El testamento de un excéntrico
Capítulo IV
Al siguiente día, Chicago se entregaba a sus
múltiples ocupaciones. Los diversos barrios habían tomado
su fisonomía habitual.
Si la población no se agolpaba como la
víspera en las avenidas y bulevares al paso del fúnebre
cortejo, no por eso se interesaba menos en las sorpresas que sin duda
le reservaba el testamento de William J. Hypperbone. ¿Qué
cláusulas contenía; qué condiciones,
extrañas o no, imponía a los Seis, y cómo
entrarían éstos en posesión de la cuantiosa
herencia, admitiendo que todo ello no terminara en una broma de
ultratumba, bien digna de un miembro del Excentric Club?
Pero esta eventualidad nadie quería admitirla.
Todos rechazaban la idea de que Lizzy Wag, junto con Urrican, Kymbale,
Titbury, Crabbe y Real no encontraran en este negocio más que
desengaños y el ridículo.
Seguramente hubiera habido un medio muy sencillo para
satisfacer la curiosidad pública de una parte, y de otra
arrancar a los interesados de aquella incertidumbre, que amenazaba
quitarles el apetito y el sueño. Bastaría con abrir el
testamento y leerlo. Pero la prohibición de hacerlo antes del
día 15 del mes corriente era formal, y Tornbrock no hubiera
jamás consentido en faltar a las condiciones impuestas por el
testador. El 15 de abril, en la sala del teatro del Auditorium, en
presencia de los numerosos espectadores que podía albergar, se
daría lectura del testamento de William J. Hypperbone -el 15 de
abril al mediodía, ni un día antes, ni un minuto mas
tarde.
Preciso era, pues, resignarse, lo que no haría
más que aumentar la excitación de los cerebros de Chicago
a medida que la fecha fijada se aproximara. Además, los dos mil
doscientos periódicos diarios y las otras quince mil
publicaciones semanales, mensuales y bimensuales de los Estados Unidos
sostendrían la tensión de los ánimos. Y en
resumen, si ellos no podían ni aun suponer, presentir los
secretos del difunto, se prometían someter a cada uno de los
Seis a las torturas de la entrevista, y, en primer lugar, establecer su
situación social.
Los periodistas del Chicago Mail que se
presentaron en casa de Hodge Urrican. Randolph Street 63, fueron
bastante mal recibidos.
-¿Qué desean ustedes de mí? -les
respondió con violencia no afectada-. Yo no sé nada. Yo
nada tengo que decir. He sido invitado a seguir el cortejo y lo he
seguido. En fila, y junto al carro, había otros cinco, otros
cinco que no conocía. ¡Ah! ¡Si ese William
Hypperbone... me ha jugado una mala pasada!
-Pero -le objetó uno de los periodistas- nada
lo autoriza para suponer que esté usted expuesto a una burla, y
que tenga que lamentar haber sido uno de los elegidos. Y aunque no
reciba más que una sexta parte de la herencia...
-¡Una sexta parte! ¡Una sexta parte!
-respondió con voz de trueno-. ¡Estoy seguro de recibirla
íntegramente!
-Cálmese usted, por favor.
-No me calmaré. No tengo carácter para
eso. Tengo la costumbre de las tempestades, y siempre me he mostrado
tempestuoso.
Hodge Urrican era un oficial de la marina de los
Estados Unidos retirado del servicio hacía seis meses, cosa de
la que no podía consolarse; un bravo marino que había
cumplido con su deber. A pesar de sus cincuenta y dos años, nada
había perdido de su irritabilidad natural. Era un hombre
vigoroso, de elevada estatura, fuerte cabeza y grandes ojos que se
movían bajo espesas cejas y frente poco espaciosa. De
carácter impetuoso, incapaz de dominarse, tan desagradable como
pueda serlo el que más, tanto en su vida pública como en
su vida privada no se le conocia un.amigo.
Cuando los periodistas del Chicago Globe
llamaron a la puerta del taller de South Halstedt Street, número
3997, no encontraron en la habitación más que un negro,
joven de diecisiete años, sirviente de Max Real:
-¿Dónde está su amo? -le
preguntaron.
-Lo ignoro.
-¿Cuándo ha salido?
-No lo sé.
-¿Cuándo vendrá?
-¿Quién lo sabe?
En efecto, Tommy nada sabía, porque Max Real
había salido muy temprano sin decir nada a su criado.
Pero de que Tommy no pudiera responder a las preguntas
de los periodistas no había que deducir que el Chicago
Globe dejaría de informar a sus lectores respecto a Max
Real. No. Este Seis ya había sido objeto de una entrevista,
costumbre muy extendida en los Estados Unidos.
Era un joven pintor de talento. Había nacido en
Chicago y por descender de una familia canadiense de Quebec llevaba
apellido francés. Adoraba a su madre, que se hallaba en Quebec.
Así es que no había querido tardar en ponerla al
corriente de lo que había pasado y de cómo había
sido elegido para ocupar un sitio especial en las exequias de William
J. Hypperbone. Él le aseguraba que no se preocupaba de las
disposiciones testamentarias del difunto. El caso le parecía una
broma; esto era todo.
Max Real acababa de cumplir veinticinco años.
Tenía la gracia y la elegancia del tipo francés. Era de
regular estatura, cabello castaño, ojos de azul oscuro, cabeza
erguida, sin soberbia, boca sonriente y reposado andar, indicios de ese
contento interior del que nace la confianza alegre e inalterable.
Había en él gran expansión del poder vital, que se
traduce en la vida en valor y generosidad.
Harris T. Kymbale era un periodista, el cronista jefe
del Tribune. Treinta y siete años, regular estatura,
robusto, rostro simpático, nariz de hurón, ojillos vivos
y finas orejas, hechas para oírlo todo, y boca impaciente, hecha
para repertirlo. Era vivo, activo, locuaz, resistente, infatigable,
enérgico.
Era completamente inútil interrogar a Harris T.
Kymbale, pues él mismo dijo antes de ser preguntado:
-Sí, amigos mios, soy yo, yo en persona, que
formo parte del consejo de los Seis. Me vieron ustedes ayer ocupar mi
puesto junto al carruaje. ¿Observaron ustedes mi actitud digna y
el cuidado que ponía para que no se desbordara mi contento?
¡Y pensar que estaba allí, a mi lado, encerrado en su
ataúd, aquel excéntrico difunto ... ! ¿Saben
ustedes lo que me decía? ¡Si no estuviera muerto este
hombre, si llamara desde el fondo de su ataúd! ¡Si
apareciera con vida ... ! Pues bien: espero que me creerán
ustedes; de acontecer esto, no tendría el mal pensamiento de
reprocharle su intempestiva resurrección. Siempre se tiene el
derecho, ¿no es verdad?, de resucitar, a condición de no
estar muerto.
Era preciso haber oído de la manera que dijo
esto.
-¿Y qué piensa usted -le preguntaron- de
lo que sucederá el 15 de abril?
-Sucederá -respondió- que al sonar las
doce, el notario Tornbrock abrirá el testamento.
-¿Y no duda usted que los Seis serán
declarados únicos herederos del difunto?
-¡Naturalmente! ¿Para qué, si no,
William J. Hypperbone, nos habría invitado a sus exequias?
-¡Quién sabe ... !
-¡Pues no faltaría más ...
¡Después de once horas de cortejo!
-¿Pero no es de suponer que el testamento
contenga disposiciones extraordinarias?
-Es probable. Tratándose de un
excéntrico, yo espero excentricidades. Si lo que pide es
posible, se hará, y si es imposible, se hará
también. ¡En todo caso, amigos míos, cuenten con
que Harris J. Kymbale no retrocederá! ¡No! Por el honor
del periodismo, él no retrocederá...
Hermann Titbury vivía en el barrio del
Comercio.
Cuando los enviados del Staats Zeitung llamaron
a la puerta del número 77, no consiguieron franquear los
umbrales.
-¿Está en casa el señor Hermann
Titbury? -preguntaron a través de la rejilla.
-Sí -respondió una especie de gigante
mal peinado y mal vestido, algo como un dragón hembra.
-¿Puede recibirnos?
Les responderé a ustedes cuando se lo haya
preguntado a la señora Titbury.
Pues existía una señora Kate Titbury, de
cincuenta años de edad, o sea, dos más que su esposo. La
respuesta que ella dio fue transmitida por la sirviente.
-El señor Titbury no los recibe y se
extraña de que se permitan molestarlo.
La casa permaneció cerrada, y los periodistas
del Staats Zeitung tuvieron que volverse.
Hermann Titbury y Kate Titbury formaban el matrimonio
más avaro que una pareja pueda formar. Eran dos corazones
áridos e insensibles.
Eran ricos, sin que su fortuna proviniera del comercio
ni de la industria. Los dos, pues la señora había
trabajado tanto como el marido, se habían dedicado a
prestamistas, usureros de baja estofa; eran de esos lobos que despojan
a las gentes sin salirse de la legalidad.
Veraad es que sin necesidad de someter a una
entrevista a los esposos Titbury, nada es más fácil para
conocerlos, que apreciar el estado de su espíritu el día
que él ocupó su sitio en el grupo de los Seis...
En cuanto a admitir que arriesgaba ser el juguete de
un bromista ... ¡vaya!... Hermann Titbury se veía ya en
posesión de la sexta parte de la enorme fortuna, y su gran
disgusto, su despecho consistían en no ser el único
heredero. Así, no era envidia lo que sentía por los otros
cinco coherederos: era odio.
El día siguiente al de los funerales, desde las
cinco de la mañana, el señor y la señora Titbury
habían abandonado su casa, dirigiéndose al cementerio de
Oakwood. Habían obligado al guardián a dejar el lecho, y
con voz alterada por la más viva inquietud le preguntaron:
-¿Ha ocurrido algo nuevo esta noche?
-Nada nuevo -respondió el guardián.
-¿De modo... que está bien muerto?
-Tan muerto como se puede estar... Estén
ustedes tranquilos -declaró el conserje, que esperó en
vano alguna gratificación por su agradable respuesta.
Tranquilos ... sí. El difunto no había
despertado de su eterno sueño, y nada había turbado el
reposo de los sombríos huéspedes del campo de
Oakwood.
Los señores Titbury se restituyeron a su casa;
pero por la tarde por la noche y al siguiente día volvieron al
cementerio a fin de asegurarse por sí mismos que William. J.
Hypperbone no había resucitado.
Cuando los dos periodistas del Free Presse
llegaron a Calumet Street, preguntaron dónde se encontraba la
casa de Tom Crabbe.
La casa de éste, o, rnejor dicho, la de su
representante, era el No. 7. John Milner lo asistía en esas
memorables luchas en que los gentlemen salen con frecuencia con
los ojos hinchados, la mandíbula rota, las costillas hundidas, o
la boca con algunos dientes de menos, para honor del campeonato en un
boxeo sensacional.
Tom Crabbe era actualmente el campeón del nuevo
continente, por haber vencido al famoso Fitzsimons, que había
vencido a su vez al no menos famoso Corbett.
Los periodistas penetraron sin dificultad en casa de
John Milner, y fueron recibidos por éste en el piso bajo. John
Milner era hombre de regular estatura, la piel sobre los huesos, todo
músculo, todo nervios, la mirada aguda, el rostro delgado y de
una ligereza de mono.
-¿Tom Crabbe? -preguntaron los visitantes.
-Está terminando su primer almuerzo
-respondió Milner con voz áspera-. ¿Con qué
objeto?
.-A propósito del testamento de William J.
Hypperbone... y para hablar de él en nuestro
periódico.
-Si se trata de hablar de Tom Crabbe -respondió
Milner-. Tom Crabbe está siempre visible.
Los periodistas penetraron en el comedor y se
encontraron en presencia del personaje. Devoraba la sexta lonja de
jamón ahumado, su sexta cesta de pan con manteca, su sexto medio
cuartillo de vino, en espera del té, que hervía en la
tetera, y de las seis copitas de whisky que terminaban de ordinario su
primera comida, la de las siete y media, que sería seguida de
otras cinco en el resto del día.
Tom Crabbe era un coloso que pasaba de diez pulgadas
los seis pies ingleses, y que media tres pies de hombro a hombro; su
cabeza era voluminosa, con cabellos duros y negros, cortados al rape,
ojos de buey, espesas cejas, corta frente, irregulares orejas, maxilar
pronunciado y recio bigote, cortado en la comisura de los labios.
Tenía los dientes completos, pues los formidables
puñetazos que había recibido no le arrancaron uno; torso
como un barril de cerveza, brazos corno bielas y piernas como pilares
hechos para soportar aquella enorme arquitectura humana.
¿Humana?... ¿Es la palabra propia? No:
animal, pues sólo animalidad había en aquel gigante. Sus
órganos operaban como los de una máquina cuando se los
ponía en juego, una máquina que tenía a John
Milner por maquinista. Comer, beber, boxear, y dormir. A esto se
limitaban los actos de su existencia. Desgaste intelectual.
¿Comprendía lo que la suerte acababa de hacer por
él introduciéndolo en el grupo de los Seis?
¿Sabía el motivo por el cual la víspera
había caminado con su pesado paso junto al carro fúnebre,
entre los aplausos de la multitud? Vagamente; pero John Milner lo
comprendía por él, y sabría hacer valer todos sus
derechos.
De aquí se deduce que el último fue el
que respondió a las preguntas de los periodistas. Les dio sobre
Tom Crabbe detalles que interesarían a los lectores del Freie
Presse.
Su peso personal, quinientas treinta y tres libras
antes de sus comidas, y quinientas cuarenta después; su talla,
exactamente los seis pies y diez pulgadas que se ha dicho; su medida
con el dinamómetro, setenta y cinco kilogramos -la fuerza de un
caballo de vapor-, su poder de concentración en las
mandíbulas, doscientos treinta y cuatro libras; su edad, treinta
años, seis meses y diecisiete días, sus parientes, un
padre que era matarife en el establecimiento de la casa Armour; una
madre que había sido luchadora en el circo Swansea.
¿Qué más se podía
preguntar para escribir un artículo de cien líneas sobre
Tom Crabbe?
-No habla nada... -hizo observar uno de los
periodistas.
-Lo menos posible -respondió John Milner-.
¿Para qué usar de la lengua?
-¿Tal vez no piensa tampoco?
-¿De qué le serviría pensar?
-De nada, señor Milner.
-Tom Crabbe no es más que un puño, un
puño cerrado, tan pronto para el ataque como para la
defensa.
Cuando salieron los periodistas, dijo uno:
-¡Es un bruto!
-¡Y qué bruto! -respondió el
otro.
Más allá de Wabansia Avenue se encuentra
la parte inferior de Sheridan Street. Llegando hasta el número
18, se halla uno ante una casa de modesta apariencia, de diecisiete
pisos y con un centenar de inquilinos.
En el piso noveno Lissy Wag ocupaba un cuartico de dos
piezas, en el que sólo entraba después de su trabajo,
hecho en los almacenes de novedades de Marshall Field, donde
desempeñaba el oficio de segunda cajera.
Pertenecía Lissy Wag a honrada y
modestísima familia, de la que no quedaba más que ella,
Bien educada, instruida como la mayor parte de las jóvenes
norteamericanas, tras reveses de fortuna y la prematura muerte de sus
padres, pidió al trabajo medios de vida. El señor Wag, en
efecto, se había visto despojado de cuanto poseía en un
desgraciado negocio de seguros marítimos, y la
liquidación perseguida para defender los intereses de su hija no
dio resultado.
Lissy Wag, dotada de enérgico carácter,
seguro juicio, y clara inteligencia, tranquila y dueña de
sí misma, no perdió el ánimo. Gracias a la
intervención de algunos amigos de su familia, fue recomendada al
jefe de la casa Marshall Field, y hacía quince meses
había adquirido una situación ventajosa.
Era una joven encantadora, que acababa de cumplir
veintiún años, de regular estatura, cabellos rubios, ojos
azules, hermoso color, indicio de buena salud, elegante aspecto y
rostro algo serio, animado a veces por una dulce sonrisa, que dejaba al
descubierto sus blancos y lindos dientes. Amable, servicial y atenta,
sólo amigas contaba entre sus compañeras.
De gustos sencillos y modestos, exenta de
ambición, Lissy Wag fue seguramente la menos emocionada de los
Seis, cuando supo que la suerte la llamaba a figurar en el
fúnebre cortejo.
Al principio quiso rehusar tal honor, pues le agradaba
poco aquella exhibición de su persona; más bien le
repugnaba, y solamente haciendo violencia a sus sentimientos, con el
corazón agitado y la frente llena de rubor, ocupó su
sitio junto al carruaje que conducía los restos de William J.
Hypperbone.
La más íntima de sus amigas había
hecho lo posible para vencer su resistencia. Era la viva, la alegre, la
franca Jovita Foley, de veinticinco años de edad, ni linda, ni
fea -ella lo sabía-, pero de rostro lleno de malicia, de
naturaleza excelente y unida a Lissy Wag con el más estrecho
afecto.
Habitaban estas dos jóvenes el mismo cuarto, y,
tras el día pasado en los almacenes de Marshall Field,
volvían juntas. Raramente se las veía separadas,
Pero si Lissy Wag en aquella circunstancia
acabó por ceder a las irresistibles instancias de su
compañera, no consintió en recibir a los periodistas del
Chicago Herald, que se presentaron aquella misma noche en el
número 18 de Sheridan Street.
En vano Jovita Foley procuró que su amiga se
mostrara menos intransigente: ésta no quiso prestarse a ninguna
entrevista. Tras los periodistas vendrían los fotógrafos;
luego los curiosos de toda especie. No. Lo mejor era cerrar la puerta a
estos importunos. Esto era lo más prudente, aunque el Chicago
Herald se viera privado de servir a sus lectores un artículo
sensacional.
-Bien -dijo Jovita Foley, cuando los periodistas se
retiraron con las orejas bajas-. Has cerrado tu puerta, pero no
escaparás a la pública curiosidad... ¡Si hubiera
sido yo! Y te prevengo, Lissy, que yo sabré obligarte a cumplir
todas las condiciones impuestas en el testamento. ¡Calcula,
querida... se trata de tu participación en una herencia
inverosímil!
-No creo en esa herencia, Jovita -respondió
Lissy Wag-, y si no es el capricho de un bromista, no me llevaré
muchos disgustos por ella.
-Vamos, Lissy... -exclamó Jovita,
atrayéndola a sí-; nada de disgustos cuando se trata de
una fortuna.
-¿Pues no somos felices?
-Conforme. ¡Pero si fuera yo! -repetía la
ambiciosa joven.
-Y bien ... ¿Si fueras tú?
-Primero la partiría contigo, Lissy.
-Como yo lo haré; está claro
-respondió Lissy Wag, riéndose de las promesas eventuales
de su entusiasta amiga.
-Ya querría que estuviéramos a 15 de
abril. ¡Qué largo me va a parecer el tiempo! Voy a contar
las horas... los minutos.
-Evítame los segundos. ¡Sería
demasiado!
-¿Puedes burlarte cuando se trata de negocio
tan importante... de millones de dólares?
-O más bien de millones de disgustos y
molestias, tales como las que he tenido durante todo el día
-dijo Lissy Wag.
-Eres difícil de contentar, Lissy,
-Mira, Jovita: me pregunto con inquietud cómo
acabará esto
-Acabará en el fin -respondió Jovita
Foley-, como todas las cosas de este mundo.
Tal era, pues, el sexto de los coherederos, de los que
nadie dudaba que fueran llamados a participar de la enorme herencia,
invitados por William J. Hypperbone a sus funerales.
A estos mortales privilegiados les era preciso tener
paciencia durante quince días. Al fin transcurrieron y
llegó el 15 de abril.
En la mañana de este día, cumpliendo la
condición impuesta en el testamento, y en presencia del
señor Georges B. Higginbotham y el notario Tornbrock, Lissy Wag,
Max Real, Tom Crabbe, Hermann Titbury, Harris T. Kymbale y Hodge
Urrican fueron a dejar sus tarjetas en la tumba de William J.
Hypperbone.
Después la piedra sepulcral fue colocada sobre
la tumba. El excéntrico difunto no tenía que recibir ya
ninguna visita en el cementerio de Oakwood.

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