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El testamento de un excéntrico
Editado
© Ariel Pérez
9 de diciembre del 2003
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El testamento de un excéntrico
Capítulo IV

Al siguiente día, Chicago se entregaba a sus múltiples ocupaciones. Los diversos barrios habían tomado su fisonomía habitual.

Si la población no se agolpaba como la víspera en las avenidas y bulevares al paso del fúnebre cortejo, no por eso se interesaba menos en las sorpresas que sin duda le reservaba el testamento de William J. Hypperbone. ¿Qué cláusulas contenía; qué condiciones, extrañas o no, imponía a los Seis, y cómo entrarían éstos en posesión de la cuantiosa herencia, admitiendo que todo ello no terminara en una broma de ultratumba, bien digna de un miembro del Excentric Club?

Pero esta eventualidad nadie quería admitirla. Todos rechazaban la idea de que Lizzy Wag, junto con Urrican, Kymbale, Titbury, Crabbe y Real no encontraran en este negocio más que desengaños y el ridículo.

Seguramente hubiera habido un medio muy sencillo para satisfacer la curiosidad pública de una parte, y de otra arrancar a los interesados de aquella incertidumbre, que amenazaba quitarles el apetito y el sueño. Bastaría con abrir el testamento y leerlo. Pero la prohibición de hacerlo antes del día 15 del mes corriente era formal, y Tornbrock no hubiera jamás consentido en faltar a las condiciones impuestas por el testador. El 15 de abril, en la sala del teatro del Auditorium, en presencia de los numerosos espectadores que podía albergar, se daría lectura del testamento de William J. Hypperbone -el 15 de abril al mediodía, ni un día antes, ni un minuto mas tarde.

Preciso era, pues, resignarse, lo que no haría más que aumentar la excitación de los cerebros de Chicago a medida que la fecha fijada se aproximara. Además, los dos mil doscientos periódicos diarios y las otras quince mil publicaciones semanales, mensuales y bimensuales de los Estados Unidos sostendrían la tensión de los ánimos. Y en resumen, si ellos no podían ni aun suponer, presentir los secretos del difunto, se prometían someter a cada uno de los Seis a las torturas de la entrevista, y, en primer lugar, establecer su situación social.

Los periodistas del Chicago Mail que se presentaron en casa de Hodge Urrican. Randolph Street 63, fueron bastante mal recibidos.

-¿Qué desean ustedes de mí? -les respondió con violencia no afectada-. Yo no sé nada. Yo nada tengo que decir. He sido invitado a seguir el cortejo y lo he seguido. En fila, y junto al carro, había otros cinco, otros cinco que no conocía. ¡Ah! ¡Si ese William Hypperbone... me ha jugado una mala pasada!

-Pero -le objetó uno de los periodistas- nada lo autoriza para suponer que esté usted expuesto a una burla, y que tenga que lamentar haber sido uno de los elegidos. Y aunque no reciba más que una sexta parte de la herencia...

-¡Una sexta parte! ¡Una sexta parte! -respondió con voz de trueno-. ¡Estoy seguro de recibirla íntegramente!

-Cálmese usted, por favor.

-No me calmaré. No tengo carácter para eso. Tengo la costumbre de las tempestades, y siempre me he mostrado tempestuoso.

Hodge Urrican era un oficial de la marina de los Estados Unidos retirado del servicio hacía seis meses, cosa de la que no podía consolarse; un bravo marino que había cumplido con su deber. A pesar de sus cincuenta y dos años, nada había perdido de su irritabilidad natural. Era un hombre vigoroso, de elevada estatura, fuerte cabeza y grandes ojos que se movían bajo espesas cejas y frente poco espaciosa. De carácter impetuoso, incapaz de dominarse, tan desagradable como pueda serlo el que más, tanto en su vida pública como en su vida privada no se le conocia un.amigo.

Cuando los periodistas del Chicago Globe llamaron a la puerta del taller de South Halstedt Street, número 3997, no encontraron en la habitación más que un negro, joven de diecisiete años, sirviente de Max Real:

-¿Dónde está su amo? -le preguntaron.

-Lo ignoro.

-¿Cuándo ha salido?

-No lo sé.

-¿Cuándo vendrá?

-¿Quién lo sabe?

En efecto, Tommy nada sabía, porque Max Real había salido muy temprano sin decir nada a su criado.

Pero de que Tommy no pudiera responder a las preguntas de los periodistas no había que deducir que el Chicago Globe dejaría de informar a sus lectores respecto a Max Real. No. Este Seis ya había sido objeto de una entrevista, costumbre muy extendida en los Estados Unidos.

Era un joven pintor de talento. Había nacido en Chicago y por descender de una familia canadiense de Quebec llevaba apellido francés. Adoraba a su madre, que se hallaba en Quebec. Así es que no había querido tardar en ponerla al corriente de lo que había pasado y de cómo había sido elegido para ocupar un sitio especial en las exequias de William J. Hypperbone. Él le aseguraba que no se preocupaba de las disposiciones testamentarias del difunto. El caso le parecía una broma; esto era todo.

Max Real acababa de cumplir veinticinco años. Tenía la gracia y la elegancia del tipo francés. Era de regular estatura, cabello castaño, ojos de azul oscuro, cabeza erguida, sin soberbia, boca sonriente y reposado andar, indicios de ese contento interior del que nace la confianza alegre e inalterable. Había en él gran expansión del poder vital, que se traduce en la vida en valor y generosidad.

Harris T. Kymbale era un periodista, el cronista jefe del Tribune. Treinta y siete años, regular estatura, robusto, rostro simpático, nariz de hurón, ojillos vivos y finas orejas, hechas para oírlo todo, y boca impaciente, hecha para repertirlo. Era vivo, activo, locuaz, resistente, infatigable, enérgico.

Era completamente inútil interrogar a Harris T. Kymbale, pues él mismo dijo antes de ser preguntado:

-Sí, amigos mios, soy yo, yo en persona, que formo parte del consejo de los Seis. Me vieron ustedes ayer ocupar mi puesto junto al carruaje. ¿Observaron ustedes mi actitud digna y el cuidado que ponía para que no se desbordara mi contento? ¡Y pensar que estaba allí, a mi lado, encerrado en su ataúd, aquel excéntrico difunto ... ! ¿Saben ustedes lo que me decía? ¡Si no estuviera muerto este hombre, si llamara desde el fondo de su ataúd! ¡Si apareciera con vida ... ! Pues bien: espero que me creerán ustedes; de acontecer esto, no tendría el mal pensamiento de reprocharle su intempestiva resurrección. Siempre se tiene el derecho, ¿no es verdad?, de resucitar, a condición de no estar muerto.

Era preciso haber oído de la manera que dijo esto.

-¿Y qué piensa usted -le preguntaron- de lo que sucederá el 15 de abril?

-Sucederá -respondió- que al sonar las doce, el notario Tornbrock abrirá el testamento.

-¿Y no duda usted que los Seis serán declarados únicos herederos del difunto?

-¡Naturalmente! ¿Para qué, si no, William J. Hypperbone, nos habría invitado a sus exequias?

-¡Quién sabe ... !

-¡Pues no faltaría más ... ¡Después de once horas de cortejo!

-¿Pero no es de suponer que el testamento contenga disposiciones extraordinarias?

-Es probable. Tratándose de un excéntrico, yo espero excentricidades. Si lo que pide es posible, se hará, y si es imposible, se hará también. ¡En todo caso, amigos míos, cuenten con que Harris J. Kymbale no retrocederá! ¡No! Por el honor del periodismo, él no retrocederá...

Hermann Titbury vivía en el barrio del Comercio.

Cuando los enviados del Staats Zeitung llamaron a la puerta del número 77, no consiguieron franquear los umbrales.

-¿Está en casa el señor Hermann Titbury? -preguntaron a través de la rejilla.

-Sí -respondió una especie de gigante mal peinado y mal vestido, algo como un dragón hembra.

-¿Puede recibirnos?

Les responderé a ustedes cuando se lo haya preguntado a la señora Titbury.

Pues existía una señora Kate Titbury, de cincuenta años de edad, o sea, dos más que su esposo. La respuesta que ella dio fue transmitida por la sirviente.

-El señor Titbury no los recibe y se extraña de que se permitan molestarlo.

La casa permaneció cerrada, y los periodistas del Staats Zeitung tuvieron que volverse.

Hermann Titbury y Kate Titbury formaban el matrimonio más avaro que una pareja pueda formar. Eran dos corazones áridos e insensibles.

Eran ricos, sin que su fortuna proviniera del comercio ni de la industria. Los dos, pues la señora había trabajado tanto como el marido, se habían dedicado a prestamistas, usureros de baja estofa; eran de esos lobos que despojan a las gentes sin salirse de la legalidad.

Veraad es que sin necesidad de someter a una entrevista a los esposos Titbury, nada es más fácil para conocerlos, que apreciar el estado de su espíritu el día que él ocupó su sitio en el grupo de los Seis...

En cuanto a admitir que arriesgaba ser el juguete de un bromista ... ¡vaya!... Hermann Titbury se veía ya en posesión de la sexta parte de la enorme fortuna, y su gran disgusto, su despecho consistían en no ser el único heredero. Así, no era envidia lo que sentía por los otros cinco coherederos: era odio.

El día siguiente al de los funerales, desde las cinco de la mañana, el señor y la señora Titbury habían abandonado su casa, dirigiéndose al cementerio de Oakwood. Habían obligado al guardián a dejar el lecho, y con voz alterada por la más viva inquietud le preguntaron:

-¿Ha ocurrido algo nuevo esta noche?

-Nada nuevo -respondió el guardián.

-¿De modo... que está bien muerto?

-Tan muerto como se puede estar... Estén ustedes tranquilos -declaró el conserje, que esperó en vano alguna gratificación por su agradable respuesta.

Tranquilos ... sí. El difunto no había despertado de su eterno sueño, y nada había turbado el reposo de los sombríos huéspedes del campo de Oakwood.

Los señores Titbury se restituyeron a su casa; pero por la tarde por la noche y al siguiente día volvieron al cementerio a fin de asegurarse por sí mismos que William. J. Hypperbone no había resucitado.

Cuando los dos periodistas del Free Presse llegaron a Calumet Street, preguntaron dónde se encontraba la casa de Tom Crabbe.

La casa de éste, o, rnejor dicho, la de su representante, era el No. 7. John Milner lo asistía en esas memorables luchas en que los gentlemen salen con frecuencia con los ojos hinchados, la mandíbula rota, las costillas hundidas, o la boca con algunos dientes de menos, para honor del campeonato en un boxeo sensacional.

Tom Crabbe era actualmente el campeón del nuevo continente, por haber vencido al famoso Fitzsimons, que había vencido a su vez al no menos famoso Corbett.

Los periodistas penetraron sin dificultad en casa de John Milner, y fueron recibidos por éste en el piso bajo. John Milner era hombre de regular estatura, la piel sobre los huesos, todo músculo, todo nervios, la mirada aguda, el rostro delgado y de una ligereza de mono.

-¿Tom Crabbe? -preguntaron los visitantes.

-Está terminando su primer almuerzo -respondió Milner con voz áspera-. ¿Con qué objeto?

.-A propósito del testamento de William J. Hypperbone... y para hablar de él en nuestro periódico.

-Si se trata de hablar de Tom Crabbe -respondió Milner-. Tom Crabbe está siempre visible.

Los periodistas penetraron en el comedor y se encontraron en presencia del personaje. Devoraba la sexta lonja de jamón ahumado, su sexta cesta de pan con manteca, su sexto medio cuartillo de vino, en espera del té, que hervía en la tetera, y de las seis copitas de whisky que terminaban de ordinario su primera comida, la de las siete y media, que sería seguida de otras cinco en el resto del día.

Tom Crabbe era un coloso que pasaba de diez pulgadas los seis pies ingleses, y que media tres pies de hombro a hombro; su cabeza era voluminosa, con cabellos duros y negros, cortados al rape, ojos de buey, espesas cejas, corta frente, irregulares orejas, maxilar pronunciado y recio bigote, cortado en la comisura de los labios. Tenía los dientes completos, pues los formidables puñetazos que había recibido no le arrancaron uno; torso como un barril de cerveza, brazos corno bielas y piernas como pilares hechos para soportar aquella enorme arquitectura humana.

¿Humana?... ¿Es la palabra propia? No: animal, pues sólo animalidad había en aquel gigante. Sus órganos operaban como los de una máquina cuando se los ponía en juego, una máquina que tenía a John Milner por maquinista. Comer, beber, boxear, y dormir. A esto se limitaban los actos de su existencia. Desgaste intelectual. ¿Comprendía lo que la suerte acababa de hacer por él introduciéndolo en el grupo de los Seis? ¿Sabía el motivo por el cual la víspera había caminado con su pesado paso junto al carro fúnebre, entre los aplausos de la multitud? Vagamente; pero John Milner lo comprendía por él, y sabría hacer valer todos sus derechos.

De aquí se deduce que el último fue el que respondió a las preguntas de los periodistas. Les dio sobre Tom Crabbe detalles que interesarían a los lectores del Freie Presse.

Su peso personal, quinientas treinta y tres libras antes de sus comidas, y quinientas cuarenta después; su talla, exactamente los seis pies y diez pulgadas que se ha dicho; su medida con el dinamómetro, setenta y cinco kilogramos -la fuerza de un caballo de vapor-, su poder de concentración en las mandíbulas, doscientos treinta y cuatro libras; su edad, treinta años, seis meses y diecisiete días, sus parientes, un padre que era matarife en el establecimiento de la casa Armour; una madre que había sido luchadora en el circo Swansea.

¿Qué más se podía preguntar para escribir un artículo de cien líneas sobre Tom Crabbe?

-No habla nada... -hizo observar uno de los periodistas.

-Lo menos posible -respondió John Milner-. ¿Para qué usar de la lengua?

-¿Tal vez no piensa tampoco?

-¿De qué le serviría pensar?

-De nada, señor Milner.

-Tom Crabbe no es más que un puño, un puño cerrado, tan pronto para el ataque como para la defensa.

Cuando salieron los periodistas, dijo uno:

-¡Es un bruto!

-¡Y qué bruto! -respondió el otro.

Más allá de Wabansia Avenue se encuentra la parte inferior de Sheridan Street. Llegando hasta el número 18, se halla uno ante una casa de modesta apariencia, de diecisiete pisos y con un centenar de inquilinos.

En el piso noveno Lissy Wag ocupaba un cuartico de dos piezas, en el que sólo entraba después de su trabajo, hecho en los almacenes de novedades de Marshall Field, donde desempeñaba el oficio de segunda cajera.

Pertenecía Lissy Wag a honrada y modestísima familia, de la que no quedaba más que ella, Bien educada, instruida como la mayor parte de las jóvenes norteamericanas, tras reveses de fortuna y la prematura muerte de sus padres, pidió al trabajo medios de vida. El señor Wag, en efecto, se había visto despojado de cuanto poseía en un desgraciado negocio de seguros marítimos, y la liquidación perseguida para defender los intereses de su hija no dio resultado.

Lissy Wag, dotada de enérgico carácter, seguro juicio, y clara inteligencia, tranquila y dueña de sí misma, no perdió el ánimo. Gracias a la intervención de algunos amigos de su familia, fue recomendada al jefe de la casa Marshall Field, y hacía quince meses había adquirido una situación ventajosa.

Era una joven encantadora, que acababa de cumplir veintiún años, de regular estatura, cabellos rubios, ojos azules, hermoso color, indicio de buena salud, elegante aspecto y rostro algo serio, animado a veces por una dulce sonrisa, que dejaba al descubierto sus blancos y lindos dientes. Amable, servicial y atenta, sólo amigas contaba entre sus compañeras.

De gustos sencillos y modestos, exenta de ambición, Lissy Wag fue seguramente la menos emocionada de los Seis, cuando supo que la suerte la llamaba a figurar en el fúnebre cortejo.

Al principio quiso rehusar tal honor, pues le agradaba poco aquella exhibición de su persona; más bien le repugnaba, y solamente haciendo violencia a sus sentimientos, con el corazón agitado y la frente llena de rubor, ocupó su sitio junto al carruaje que conducía los restos de William J. Hypperbone.

La más íntima de sus amigas había hecho lo posible para vencer su resistencia. Era la viva, la alegre, la franca Jovita Foley, de veinticinco años de edad, ni linda, ni fea -ella lo sabía-, pero de rostro lleno de malicia, de naturaleza excelente y unida a Lissy Wag con el más estrecho afecto.

Habitaban estas dos jóvenes el mismo cuarto, y, tras el día pasado en los almacenes de Marshall Field, volvían juntas. Raramente se las veía separadas,

Pero si Lissy Wag en aquella circunstancia acabó por ceder a las irresistibles instancias de su compañera, no consintió en recibir a los periodistas del Chicago Herald, que se presentaron aquella misma noche en el número 18 de Sheridan Street.

En vano Jovita Foley procuró que su amiga se mostrara menos intransigente: ésta no quiso prestarse a ninguna entrevista. Tras los periodistas vendrían los fotógrafos; luego los curiosos de toda especie. No. Lo mejor era cerrar la puerta a estos importunos. Esto era lo más prudente, aunque el Chicago Herald se viera privado de servir a sus lectores un artículo sensacional.

-Bien -dijo Jovita Foley, cuando los periodistas se retiraron con las orejas bajas-. Has cerrado tu puerta, pero no escaparás a la pública curiosidad... ¡Si hubiera sido yo! Y te prevengo, Lissy, que yo sabré obligarte a cumplir todas las condiciones impuestas en el testamento. ¡Calcula, querida... se trata de tu participación en una herencia inverosímil!

-No creo en esa herencia, Jovita -respondió Lissy Wag-, y si no es el capricho de un bromista, no me llevaré muchos disgustos por ella.

-Vamos, Lissy... -exclamó Jovita, atrayéndola a sí-; nada de disgustos cuando se trata de una fortuna.

-¿Pues no somos felices?

-Conforme. ¡Pero si fuera yo! -repetía la ambiciosa joven.

-Y bien ... ¿Si fueras tú?

-Primero la partiría contigo, Lissy.

-Como yo lo haré; está claro -respondió Lissy Wag, riéndose de las promesas eventuales de su entusiasta amiga.

-Ya querría que estuviéramos a 15 de abril. ¡Qué largo me va a parecer el tiempo! Voy a contar las horas... los minutos.

-Evítame los segundos. ¡Sería demasiado!

-¿Puedes burlarte cuando se trata de negocio tan importante... de millones de dólares?

-O más bien de millones de disgustos y molestias, tales como las que he tenido durante todo el día -dijo Lissy Wag.

-Eres difícil de contentar, Lissy,

-Mira, Jovita: me pregunto con inquietud cómo acabará esto

-Acabará en el fin -respondió Jovita Foley-, como todas las cosas de este mundo.

Tal era, pues, el sexto de los coherederos, de los que nadie dudaba que fueran llamados a participar de la enorme herencia, invitados por William J. Hypperbone a sus funerales.

A estos mortales privilegiados les era preciso tener paciencia durante quince días. Al fin transcurrieron y llegó el 15 de abril.

En la mañana de este día, cumpliendo la condición impuesta en el testamento, y en presencia del señor Georges B. Higginbotham y el notario Tornbrock, Lissy Wag, Max Real, Tom Crabbe, Hermann Titbury, Harris T. Kymbale y Hodge Urrican fueron a dejar sus tarjetas en la tumba de William J. Hypperbone.

Después la piedra sepulcral fue colocada sobre la tumba. El excéntrico difunto no tenía que recibir ya ninguna visita en el cementerio de Oakwood.

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