El testamento de un excéntrico
Capítulo III
El nombre de Oakwood indica que el sitio ocupado por
este cementerio estuvo en otra época cubierto de un bosque de
encinas. De todos los monumentos funerarios que contenía,
ninguno podía ser comparado al que William J. Hypperbone
había hecho construir algunos años antes para su uso
personal.
Se sabe que los cementerios americanos, como los
ingleses, son verdaderos parques. No falta en ellos nada de lo que
pueda, encantar la vista; ni céspedes, ni sombra, ni aguas
corrientes. No parece que el alma pueda entristecerse en tales
sitios.
Cerca de un pequeño lago de aguas tranquilas y
transparentes se elevaba el mausoleo, construido conforme a los planos
y bajo la vigilancia del honorable William J. Hypperbone.
Este monumento se prestaba a todas las
fantasías de ese estilo gótico que toca al Renacimiento.
Tenía a la vez algo de capilla por su fachada, con un
campanarío cuya flecha se movía a un centenar de pies
sobre el suelo; algo de la ciudad o de la quinta por la
disposición de su tejado y de sus ventanas, en forma de
miradores de varios colores.
El campanario encerraba una campana de poderosa
sonoridad, que daba las horas del luminoso reloj colocado debajo de
ella. La voz metálica de esta campana se hacía oír
más allá de Oakwood, hasta las riberas del Michigan.
El monumento medía ciento veinte pies de largo
por sesenta de ancho. La verja que lo rodeaba, hermoso trabajo de
labrado en aluminio, se apoyaba de trecho en trecho en columnas con
lámparas. Más allá se agrupaban magníficos
árboles de perenne verdor; entre los que se encuadraba el
soberbio mausoleo.
La puerta de la verja, abierta entonces, daba acceso a
una alameda llena de árboles y flores, que llevaba al pie de una
escalera de cinco peldaños de mármol blanco. En el fondo
se veía un portal con puertas de bronce. Esta entrada daba
acceso a una antecámara amueblada con divanes. De la
bóveda pendía una araña de cristal de siete brazos
con bombillas eléctricas. Por bocas de metal colocadas en los
ángulos se evaporaba el calor, produciendo una temperatura igual
y suave, que el conserje de Oakwood cuidaba de que fuera sostenida
durante el invierno.
Empujando las hojas de cristal de una puerta colocada
frente a la escalera, se penetraba en la pieza principal del edificio.
Era una sala espaciosa, de forma circular, donde se desplegaba el
extravagante lujo de un archimillonario que quiere continuar,
después de su muerte, la opulencia de su vida. En el interior,
la luz se derramaba por el techo de cristal que cerraba la parte
superior de la bóveda. Su base desaparecía tras los
divanes de telas brillantes. Espesos y suaves tapices cubrían el
pavimento de mosaico.
En el fondo del mausoleo se redondeaba el
ábside que estaba amueblado con sillones, sillas,
canapés, colocados con un desorden estudiado. Sobre una mesa
había libros, periódicos y revistas. Un aparador con su
vajilla ofrecía conservas, mantecas, emparedados, pasteles,
vinos y licores de excelentes marcas. ¡Qué sitio
más bien dispuesto para la lectura, la siesta o el
lunch!
En el centro de la sala, bañada por la luz que
la cúpula dejaba filtrar por sus cristales, se levantaba una
tumba de mármol blanco. Esta tumba, rodeada por un
círculo de bombillas en plena incandecencia, estaba abierta.
Allí iba a ser colocado el ataúd donde reposaba el cuerpo
de William J. Hypperbone.
Hay que advertir que William J. Hypperbone iba
invariablemente dos veces por semana, el martes y el viernes, a pasar
algunas horas en el interior de su mausoleo.
Alguna vez lo acompañaban varios de sus
colegas. En suma, era una sala de conservación de las más
cómodas y tranquilas.
Claro que nadie, a no ser su propietario, podía
penetrar en su "quinta", como él la llamaba.
Sólo el guardián del cementerio poseía otra
llave.
Decididamente, si William J. Hypperbone no se
había distinguido gran cosa de sus semejantes en los actos de su
vida pública, por lo menos su vida privada, repartida entre el
Círculo de Mohawk Street y el mausoleo de Oakwood, presentaba
cierta originalidad que permitía colocarlo entre los
excéntricos de su tiempo. Para llevar la excentricidad a sus
últimos límites, no hubiera faltado más que el
difunto no lo estuviera realmente. Pero sus herederos, fueran quienes
fueran, podían estar seguros en cuanto a este particular. No se
trataba de un caso de muerte aparente, sino de muerte definitiva.
Además, en aquel tiempo se aplicaban ya los
rayos X del profesor Friedrich d'Elbing conocidos con el nombre de
Kritiskshalhen. Estos rayos poseen una fuerza de penetración tan
intensa que atraviesan el cuerpo humano y tienen la propiedad de
producir imágenes fotográficas diferentes, según
que el cuerpo esté muerto o vivo.
La prueba se había efectuado en el cuerpo de
William J. Hypperbone, y las imágenes obtenidas no podían
dejar duda. El deceso (palabra que en su informe emplearon los
médicos) era cierto, y no tenían por qué
reprocharse por una inhumación demasiado apresurada.
Eran las cinco y cuarenta y cinco cuando el carruaje
franqueó la puerta de Oakwood. El monumento se alzaba en la
mitad del lago. El cortejo, en el mismo orden siempre, aumentado por la
multitud que los guardias apenas podían contener, se
dirigió hacia el lago, bajo la cubierta de los grandes
árboles.
El carruaje se detuvo ante la verja, cuyos candelabros
lanzaban la brillante claridad de sus lámparas de arco entre las
primeras sombras de la noche.
Unos cien asistentes podían encontrar sitio en
el interior del mausoleo. De modo que si el programa de las exequias
contenía aún algunos números era preciso que
fueran ejecutados en el exterior.
Efectivamente, así iban a pasar las cosas.
Parado el carruaje, apretáronse las filas, siempre respetando a
los Seis que debían acompañar el cadáver hasta el
sepulcro.
De aquella multitud ávida de ver y oir se
elevaba confuso rumor. Pero lentamente apaciguóse el tumulto,
los grupos quedaron quietos, extínguiéronse los murmullos
y el silencio reinó en torno a la verja.
Entonces fueron pronunciadas las palabras
litúrgicas por el reverendo Bingham, que había seguido al
difunto hasta su última morada. Los asistentes las escucharon
con gran recogimiento.
A estas palabras, pronunciadas con voz penetrante, que
se extendió a lo lejos, siguió la ejecución de la
Marcha de Chopin, de tan gran efecto en ceremonias de este
género, Pero tal vez la orquesta la ejecutó con
compás más vivo que el marcado por el maestro,
compás que correspondía mejor a las disposiciones del
auditorio, y también a las del difunto.
Después de la Marcha de Chopin, uno de
los colegas de William J. Hypperbone, aquel con el que tenía
amistad más íntima, el presidente Georges B.
Higginbotham, se destacó del grupo, colocóse ante el
carruaje, y en brillante oración trazó en forma de
apología el curriculum vitae de su amigo.
A los veinticinco años, ya dueño de
regular fortuna, William J. Hypperbone supo hacerla fructificar... Y
sus felices adquisiciones de terrenos de los que la yarda superficial
vale actualmente el oro que sería preciso para cubrirla... Y su
elevación al rango de los millonarios de la ciudad..., o lo que
es lo mismo, de los grandes ciudadanos de los Estados Unidos de
América... Y el diestro accionista de las poderosas
compañías de ferrocarriles de la Federación... Y
el prudente especulador lanzado en negocios que producen enormes
intereses... Y el generoso donante siempre dispuesto a suscribirse para
los préstamos de su país el día en que su
país hubiera tenido necesidad de tomar préstamos,
necesidad que no sintió nunca... Y el distinguido
compañero que perdía en él el Excentric Club, el
miembro que el club contaba para darle lustre... el hombre que hubiera
asombrado al universo de haberse prolongado su existencia más
allá de los cincuenta años... Es de esos genios que no se
conocen sino cuando ya no existen... Sin hablar de sus funerales,
realizados del modo que se sabe, en medio del concurso de una
población entera, era de creer que la suprema voluntad de
William J. Hypperbone impondría condiciones excepcionales a sus
herederos. No había duda que su testamento contenía
cláusulas que excitarían la admiración de las dos
Américas.
Así habló Georges H. Higginbotham, no
sin producir general emoción. Parecía que William J.
Hypperbone iba a aparecer ante los ojos de la multitud agitando en una
mano el testamento que debía inmortalizar su nombre, y con la
otra vertiendo sobre las cabezas de los Seis los millones de su
fortuna.
Al discurso del amigo más íntimo del
difunto respondió el público con lisonjeros murmullos,
que llegaron poco a poco hasta las últimas filas en el recinto
de Oakwood.
La ceremonia tocaba a su fin, el programa había
terminado y, no obstante, hubiérase dicho que el público
esperaba alguna cosa extraordinaria, tal vez sobrenatural.
¡Sí! Era tal la excitación de los ánimos,
que nadie hubiera encontrado sorprendente una modificación
repentina en las leyes de la naturaleza.
Había llegado el momento de sacar el
ataúd del carruaje y conducirlo al interior,
depositándolo en el sepulcro. Debía ser conducido por
ocho criados vestidos con librea de gala. Aproximáronse
éstos, separaron las telas que lo cubrían, lo alzaron en
hombros y se dirigieron hacia la puerta de la verja.
Los Seis marchaban en el orden y sitio que
habían conservado desde la partida en el hotel de La Salle
Street, y cogieron con la mano izquierda las cintas de plata del
ataúd.
Los miembros del Excentric Club y las autoridades
civiles y militares marchaban detrás. Después
cerróse la puerta de la verja, y apenas si la cámara, la
antecámara, la sala y el ábside del mausoleo bastaban
para contener a todos.
Fuera se amontonaron los otros individuos del cortejo,
la multitud se extendió por diversos puntos del cementerio, y
grupos humanos se aposentaron en las ramas de los árboles que
rodeaban el monumento.
En este instante las trompetas de los soldados
estallaron hasta estropear los pulmones que las llenaban con sus
soplos.
Lanzáronse gran número de pájaros
adornados con cintas multicolores. Los animalitos se derramaron por la
superficie del lago por encima de las ramas, lanzando alegres gritos de
libertad.
Subida la escalera, el ataúd franqueó la
primera pieza, después la segunda y se detuvo ante la tumba.
La voz del reverendo Bingham se elevó
nuevamente.
Entonces los Seis dieron procesionalmente la vuelta a
la tumba, recibieron el saludo de Georges B. Higginbotham en nombre de
los miembros del Excentric Club y se dispusieron a abandonar la
habitación.
Ya no restaba más que dejar caer la pesada losa
de rnármol donde serían grabados los nombres y
títulos del difunto.
El notario Tornbrock avanzó unos pasos,
sacó de su bolsillo la nota relativa a los funerales y
leyó las siguientes líneas:
Es mi voluntad que mi tumba quede abierta
aún durante doce días, y que, transcurrido este plazo, en
la mañana del último día de estos doce, las seis
personas designadas por la suerte que han acompañado mis restos
vengan a depositar sus tarjetas sobre mi ataúd. Entonces se
colocará la piedra en su sitio, y el mismo día el notario
Tornbrock, a las doce, en la sala del Auditorium, dará lectura
de mi testamento, que está en su poder.
WILLIAM J. HYPPERBONE.
Decididamente, el difunto era un ser original... y
¡quién sabía si aquella originalidad sería
la última!
Los concurrentes se retiraron, y el guardián
del cementerio cerró las puertas del monumento, y después
las de la verja. Eran cerca de las ocho.
El tiempo no había dejado de ser bueno, y
parecía que la serenidad del cielo era aún más
completa con las primeras sombras de la noche. Como innumerables
estrellas resplandecían las lámparas que brillaban en
torno al mausoleo.

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