El testamento de un excéntrico
Capítulo VIII
Once por cinco y seis no es golpe que merezca
desdén desde el momento que un ugador no obtiene nueve por seis
y tres, o por cinco y cuatro, para ir a la casilla veintiséis o
la cincuenta y dos.
Lo que podía tal vez causar disgusto, era que
el estado indicado por el número once estuviera muy lejos de
Illinois y así sucedió a Tom Crabbe, o por lo menos a
John Milner.
La suerte los enviaba a Texas, el más vasto de
los territorios de los Estados Unidos; tiene una superficie superior a
la de Francia.
Dos itinerarios principales permitían a Tom
Crabbe llegar a Texas. Podía, abandonando Chicago, ir a San Luis
y tomar los vapores del Mississippi hastaNueva Orleans o seguir la
vía férrea que conduce a la metrópoli de Luisiana,
atravesando los estados de Illinois, Tennessee y Mississippi. Desde
aquí se estudiaría el camino más corto para llegar
a Austin -capital de Texas, lugar indicado en la nota de William J.
Hypperbone-, fuera por los ferrocarriles, o a bordo de uno de los
steamers que hacen el servicio entre Nueva Orleans y
Galveston.
John Milner creyó que debía ir por tren
para transportar a Tom Crabbe. De todos modos, no tenía tiempo
que perder, como Max Real, puesto que era preciso que el día 16
estuviera al término del viaje.
-Y bien -le preguntó el periodista del Free
Presse, después de haberse proclamado el resultado de la
jugada el 3 de mayo en la sala del Auditorium-, ¿cuándo
parte usted?
-Esta tarde.
-¿El equipaje está dispuesto?
-Mi maleta es Crabbe -respondió John Milner-.
Está lleno, cerrado, atado, y no tengo más que conducirlo
a la estación.
-¿Y él qué dice?
-Nada. Cuando termine su sexta comida iremos juntos a
tomar el tren, y le pondría con los equipajes si no temiera el
exceso de peso.
-Tengo el presentimiento -dijo el periodista- de que
Tom Crabbe será favorecido por la suerte.
-También yo -declaró John Milner.
-Buen viaje.
-Gracias.
John Milner no tenía por qué imponer el
incógnito al campeón del Nuevo Mundo. Además, un
personaje tan considerable -desde el punto de vista material- como Tom
Crabbe, no hubiera podido pasar inadvertido. Su partida no se
efectuó, pues, en secreto. En el andén de la
estación hubo aquella tarde mucha gente para verlo subir al
vagón entre aclamaciones de despedida. John Milner montó
tras él. Después arrancó el tren, y tal vez la
locomotora experimentó un aumento de peso, debido al transporte
del pesado boxeador.
Durante la noche el tren recorrió trescientos
cincuenta millas, y al siguiente día llegó a Fulton, en
el límite de Illinois, en la frontera de Kentucky.
No se preocupaba Tom Crabbe de observar el país
que atravesaba. Sin duda, Max Real y Harris T. Kymbale no hubieran, en
su caso, dejado de visitar Nashville, la capital actual, y el campo de
batalla de Chattanooga, sobre el que Sherman abrió los caininos
del Sur a las armas federales. John Milner no creyó deber
apartarse de su itinerario para permitir a los dos enormes pies de Tom
Crabbe pisar aquel suelo.
El tren siguió, pues, arrastrando al segundo
jugador y a su indiferente compañero a través de las
llanuras del estado de Mississippi. Pasó por Holly Springs, por
Granada y por Jackson. Allí, y durante una hora, tiempo que se
detuvo el tren en la estación, Tom Crabbe produjo gran efecto.
Gran número de curiosos habían querido contemplar al
célebre boxeador. No poseía éste la talla de Adam,
al que se atribuía, antes de las rectificaciones del ilustre
Cuvier, ochenta pies, ni la de Abraham, dieciocho pies, ni aún
la de Moisés, doce; pero siempre era un gigantesco tipo de la
especie humana.
Tom Crabbe fue saludado con las aclamaciones del
público, cuando John Milner desafió, en su nombre, a los
aficionados al boxeo.
El desafío no se llevó a efecto, y el
campeón del Nuevo Mundo volvió a su departamento entre
las manifestaciones de simpatía de la multitud.
Después de atravesar de norte a sur el estado
de Mississippi, la vía férrea llega a la frontera de
Luisiana, en la dirección de Rocky Comfort.
En Nueva Orleans, Tom Crabbe y John Milner abandonaron
definitivamente el tren, después de un recorrido de cerca de
novecientas millas desde Chicago. Allí llegaron en la tarde del
5 de mayo. Les quedaban, pues, trece días para llegar a Austin,
la capital de Texas, tiempo suficiente, por más que había
que contar con los retrasos posibles, ya por la vía terrestre
utilizando el Southern Pacific, ya por la vía
marítima.
John Milner no pensó en pasear a su Crabbe por
la ciudad para hacerle admirar las curiosidades de ésta. Si el
azar enviaba a algunos de los otros Siete, éste sabría
dedicarse a tal tarea. Austin distaba aún más de
cuatrocientas millas, y John Milner no se preocupaba más que de
trasladarse allí por el medio más breve y seguro.
Lo más breve hubiera sido por el ferrocarrIl,
pues pone a las dos ciudades en comunicación directa, a
condición de encontrar enlace entre los trenes. En efecto,
después de avanzar en dirección oeste a través de
Luisiana por Laffayette, Rarelant, Terrebonne, Tigerville, Ramos,
Brashear, a la punta del Lake Grand, llega, a ciento ochenta millas de
allí, a la frontera de Texas. A partir de este punto, la
línea va de la estación de Orange hasta Austin,
recorriendo veinte millas. Sin embargo -y tal vez hizo mal-, John
Milner dio la preferencia a otro itinerario, pensando que era
preferible embarcarse en Nueva Orleans para el puerto de Galveston, que
un ferrocarril une con Texas.
Precisamente al siguiente día, por la
mañana, el steamer “Sherrnan” debía
abandonar Nueva Orleans con destino a Galveston. Era una circunstancia
que debía ser aprovechada. Trescientas millas por mar, en un
barco que andaba diez por hora, podrían recorrerse en un
día, y en dos, si no era el viento favorable. John Milner no
creyó necesario consultar a Tom Crabbe sobre este punto, como no
se consulta a la maleta preparada para el viaje. En un hotel del puerto
hizo el eminente boxeador su sexta comida y después
durmió hasta la mañana del día siguiente.
A las siete el capitán Curtis dio la orden de
quitar las amarras del “Sherman”, después de acoger
al iilustre campeón del Nuevo Mundo en la forma debida al
segundo jugador de la partida Hypperbone.
-Honorable Tom Crabbe -le dijo-, para mí es un
gran honor su presencia a bordo del barco.
El boxeador no pareció comprender lo que
decía el capitán Curtis, y sus ojos se fijaron
instintivamente en la puerta del comedor.
-Crea usted -añadió el capitán
del “Sherman”- que haré lo imposible para que
llegué usted a buen puerto en el más breve plazo. No
economizaré combustible ni vapor. Seré el alma de mis
cilindros, el alma de mi volante el alma de mis ruedas, que
girarán a toda velocidad.
Abrió Tom Crabbe la boca como si fuera a
responder, y la cerró enseguida para abrirla de nuevo. Esto
indicaba que la hora del primer almuerzo había sonado en el
reloj estomacal de Tom Crabbe.
-Toda la despensa está a su disposición
-declaró el capitán Curtis-, y esté seguro de que
llegaremos a tiempo a Texas, aunque sea preciso hacer cargar las
válvulas y aunque el navío tenga que estallar.
-No estallemos -respondió John Milner, con el
buen sentido que lo caracterizaba-. Esto estaría mal... la
víspera de ganar sesenta millones de dólares.
El tiempo era bueno, y aparte de esto, nada hay que
temer en los pasos de Nueva Orleans, por más que estén
sujetos a caprichosos cambios que vigila el servicio
marítimo.
El “Sherman” pasó ante varias
fábricas y almacenes, agrupados en las dos orillas, ante el
pueblo de Algiers, la Punta de Hacha y Jump. En abril, mayo y junio el
Mississippi tiene crecidas regulares, y sus aguas no descienden al
mínimum más que en noviembre. El “Sherman” no
tuvo que disminuir su velocidad, y llegó sin obstáculos a
Port Eads.
¿Cómo Tom Crabbe soportó aquella
parte de la travesía? Muy bien. Después de comer a sus
horas de costumbre, se acostó. Al día siguiente
apareció fresco y dispuesto, y ocupó su sitio en la parte
de popa.
Era la primera vez que Tom Crabbe se arriesgaba a una
navegación por mar. Así, al principio, el cabeceo del
barco pareció asombrarlo. Este asombro puso sobre su ancha cara,
tan rubicunda de ordinario, palidez creciente, que Milner no
tardó en advertir.
-¿Se pondrá malo? -se preguntó,
aproximándose al banco sobre el que su compañero acababa
de sentarse.
Y dándole un golpe en el hombro, le dijo:
-¿Qué tal?
Tom Crabbe abrió la boca, y esta vez no fue el
hambre la que puso en juego sus maseteros, por más que hubiera
sonado la hora de su primera comida. Y como no pudo cerrar a tiempo la
boca, un chorro de agua salada se le introdujo hasta la garganta en el
momento en que el “Sherman” se inclinaba bajo un fuerte
golpe de ola.
Tom Crabbe, arrojado del banco, cayó sobre el
puente.
-Vamos, Tom -dijo John Milner.
Tom Crabbe intentó levantarse, pero sus
esfuerzos fueron inútiles, y cayó de nuevo.
El capitán Curtis, advertido por la sacudida,
se dirigió a proa.
-Ya veo lo que es -afirmó-. Nada, en suma; el
señor Tom Crabbe se repondrá. No es posible que tal
hombre esté sujeto al mareo... Esto es bueno para mujercitas...
Y esto sería terrible en un individuo tan fuertemente
constituido.
Terrible en efecto, y nunca los pasajeros asistieron a
espectáculo más lamentable. ¡Marearse un tipo de
aquella corpulencia y de aquel vigor!
John Milner, muy disgustado, intervino:
-Es preciso quitarlo de aquí -dijo
El capitán Curtis llamó al contramaestre
y a doce marineros para aquella adición en el trabajo. Estos,
combinando sus esfuerzos, intentaron vanamente levantar al
campeón del Nuevo Mundo. Fue preciso hacerlo rodar a lo largo de
la cubierta como un barril, depositarlo sobre el puente por medio de
una palanca y arrastrarlo luego sobre las escotillas, donde
quedó en completa postración.
-Todo por efecto de esa abominable agua salada que Tom
recibió en pleno rostro -dijo John Milner al capitán
Curtis-. Si hubiera sido siquiera aguardiente...
-Si hubiera sido aguardiente -respondió
sabiamente el capitán Curtis-, hace mucho tiempo que la mar
hubiera sido bebida hasta la última gota y no habría
navegación posible.
El viento que venía del oeste cambió,
soplando recio. De modo que el balanceo aumentó más y,
además, por marchar contra la corriente, disminuyó
considerablemente la velocidad del barco. La travesía
duraría el doble de lo previsto. John Milner pasó por
todas las fases de la inquietud, mientras su compañero
atravesaba todas las fases del mareo, movimiento de los intestinos,
perturbaciones en el aparato circulatorio, vértigos como los que
nos produce la más completa borrachera.
En fin, el 9 de mayo, después de un furioso
golpe de viento, por fortuna de poca duración, las costas de
Texas aparecieron hacia las tres de la tarde. Tom Crabbe -gran
economía para el servicio de a bordo-, aunque había
abierto la boca con frecuencia, no había comido nada desde su
cena de Port Eads.
John Milner tenía la esperanza de que su
compañero se repondría, que dominaria el abominable mal,
que sería en fin, presentable, cuando el “Sherman”,
al abrigo de la alta mar, en la bahía de Galveston, no sufriera
las oscilaciones del oleaje. ¡No! Ni aun en las aguas tranquilas
logró mejorarse el desventurado.
John Milner no pudo contener un juramento de furor. En
el muelle había algunos centenares de curiosos. Prevenidos por
telégrafo que Tom Crabbe se había embarcado en Nueva
Orleans para Galveston, esperaban allí su llegada.
¿Y qué iba a presentarles John Milner,
en vez del campeón del Nuevo Mundo, segundo jugador de la
partida Hypperbone? Una masa informe, más parecida a un saco
vacío que a humana criatura.
John Milner intentó reanimar a Tom Crabbe.
-¿No va eso mejor? -le dijo.
El saco permaneció igual y hubo que
transportarlo en unas angarillas al hotel más
próximo.
Algunas burlas estallaron a su paso, en vez de las
aclamaciones a que estaba acostumbrado y que saludaron su partida de
Chicago.
Pero, en fin, no era para desesperarse. Al siguiente
día, tras una noche de reposo y una serie de comidas
hábilmente combinadas, Tom Crabbe recobraría, sin duda,
su energía vital y su vigor normal. Pues bien: John Milner se
engañó. La noche no trajo modificación alguna en
el estado de su compañero. El aniquilamiento de todas sus
facultades al siguiente día fue tan profundo como el anterior.
Y, sin embargo, no se exigía de él ningún esfuerzo
intelectual, del que no hubiera sido capaz, sino un simple esfuerzo
animal. Fue inútil. Su boca permanecía
herméticamente cerrada desde que desembarcaron. No pedía
alimento, y el estómago no dejaba oír sus gritos
acostumbrados en las horas habituales.
Así pasaron los días 10 y 11, y el 16
era preciso estar en Austin.
John Milner tomó entonces el único
partido que quedaba. Valía más llegar demasiado pronto
que demasiado tarde. Si Tom Crabbe tenía que salir de aquella
postración, lo mismo saldría en Austin que en Galveston,
y por lo menos estaría en su puesto.
Lo condujeron, pues, a la estación sobre un
camión y lo introdujeron en un vagón en estado de maleta.
A las ocho y media, el tren se puso en marcha, mientras que un grupo de
los que iban a apostar rehusaba arriesgar la más insignificante
cantidad (ni veinticinco centavos) a favor de un jugador en tan mal
estado.
Buena suerte era que el campeón del Nuevo Mundo
y John Miiner no tuvieran que recorrer los setenta y cinco millones de
hectáreas que comprende la superficie de Texas.
Seguramente hubiera sido agradable visitar las
regiones regadas por el magnífico Río Grande y tantos
otros ríos.
Pero, ¿qué podía interesar esto a
Tom Crabbe, que no miraba a nada, ni a John Milner?
Al siguiente día, 13 de mayo, muy de
mañana, Tom Crabbe bajó en la estación de Austin,
término de su viaje.
En Austin había aficionados americanos que
fueron por curiosidad, tal vez con el propósito de hacer
apuestas y contemplar al segundo jugador, que un golpe de dados les
enviaba desde las lejanas regiones de Illinois.
Éstos fueron más favorecidos que los de
Galveston y Houston. Al poner el pie en el suelo de la capital de
Texas, Tom Crabbe estaba libre al fin de la inquietante torpeza contra
la que nada habían podido los cuidados, las súplicas y
hasta las reprensiones de John Milner. Tal vez a la primera mirada el
campeón del Nuevo Mundo pareció algo ajado y
caído; pero, ¿cómo asombrarse de esto, si nada
había entrado en su cuerpo durante días?
Pero también ¡qué almuerzo se
propinó aquella mañana, almuerzo que duró hasta la
tarde...! Pedazos de venado, carne de carnero y vaca, salchichas,
legumbres, frutas, quesos, ginebra y whisky, té, café,
etc. John Milner sintió algún espanto al pensar en la
cuenta del hotel que le presentarían al finalizar la estancia en
él.
Tom Crabbe había vuelto a ser la prodigiosa
máquina humana, ante la que Corbett, Fitzsimmons y otros
boxeadores no menos célebres habían mordido el polvo
tantas veces.

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