El testamento de un excéntrico
Capítulo XV
No se habrá olvidado que en principio,
según el testamento, el número de los jugadores era el de
seis, elegidos por la suerte. Estos Seis, siguiendo instrucciones del
notario Tornbrock, habían figurado en el cortejo fúnebre,
junto al carruaje mortuorio del excéntrico personaje.
También se recordará que cuando en la
sesión del 15 de abril el notario dio lectura a dicho testamento
en la sala del Auditorium un inesperado codicilo hizo intervenir a un
séptimo jugador, únicamente designado por las iniciales
X. K. Z. Este nuevo personaje, ¿había salido de la urna
como los otros concurrentes, o había sido impuesto por la
voluntad del difunto? No se sabía. Fuera lo que fuera, nadie
podía pensar en eludir cláusula tan formal. El
señor X. K. Z., el hombre enmascarado, gozaba de los mismos
derechos que los otros Seis, y si ganaba la enorme herencia, nadie le
disputaría la posesión de ella.
Cumpliendo con lo dispuesto en la mencionada
cláusula el día 13, a las ocho de la mañana, el
notario Tornbrock había procedido a una nueva jugada de dados, y
el número de puntos obtenido, nueve por seis y tres, obligaba al
señor X. K. Z. a ir a Wisconsin. Si el desconocido jugador no
estaba poseído por ese afán inmoderado de los viajes, por
ese amor a cambiar de lugares que devoraba al redactor del
Tribune; si era refractario a toda pasión locomotriz,
debía declararse satisfecho. En algunas horas, y por
ferrocarril, llegaría a Milwaukee, y por poco que allí
permaneciera cuando él llegara, Lissy Wag debería cederle
el puesto y recomenzar la partida.
Se ignoraba si el hombre enmascarado se había
apresurado a dirigirse a Wisconsin así que conoció el
resultado de la séptima jugada, aunque tuviera quince
días por delante.
El público había estado muy intrigado
por la introducción del nuevo personaje en el match.
¿Quién era? De Chicago sin duda, puesto que el testador
no había admitido más que naturales de Chicago. Pero nada
más se sabía, y la curiosidad era muy viva.
Así es que el día 13 del referido mes,
gran multitud había acudido a la estación de los trenes
de Chicago a Milwaukee.
Se esperaba conocer a aquel X. K. Z. en su paso, en su
actitud, en algo original. Completa decepción. No se vieron
más que las caras de costumbre, de viajeros de todas, las clases
sociales, que en nada se distinguían del resto de los mortales.
Sin embargo, en el momento de partir el tren, se tomó a un
hombre por el enmascarado, y, muy aturdido, viose objeto de una
ovación que no merecía.
Al día siguiente también fueron muchos
curiosos a a estación; menos al otro; y muy pocos los
días siguientes, y no se advirtió en ningún
viajero nada extraño que hiciese sospechar que se tratara del
séptimo jugador del match Hypperbone.
Algunas personas, deseosas de apostar grandes sumas, a
favor del misterioso personaje, interrogaron al notario Tombrock. Este
se vio asediado a preguntas.
-Usted debe saber a qué atenerse sobre este X.
K. Z. -le decían.
-Nada sé...
-¿Lo conoce usted?
-No lo conozco; y aunque lo conociera, no
tendría el derecho de descubrir su incógnito.
-Pero usted debe saber dónde reside. Si tiene
su domicilio en Chicago o en otra parte, puesto que usted le
anunció el resultado de la jugada.
-Yo no le anuncié nada. Él lo
habrá sabido por los periódicos y anuncios, o lo
habrá oído proclamar en el salón del
Auditorium.
-Pero tendrá usted que expedirle un telegrama
para informarle el resultado de la nueva jugada del día 27 de
este mes, que le interesa.
-Se lo expediré, sin duda.
-Dónde?
-Donde él estará; mejor dicho, donde
debe estar. A Milwaukee, Wisconsin.
-¿Pero con qué señas?
-Al Telégrafo, con las iniciales X. K. Z.
-Pero, ¿y si él no está
allí?
-Si él no está allí, peor para
él: perderá todo derecho.
Como se ve, a los peros de los que le preguntaban, el
daba siempre la misma respuesta: él no sabía nada y nada
podía decir.
Al fin, el interés por el hombre del codicilo,
tan vivamente excitado al principio, acabó por atenuarse,
dejando al porvenir el cuidado de descifrar el incógnito de X.
K. Z. Si él ganaba, si llegaba a ser el único heredero
los millones de William J. Hypperbone, esto no sucedería sin que
su nombre se extendiera por el mundo entero. Por el contrario, si no
ganaba, ¿qué importaba si era joven o viejo, alto o bajo,
delgado o gordo, rubio o moreno, rico o pobre, ni con qué nombre
había sido inscrito en los registros de su parroquia?
Entretanto, las peripecias del juego eran seguidas con
atenuación extrema en el mundo donde se especula, por los
cazadores de fortuna y los adoradores de la casualidad. Los boletines
financieros daban diariamente noticias de la situación como
publicaban las cotizaciones de Bolsa. No solamente en Chicago y en las
demás capitales, sino en pueblos y aldeas, los jugadores
apostaban con gran pasión.
Las principales ciudades poseían agentes
especiales cuyos negocios marchaban a maravilla. Su número
aumentaría al mismo tiempo que los incidentes provocados por el
capricho de los dados, de los que los Seis serían los
beneficiados o las víctimas. Se habían establecido
verdaderos mercados, con corredores y registros, donde se hacían
demandas y ofertas, donde se compraba y vendía a precios
distintos la probabilidad de triunfo de tal o cual jugador.
Esta corriente no estaba canalizada únicamente
en los Estados Unidos. Había pasado sus fronteras y se
había extendido por Canadá, México, y
después por toda la América del Sur. ¡Incluso en
Europa se estaba ya participando en la fiebre de aquella partida!
Decididamente, si el difunto socio del Excentric Club
de Chicago no había hecho gran ruido durante su vida,
¡qué alboroto armaba después de su muerte!
En la hora actual, ¿quién era el
favorito de aquel turf de nuevo género?
Hubiera sido difícil pronunciarse a favor de
ninguno de los jugadores al comienzo de una partida de la que
sólo se conocían algunas jugadas, y no obstante,
parecía que el jugador número cuatro, Harris T. Kymbale,
era el que contaba con más partidarios.
La atención pública estaba fija
más particularmente en su persona. Los periódicos
háblaban de él más que de los demás
jugadores, siguiéndolo paso a paso y recibiendo diariamente
noticias suyas. Los demás jugadores no podían rivalizar
ante el público con el redactor del Tribune.
Tom Crabbe, sin embargo, contaba con gran
número de partidarios. En cuanto al comodoro Urrican, al
principio se había cotizado con alza en el mercado. La jugada
que con nueve por cinco y cuatro le llevaba a la casilla número
cincuenta y tres era un comienzo magnífico. Pero la segunda
jugada lo obligó a recomenzar y había perdido el favor
del público. Además, se sabía que había
naufragado cerca de Key West y que el 23 por la mañana no
había recobrado aún el conocimiento.
¿Podría llegar a Death Valley? ¿No estaba
dos veces muerto como hombre y como jugador?
Quedaba aquel X. K. Z., y no era difícil
imaginar que el público acabaría por inclinarse hacia
él. Poco importaba que aún no fuera conocido, que se
ignorara si había o no partido para Wisconsin. Esta
cuestión no tardaría en quedar resuelta cuando se
presentara en las oficinas del Telégrafo de Milwaukee para
recibir su telegrama.
No estaba lejos aquel día. Se aproximaba el 27
de mayo, fecha de la jugada catorce, que concernía al hombre
enmascarado. Dicho día, efectuada la jugada, el notario
Tornbrock expediría un telegrama a la estación de
Milwaukee, donde el jugador número siete debía estar en
persona antes del mediodía. Se comprenderá que hubiera
gran multitud de curiosos en dicha oficina, ávida de conocer al
jugador de las iniciales. Si no se llegaba a saber su nombre, al menos
se observaría su persona, y las instantáneas
recogerían su imagen fotográfica que el mismo día
publicarían los periódicos.
Conviene advertir que Hypperbone había
distribuido los diversos estados en su mapa de un modo arbitrario. Esos
estados no estaban distribuidos ni en orden alfabético ni
geográfico. Así, la Florida y Georgia, que son lindantes,
ocupaban, una la casilla veintiocho y la otra la cincuenta y tres.
Texas y Carolina del Sur eran las diez y once, aunque estuvieran
separadas por una distancia de ochocientas a novecientas millas. Lo
mismo sucedía con los demás estados. Tal
distribución no parecía, pues, debida a razonada
elección, y tal vez hasta los lugares habían sido sacados
a la suerte.
Fuera lo que fuera, en Wisconsin debía el
misterioso X. K. Z. esperar el telegrama que le anunciara el resultado
de la segunda jugada que a él se refería. Ahora bien:
como Lissy Wag y Jovita Foley no habían podido ir a Milwaukee
hasta el mismo día 23 por la mañana, ellas se
habían apresurado a partir de allí inmediatamente, a fin
de no encontrarse con el jugador número siete cuando se
presentara en el despacho del Telégrafo de la ciudad.
Llegó, al fin, el día 27 de mayo, y la
atención pública fijóse en el personaje que por
inexplicables motivos se abstenía de revelar su nombre.
Aquel día, la multitud se agolpaba en el
salón del Auditorium, y la afluencia de gente había sido,
sin duda, mayor si gran número de curiosos no hubiera tomado los
trenes de la mañana para dirigirse a Milwaukee a fin de estar
presentes en las oficinas del Telégrafo cuando X. K. Z. fuera a
reclamar su telegrama. Al fin lo verían.
A las ocho, solemne como siempre, y rodeado de los
socios del Excentric Club, el notario Tornbrock agitó el
cubilete, hizo rodar los dados sobre la mesa, y en medio del silencio
general proclamó con voz sonora:
-Jugada catorce, séptimo jugador; diez por
cuatro y seis.
He aquí las consecuencias de esta jugada:
Estando X. K. Z. en la casilla veintiséis,
Wisconsin, los diez puntos lo hubieran enviado a la treinta y seis de
no ser dobles, pues la casilla treinta y seis estaba ocupada por
Illinois. Debía, pues, trasladarse a la casilla, cuarenta y
seis, abandonando Wisconsin. En el mapa de William J. Hypperbone esta
casilla era el distrito de Columbia.
La fortuna favorecía singularmente al
misterioso personaje. Por el primer golpe de dados iba a un estado
lindante con Illinois; por el segundo, no tenía que atravesar
más que tres estados, Indiana, Ohio y Virginia occidental, para
llegar al distrito de Columbia, y a Washington, su capital, que es
también la capital de los Estados Unidos. ¡Qué
diferencia con la mayor parte de los demás jugadores, enviados
hasta la extremidad del territorio federal!
Realmente, lo mejor era apostar a favor de hombre tan
afortunado, suponiendo que existiera.
Pero aquella mañana, en Milwaukee, no pudo
ponerse en duda su existencia.
Un poco antes del mediodía, en los alrededores
y en el interior de las oficinas de Telégrafos, los curiosos
abrieron camino a un hombre de regular estatura, aspecto vigoroso y
barba canosa. Iba en traje de viaje y usaba lentes. Llevaba una
maletica en la mano.
-¿Recibió usted un telegrama con las
iniciales X. K. Z.? -preguntó al empleado.
-Aquí está -le respondieron.
Entonces el jugador número siete -pues era
él- tomó el telegrama, lo abrió, leyó su
contenido, lo volvió a cerrar, lo guardó en su cartera,
sin demostrar satisfacción ni disgusto, y se retiró,
pasando por en medio de la multitud, emocionada y silenciosa.
Al fin apareció el enigmático
señor X. K. Z. ¡Existe! ¡No es un personaje
imaginario! ¡Pertenece a la humanidad! Pero, ¿quién
es? ¿Cómo se llama? Se ignora. Llegó sin ruido;
partió sin ruido. No importa. Puesto que el día fijado se
encontró en Milwaukee, se encontrará en Washington cuando
deba estar. ¿Es preciso conocer su estado civil? No. Lo que no
es dudoso es que cumple de modo perfecto con las condiciones impuestas
por el testador.
¿Para qué intentar saber más?
Hagánse sin dudar apuestas a su favor. Puede llegar a ser
favorito pues, a juzgar por sus primeras jugadas, parece que el
éxito lo acompañará en el curso de sus viajes.
En resumen, he aquí, en la fecha del 27 de
mayo, el estado de la partida:
Max Real, el 15 de mayo abandonó Fort Riley de
Kansas para dirigirse a la casilla veintiocho, estado de Wyoming.
Tom Crabbe, el día 17 del mismo mes,
abandonó Austin, de Texas, para ir a la casilla treinta y cinco,
estado de Ohio.
Hermann Titbury, cumplida su condena, el día 19
partió de Calais de Maine, con dirección a la casilla
cuatro, estado de Utah.
Harris T. Kymbale, el día 21 dejó Santa
Fe de Nuevo México para ir a la casilla veintidós, estado
de Carolina del Sur.
Lissy Wag, el día 23 del indicado mes
abandonó Milwaukee con dirección a la casilla treinta y
ocho, estado de Kentucky.
El comodoro Urrican, si no ha muerto, recibió
hace cuarenta y ocho horas, el 25 de mayo, el telegrama que le expide a
la casilla cincuenta y ocho, estado de California, desde donde
deberá volver a Chicago para recomenzar la partida.
Y, en fin, X. K. Z. acaba de ser enviado a la casilla
cuarenta y seis, distrito de Columbia.
El mundo no tiene más que aguardar los
incidentes ulteriores y los resultados de las siguientes jugadas que se
efectuarán cada dos días.
Una idea lanzada por el Tribune ha tenido
enorme éxito, y ha sido adoptada no sólo en
América, sino en el mundo entero.
Ésta es:
¿Por qué, puesto que el número de
jugadores es siete, como se hace tratándose de los
jockeys en las carreras, no atribuirles a cada uno un color?
¿No está indicado elegir los siete colores del arco
iris?
Así es que Max Real será el morado; Tom
Crabbe, el añil; Hermann Titbury, el azul; Harris T. Kymbale, el
verde; Lissy Wag, el amarillo; Hodge Urrican, el anaranjado, y X. K.
Z., el rojo.
De este modo, cada uno de estos colores son
señalados cotidianamente en el sitio ocupado por los jugadores
de la partida Hypperbone sobre el mapa del juego de los Estados Unidos
de América.

Subir
|