pensilvania. |
16 |
Connecticut. |
48 |
Vermont. |
17 |
Iowa. |
49 |
Alabama. |
18 |
Illinois. |
50 |
Illinois. |
19 |
Luisiana. |
51 |
Minnesota. |
20 |
Delaware. |
52 |
Missuri. |
21 |
Nueva Hampshire. |
53 |
Florida. |
22 |
Carolina del Sur. |
54 |
Illinois. |
23 |
Illinois. |
55 |
Carolina del Norte. |
24 |
Michigan. |
56 |
Indiana. |
25 |
Georgia. |
57 |
Arkansas. |
26 |
Wisconsin. |
58 |
California. |
27 |
Illinois. |
59 |
Illinois. |
28 |
Wyoming. |
60 |
Arizona. |
29 |
Oklahoma. |
61 |
Oregón. |
30 |
Washington. |
62 |
Indiana. |
31 |
Nevada. |
63 |
Illinois. |
32 |
Illinois. |
|
|
Tal era el sitio asignado a cada estado en las sesenta
y tres casillas. El de Illinois se encontraba repetido catorce veces.
En primer lugar, conviene advertir cuáles eran los estados
elegidos por William. J. Hypperbone, que exigían de una parte,
el pago de primas, y de otro, obligaban a los jugadores de mala suerte
a paradas o regresos.
Eran en número de seis.
1ro. La casilla seis, estado de Nueva York,
correspondía a la del puente en el juego de la oca, en la que el
jugador, después de llegar a ella, debe inmediatamente dirigirse
a la doce, estado de Nuevo México, contra el pago de una prima
sencilla.
2do. La casilla diecinueve, Luisiana,
correspondía a la de la hostería, en la que el jugador
debe permanecer dos golpes sin jugar, después de pagar una prima
doble.
3ro. La casilla treinta y uno, estado de Nevada,
correspondía a la del pozo, en el fondo del cual el jugador
permanece hasta el momento en que otro lo reemplaza, después de
pagar una prima triple.
4to. La casilla cuarenta y dos, estado de Nebraska,
correspondía a aquella en que se dibujan las múltiples
sinuosidades de un laberinto, de donde el jugador, después del
pago de una prima doble debe ir atrás, a la casilla treinta,
reservada al estado de Washington.
5to. La casilla cincuenta y dos, estado de Missuri,
correspondía a la prisión, que se cierra sobre el
jugador, que paga una prima triple y de la que no puede salir
más que en el momento en que otro viene a. ocupar su sitio,
pagando una prima de igual valor.
6to. La casilla cincuenta y ocho, estado de
California, correspondía a la que reproduce la imagen de una
cabeza de muerto, y que la cruel regla del juego obliga al jugador a
abandonar después de pagar una prima triple, a fin comenzar de
nuevo la partida por la primera casilla, estado de Rhode Island.
En lo que se refiere al estado de Illinois, indicado
catorce veces en el mapa, las casililas ocupadas por el cinco, nueve,
catorce, dieciocho, veintitrés, veintisiete, treinta y dos,
treinta y seis, cuarenta y uno, cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta
y cuatro, cincuenta y nueve y sesenta y tres, correspondían a
las de los gansos. Pero los jugadores no debían detenerse en
ellas y, según la regla doblarían los puntos obtenidos
hasta encontrar otra casilla distinta a aquellas, reservadas al
simpático animal, cuya rehabilitación reclamaba William
J. Hypperbone.
Verdad que si del primer golpe de dados el jugador
obtenía la cifra nueve llegaría de ganso en ganso
directamente a la sesenta y tres, es decir, al final. Como la cifra
nueve no puede obtenerse más que de dos maneras con los dados,
por tres y seis o por cinco y cúatro, en el primer caso el
jugador iría a colocarse en la casilla veintiséis, estado
de Wisconsin, y en el segundo en la casilla cincuenta y tres, estado de
la Florida.
Esto era un avance considerable sobre los
demás. Pero la ventaja es más aparente que real, puesto
que es preciso llegar a la última casilla por un número
justo de puntos, y el jugador está condenado a volver
atrás si pasa de él.
En fin, y como última observación,
cuando uno de los jugadores es encontrado por otro, debe cederle su
casilla y volver a la que el segundo ocupaba, después de pagar
una prima sencilla, salvo el caso en que él hubiera abandonado
ya dicha casilla el día que el otro llegara a ella. Esta
derogación de la regla había sido admitida por el
testador, teniendo en cuenta el tiempo necesario para estos cambios
sucesivos.
Restaba una cuestión secundaria -y de las
más interesantes seguramente- que el estudio del mapa no
permitía resolver.
¿Cuál era, en cada estado, el sitio a
que tenían que ir los jugadores? ¿Se trataba de la
capital oficial o de la metrópoli, de ordinario más
importante, o de otra localidad notable desde el punto de vista
histórico o geográfico? ¿No era verosímil
que el difunto, aprovechándose de lo que él viera en sus
viajes, hubiese elegido los lugares más célebres? Una
nota unida al testamento lo indicaba; pero esta indicación no
debía hacerse al interesado más que en el despacho que le
comunicaría el resultado de su correspondiente golpe de dados.
El notario Tornbrock expediría este telegrama al lugar donde el
jugador debiera encontrarse en aquel momento.
No hay que decir que los periódicos americanos
publicaron estas observaciones, recordando que, a tenor de la voluntad
formal del testador, las reglas del juego de los Estados Unidos
debían ser seguidas en todo su rigor.
Tales eran las reglas que no admitían
discusión. Como vulgarmente se dice, era cosa para tomarla o
dejarla.
Y se tomó.
No todos los Seis demostraron el mismo interés.
El comodoro Urrican fue en esto igualado por Tom Crabbe, o más
bien por John Milner y por Hermann Titbury. Respecto a Max Real y a
Harrís T. Kymbale, miraron más bien el caso desde el
punto de vista de turistas, uno en proveecho de su arte, de sus
artículos el otro. En lo que concierne a Lissy Wag, he
aquí lo que le declaró Jovita Foley:
-Querida, voy a solicitar del señor Marshall
que te conceda una licencia, y a mí también, pues pienso
acompañarte hasta la casilla sesenta y tres.
-¡Pero esto es una locura! -exclamó la
joven.
-Es muy juicioso, al contrario -respondió
Jovita-; y como tú has de ser quien gane los sesenta millones de
dólares del señor Hypperbone...
-¿Yo?
-Tú, Lissy, me darás la mitad por mi
trabajo.
-Todo, si lo deseas.
-¡Acepto! -respondió Jovita Feley con la
mayor seriedad del mundo.
Claro está que la señora Titbury
seguiría a Hermann Titbury en sus peregrinaciones, aunque fuera
nececsario doblar los gastos. Desde el momento en que no estaba
prohibido partir juntos, juntos partirían.
El señor Titbury lo exigió, como fue
ella también quien exigió que Titbury tomara parte en el
juego, pues las mudanzas y los gastos que ocasionaría espantaban
a aquel infeliz, tan medroso como avaro.
John Milner acompañaría tarribién
a Tom Crabbe, como era natural.
¿Y el comodoro Urrican, Max Real y Harris T.
Kymbale viajarían solos o se harían acompañar de
un doméstico? No estaba decidido aún. Ninguna
cláusula del testamento se lo prohibía. Además, el
que quisiera, era libre de acompañar a cualquiera de los Seis y
apostar por él como si fuera un caballo de carreras.
Solamente con sus personales recursos, H. Titbury y H.
Urrican, muy ricos, y también John Milner, que ganaba mucho
dinero con la exhibición de Tom Crabbe, no corrían el
riesgo de tener que detenerse en el camino por falta del pago de las
primas. En lo que se refería a H. T. Kymbale, el Tribune
-¡y qué publicidad para este periódico!- estaba
dispuesto a abrirle el crédito que fuera necesario.
Max Real no se preocupaba de estas obligaciones, que
aparecerían o no. Ya vería lo que hacía llegado el
caso; y en lo que tocaba a Lissy Wag, Jovita Foley se había
contentado con decirle:
-Nada temas; consagraremos todas nuestras
economías a los gastos de viaje.
-No iremos muy lejos entonces, Jovita.
-Muy lejos, Lissy.
-Calcula... Si la suerte nos obliga a pagar
primas...
-¡La suerte no nos obligará más
que a ganar! -declaró Jovita Foley, con tan resuelto tono, que
Lissy Wag se guardó muy bien de discutir con ella.
Era evidente que el público, muy interesado
desde el principio, no veía ni las dificultades ni las fatigas
de aquel viaje.
No era imposible que la partida se decidiera en
algunas semanas, pero tampoco que durara meses y aun años. Ya lo
sabían los miembros del Excentric Club que habían sido
testigos de las interminables partidas jugadas diariamente por William
J. Hypperbone en las salas del Círculo. Esta eventualidad no
preocupaba a nadie. Todos tenían prisa por hallarse en
campaña.
Pero si el público rehusaba pensar en los
impedimentos de toda clase que podían surgir, una
reflexión bien natural vino al espíritu de algunos
jugadores. ¿Por qué no podían llegar a un acuerdo
entre ellos, por el cual el que ganara se comprometiera a partir su
fortuna con los menos favorecidos por la suerte, o por lo menos la
mitad de ella, reservándose la otra mitad? Treinta millones de
dólares y el resto para los demás, era tentador. Tener en
todo caso la seguridad de embolsarse cinco millones de dólares,
era cosa que debía tomarse en consideración.
En ello nada había que se opusiera a la
voluntad del testador, puesto que la partida se efectuaría en
las condiciones prescritas, y el que ganara podría siempre
disponer de su ganancia como le placiera.
Así es que los interesados, por iniciativa de
uno de los Seis, fueron convocados a una reunión oficial para
tratar esta proposición. H. Titbury era de opinión de que
aceptara. La señora Titbury vacilaba; pero tras madura
reflexión, acabó por aceptar. Harris T. Kymbale se
unió a esta opinión, de igual modo que Lissy Wag,
aconsejada por su jefe el señor Marshall, no obstante la
oposición de Jovita Foley, que lo quería todo o nada.
John Milner se adhirió, en nombre de Tom Crabbe; y si Max Real
se hizo rogar un poco, es porque estos artistas llevaban generalmente
un punto de locura en el cerebro. Pero al fin, aunque sólo fuera
por no contrariar a Lissy Wag, cuya situación le interesaba
vivamente, se declaró dispuesto a suscribir el acuerdo.
Sin embargo, fue preciso romper las negociaciones pues
el comodoro Urrican se negó en redondo a cualquier componenda, a
pesar de la amenaza de un formidable puñetazo que Tom Crabbe se
disponía a propinarle, obedeciendo al mandato de John Milner, y
que le hubiera hundido algunas costillas. Además, tampoco se
podía llegar a un acuerdo al que faltaba el jugador
número siete, aquel desconocido X. K. Z., elegido por William J.
Hypperbone.
Así, pues, no quedaba más que esperar el
primer golpe de dados cuyo resultado debía ser proclamado el 30
de abril en el salón del teatro Auditorium.
Los seis días que faltaban hasta esta fecha
fueron dedicados a febriles preparativos por parte de todos los
participantes, a excepción de Max Real, que era el menos
preocupado de todos. Cuando la señora Real, que había
abandonado Quebec y vivía ahora en la casa de South Halstedt
Street, le hablaba de ello, él respondía:
-Tengo tiempo de sobra.
-No mucho, hijo mío.
-Y además, madre, ¿a qué lanzarme
a tan absurda aventura?
-¡Cómo! ¿No querrías probar
fortuna?
-¿De volver millonario?
-Sin duda -replicaba la excelente señora-. Es
preciso hacer tus preparativos para el viaje.
-Mañana, madre mía... pasado... la
víspera de la partida.
-Pero, hijo, di al menos lo que quieres llevar...
-Mis pinceles, mi caja de colores, mis lienzos... al
hombro, en un saco corno los soldados...
-Piensa que puedes ser enviado al extremo de
América.
-De los Estados Unidos todo lo más -replicaba
el joven-, y con sólo una maleta yo daría la vuelta al
mundo.
Imposible obtener otra respuesta de él, que
volvía a sus estudios. Pero la señora Real no lo
dejaría que perdiera tan buena ocasión de hacer
fortuna.
En cuanto a Lissy Wag, tenía mucho tiempo,
puesto que no debía partir sino diez días después
que Max Real. De esto se lamentaba la impaciente Jovita Foley.
-¡Qué desgracia, mi pobre Lissy!
-repetía-. ¡Qué desgracia que tengas el numero
cinco!
-¡Cálmate, amiga mía!
-respondía la joven-. Es tan bueno como los otros; o
quizá tan malo.
-No digas eso, Lissy. No tengas tales ideas, que nos
traerán desgracia.
-Vamos, Jovita, mírame bien. ¿Es que
puedes creer en serio...?
-¿Que tú ganarás?
-Sí.
-Estoy segura de ello. Tan segura corno de tener
aún mis treinta y dos dientes.
Y al oír esto, lanzaba Lissy Wag tan
estrepitosa carcajada que Jovita sentía deseos de pegarle.
Inútil insistir sobre el estado de ánimo
del comodoro Urrican. No vivía. Hallábase decidido a
abandonar Chicago diez minutos después que los dados le hubieran
indicado el número. No se detendría ni un día, ni
una nora, aunque fuera enviado al fondo de los Everglades de la
península de la Florida.
La pareja Titbury pensaba en las primas que
tendría que pagar si la suerte le era adversa, más
aún que en su estancia en la prisión del Missuri o en los
pozos de Nevada.
Y por último, el boxeador Tom Crabbe continuaba
haciendo sus seis comidas diarias, sin pensar en el porvenir, y
esperando no cambiar tan buenas costumbres durante el viaje. John
Milner cuidaría de que nada faltara al coloso. ¿Acaso no
habría durante el viaje ocasión de organizar alguna
función de boxeo, de la que el célebre machacador de
mandíbulas sacaría honra y provecho?
En fin, preciso es indicar que en Chicago y en otras
muchas ciudades de la Unión se habían establecido
agencias para apuestas. Pero, ¿qué base había para
la cotización de las apuestas? Esta base no podía ser
como para los caballos de carreras, por una serie de premios ganados
antes, ni por lo ilustre de su origen hípico, ni por las
garantías de los jockeys. No había más recurso que
aquilatar las cualidades morales de los jugadores.
Y es preciso confesar que la conducta de Max Real no
era la más a propósito para que el joven se captara las
simpatías de los que apostaran en su favor. ¿Se
creerá que el 29 de abril, la víspera del día en
que los dados iban a fijar su itinerario, él había salido
de Chicago? Hodge Urrican se exaltaba ya, pensando ganar un puesto si
por cualquier circunstancia imprevista el joven no regresaba a tiempo a
Chicago.
Nadie pudo decir si Max Real había vuelto de su
excursión el 30 de abril, ni aun si se encontraba en la sala del
Auditorium.
Al dar las doce, ante la agitada multitud de
espectadores, el notario Tornbrock, acompañado por Georges B.
Higginbotham y los socios del Excentric Club, agitó el cubilete
con mano firme e hizo rodar los dados sobre el mapa.
-¡Cuatro y cuatro! -gritó.
-¡Ocho! -respondieron los concurrentes a una
sola voz.
Esta cifra era la de la casilla asignada por el
testador al estado de Kansas.

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