El testamento de un excéntrico
Capítulo II
De que James T. Davidson, Gordon S. Allen, Harry B.
Andrews, John I. Dickinson, Georges B. Higginbotham, Thomas R. Carlisle
hayan sido citados entre los grupos de los personajes que iban tras el
carro fúnebre, no hay que deducir que fueran los miembros
más conocidos del Excentric Club.
Realmente, lo que había de más
excéntrico en su manera de vivir era precisamente pertenecer a
dicho club de Mohawk Street.
Tal vez estos hijos de Jonatán, enriquecidos en
los múltiples y fructíferos negocios de terrenos,
salazones, petróleos, caminos de hierro, minas, cría de
ganado y corta de árboles, habían tenido la
intención de superar a sus compatriotas de la Unión, por
extravagancias ultraamericanas. Pero su vida pública y privada
nada ofrecía que pudiera llamar la atención. Eran unas
cincuenta, de gran fortuna; sin relaciones continuas con la sociedad de
Chicago, muy asiduos a sus salones de lectura y de juego y diciendo a
veces, a propósito de lo que habían hecho en el pasado y
lo que hacían en el presente: "¡Decididamente no
somos nada, pero nada excéntricos!"
Sin embargo, uno de los miembros de este
círculo parecía demostrar más disposiciones para
la originalidad que sus colegas. Aunque todavía no sé
había distinguido por una serie de excentricidades notorias,
contaba con que en el porvenir acabaría por justificar el nombre
prematuramente llevado por el célebre club.
Pero, desgraciadamente, William J. Hypperbone acababa
de morir. Verdad que lo que viviendo no había realizado, acababa
de hacerlo en cierto modo después de su muerte, puesto que, por
su expresa voluntad, sus funerales se celebraban aquel día en
medio de la alegría general.
William J. Hypperbone, al terminar su existencia, no
había pasado de los cincuenta años. A esta edad era un
buen mozo, alto, ancho de espaldas, fuerte, de complexión recia
y con cierta elegancia y nobleza. Tenía los cabellos
castaños, cortados al rape; la barba en forma de abanico, suave
y con algunos hilos de plata; los ojos, de un azul sombrío, de
pupila ardiente, bajo espesas cejas; boca, en la que no faltaba un
diente, de apretados labios, cuyas comisuras se levantaban ligeramente,
señal de un temperamento inclinado a la burla y hasta al
desdén.
Gozaba de una salud de hierro. Jamás un
médico le había tomado el pulso. Hubiera pues, podido
afirmarse que ninguna máquina - aunque tuviera la fuerza de cien
doctores - sería capaz de sacarlo de este mundo y, sin embargo,
se había muerto sin la ayuda de la facultad.
Para completar el retrato del personaje físico
con el retrato del personaje moral, conviene añadir que William
J. Hypperbone era de temperamento muy frío, muy positivista y
que jamás perdía el dominio sobre su voluntad.
Se preguntará si era lógico esperar
algún acto de excentricidad de naturaleza tan práctica y
bien equilibrada. ¿Había en el pasado de este americano
algún hecho que pudiera hacerlo creer?
Sí, uno solo.
A la edad de cuarenta años William J.
Hypperbone había tenido el pensamiento de casarse
legítimamente con la más auténtica centenaria del
Nuevo Continente, el nacimiento de la cual databa de 1781, el mismo
día en que, durante la Gran Guerra, la capitulación de
lord Cornwallis obligó a Inglaterra a reconocer la independencia
de los Estados Unidos. Pero como en el momento en que iba a pedir su
mano la señorita Burgoyne murió de un acceso de
tosferina, Hypperbone no tuvo tiempo de realizar sus propósitos.
Sin embargo, fiel a la memoria de la venerable señorita,
permaneció soltero, y esto bien puede pasar como una
excentricidad.
William J. Hypperbone, a lo largo de su vida,
centuplicó su fortuna, dejando a su muerte un capital enorme.
Ciertamente, la señorita Antonia Burgoyne había hecho mal
en no contraer tan beneficioso enlace. Y ahora que él
había muerto, ¿quién heredaría los millones
del honorable miembro del club de los excéntricos?
En primer lugar, se había preguntado si
éste club no sería instituido heredero universal. Es
preciso notar que William J. Hypperbone vivía en el
círculo de Mohawk Street más que en su hotel de La Salle
Street. Allí hacía sus comidas, allí descansaba,
allí tenía sus placeres, el más vivo de los cuales
era el juego, no el jacquet, ni las cartas, ni el bacará,
ni el pocker, ni aun el piquet o el whist, sino el
que él había introducido en su círculo y el que
prefería a todos: el juego de la oca, el noble juego de los
griegos. Imposible decir hasta qué punto se apasionaba por
él; pasión que había acabado por conquistar a sus
colegas. Se emocionaba al pasearse sobre "el puente", al
perderse en "el laberinto", al chocar en "la cabeza de
la muerte", etcétera.
Desde hacía ya diez años, William J.
Hypperbone pasaba los días en su club, limitándose a dar
algunos paseos por la orilla del lago Michigan. Sin haber tenido nunca
el afán de los americanos de correr mundo, sus viajes se
habían limitado a los Estados Unidos. Así, pues,
¿por qué sus colegas, con los que había mantenido
estrechas relaciones, no habían de heredarlo? ¿No eran
los únicos de sus semejantes a los que había estado unido
por lazos de simpatía y amistad?
Tiempo es de declarar que el difunto no tenía
familia, ni heredero directo o colateral, ni pariente alguno en el
grado de sucesión. De manera que, si había muerto sin
disponer de su fortuna, ésta iría, naturalmente, a la
República Federal.
Por lo demás, para conocer la última
voluntad del difunto no había más que ir a Sheldon
Street, número 17, casa del notario Tornbrock, y preguntarle, en
primer lugar, si existía un testamento, y después,
cuáles eran sus cláusulas y condiciones.
-Señores -respondió Tornbrock a Georges
B. Higginbotham, el presidente, y Thomas R. Carlisle, delegados por el
círculo para visitar al grave notario-: esperaba su visita, que
me honra. Pero -añadió el notario- antes de ocuparse del
testamento conviene ocuparse de los funerales del difunto.
-Respecto a ese punto -respondió Georges B.
Higginbotham-, ¿no deben celebrarse con la magnificencia digna
de nuestro compañero?
-Sólo me resta atenerme a las instrucciones de
mi cliente, contenidas en este pliego -dijo el notario, mostrando un
sobre cuyo sello había roto.
-¿Y estos funerales serán... ?
-preguntó Thomas B. Carlisle.
-Suntuosos y alegres a la vez, señores, con
acompañamientos de músicos y cantantes, y también
con el concurso del público, que no rehusará lanzar
alegres hurras en honor del señor Hypperbone.
-No esperaba yo menos de un miembro de nuestro club
-dijo el Presidente, con un movimiento de aprobación.
-No podía él hacer que lo enterraran
corno un simple mortal -añadió Thomas B. Carlisle.
-También -añadió Tornbrock-
William J. Hypperbone ha manifestado su voluntad de que la
población de Chicago esté representada en sus exequias
por una comisión de seis personas escogidas a la suerte en
circunstancias especiales. Teniendo este proyecto, él
había, desde hace algunos meses, reunido en una urna los nombres
de todos sus conciudadanos de ambos sexos comprendidos entre veinte y
sesenta años. Ayer, siguiendo sus instrucciones y en presencia
del alcalde y sus adjuntos, he procedido al sorteo, y he dado
después conocimiento de esto a los elegidos y los he invitado a
ocupar el primer puesto a la cabeza del cortejo, suplicándoles
no rechazaran el deber de rendirle los honores póstumos.
-Se guardarán muy bien de faltar
-exclamó Thomas B. Carlisle-, pues es de suponer que ellos
serán muy favorecidos por el testador y tal vez instituidos sus
únicos herederos.
-Es posible -dijo el notario-, y no me
asombararía.
-¿Y qué condiciones deben llenar esas
personas elegidas a la suerte? -preguntó Georges B.
Higginbotham.
-Una sola -respondió el notario-. La de haber
nacido y estar domiciliados en Chicago.
-¿Cómo? ¿Ninguna otra?
-Ninguna otra.
-Comprendido -respondió Thomas R. Carlisle-. Y
ahora, señor Tornbrock, ¿cuándo debe usted abrir
el testamento?
-Quince días después del
fallecimiento.
-¿Quince días solamente?
-Solamente, como lo indica esta nota que lo
acompaña. Por consecuencia, el 15 de abril.
-¿Y por qué esta espera?
-Porque mi cliente ha querido, antes de poner al
público al corriente de su última voluntad, que se
tuviera la seguridad de que había pasado a mejor vida.
-¡Era un hombre práctico nuestro amigo!
-afirmó Georges B. Higginbotham.
-En tales circunstancias no se es nunca demasiado
-añadió Thomas B. Carlisle-, y a menos de hacerse
incinerar...
-Aun así -se apresuró a declarar el
notario- se corre el riesgo de ser quemado vivo.
-Sin duda -añadió el Presidente-; pero
practicada la operación, se tiene la seguridad de estar
muerto.
No hay que decir el prodigioso efecto que la noticia
del fallecimiento de William J. Hypperbone causó en la
ciudad.
He aquí lo que se supo desde el primer
momento.
El 30 de marzo, por la tarde, el honorable miembro del
Excentric Club estaba sentado con sus dos compañeros ante la
mesa del juego de la oca. Acababa de hacer la primera jugada, un nueve,
principio feliz que lo enviaba a la casilla cincuenta y seis. De
repente su faz se congestiona, sus miembros se ponen rígidos.
Quiere levantarse, lo hace tambaleándose, extiende las manos, y
hubiera caído al suelo si John T. Dickinson y Harry B. Andrews
no lo hubieran recibido en sus brazos y depositado en un
diván.
Precipitadamente se mandó a buscar un
médico. Vinieron dos. Declararon que William J. Hypperbone
había sucumbido a una congestión cerebral, que todo
había terminado.
Una hora después, el difunto había sido
transportado a su hotel donde el notario Tornbrock, avisado enseguida,
llegó sin perder instante.
El primer cuidado del notario fue abrir aquel de los
pliegos que contenía las disposiciones del difunto que se
relacionaban con sus exequias. En primer lugar, él era invitado
a escoger a la suerte las seis personas que debían unirse al
cortejo, de entre los cientos de miles de nombres contenidos en una
enorme urna colocada en el centro del hall.
Cuando esta extraña cláusula fue
conocida, una nube de periodistas asaltó al notario. El hotel de
La Salle Street no se desocupó en todo el mediodía
y lo que aquellos redactores de crónicas sensacionales
querían arrancarse los unos a los otros no eran los detalles
relativos a la muerte de Hypperbone, ni las causas que tan
inesperadamente se la habían producido... ¡No! ... Eran
los nombres de los seis privilegiados que iban a salir de la urna.
El notario Tornbrock, asediado, salió del
aprieto ofreciendo sacar aquellos nombres a pública subasta y
ofrecerlos al periódico que pagara más, con la reserva de
que el dinero sería repartido entre dos de los veintiún
hospitales de la ciudad, adjudicó la lista al Tribune,
que ofreció hasta diez mil dólares, después de
sostener encarnizada lucha contra el Chicago Inter Ocean.
Pero también, ¡qué triunfo, al
día siguiente! y ¡qué beneficios realizó con
su tirada suplementaria de dos millones quinientos mil ejemplares!
Los vendedores gritaban los nombres de los felices
mortales que el escrutinio eligió entre la población de
Chicago.
Eran seis los favorecidos.
Aparte de este número del 11 de abril, el
Tribune publicó los seis nombres en una lista especial,
que sus agentes distribuyeron profusamente hasta en las aldeas
más lejanas de los Estados Unidos.
He aquí ahora el orden con que la suerte
designó estos nombres, que iban a correr por el mundo durante
muchos meses, ligados a extraordinarias aventuras:
Max Real
Tom Crabbe
Hermann Titbury
Harris T. Kymbale
Lissy Wag
Hodge Urrican.
Como se ve, de estos seis personajes, cinco
pertenecían al sexo fuerte y uno al débil, si es que este
calificativo es exacto tratándose de mujeres
norteamericanas.
Sin embargo, la curiosidad pública no
quedó enteramente satisfecha por lo pronto. El Tribune no
pudo informar al momento a sus innumerables lectores sobre la
condición, clase social y domicilio de los seis elegidos.
Y además, ¿vivían aún
todos? Esta pregunta se imponía.
El hecho de poner en la urna los nombres databa ya de
algún tiempo, de algunos meses; y admitiendo que ninguno de los
favorecidos por la suerte hubiera fallecido, podría suceder que
uno o varios de ellos hubieran marchado de América.
Por lo demás, si podían hacerlo, no
había duda de que vendrían a ocupar su puesto en torno al
carro fúnebre. ¿Era de presumir que respondieran con una
negativa, que no accedieran a la invitación original, pero
seria, de William J. Hypperbone -excéntrico, por lo menos
después de su muerte-, y que renunciaran a las ventajas que
indudablemente les reservaba el testamento depositado en casa del
notario Tornbrock?
¡No! Allí estarían todos, pues
ellos podían con justa razón considerarse los herederos
de la enorme fortuna del difunto y la herencia escaparía
ciertamente a la ambición del Estado.
Y esto se vio cuando, tres días después,
los Seis, que ni se conocían siquiera, aparecieron en la
escalera del hotel de La Salle Street ante el notario, que
después de haberse asegurado de la identidad de cada uno, puso
en sus manos las guirnaldas del carro.
¡De qué curiosidad fueron objeto y
qué envidia despertaron! Por orden de William J. Hypperbone,
toda señal de duelo debía ser prohibida en aquellos
extraordinarios funerales, y los Seis habían acatado esta
cláusula publicada por los periódicos, vistiendo trajes
de fiesta, trajes que por su calidad y corte demostraban que aquellas
personas pertenecían a clases muy diferentes de la sociedad.
Fueron colocados del siguiente modo:
En primer lugar, Max Real a la derecha y Lissy Wag a
la izquierda.
En segundo lugar, Hermann Titbury a la derecha y Hodge
Urrican a la izquierda.
En tercero, Harris T. Kymbale a la derecha y Tom
Crabbe a la izquierda.
Mil hurras los saludaron cuando tales disposiciones
fueron tomadas.
Dada la señal por el superintendente de
policía, se pusieron en marcha, y así siguieron durante
ocho horas las calles de la gran ciudad de Chicago.
Seguramente los seis invitados a las exequias de
William J. Hypperbone no se conocían; pero no tardaron en
entablar relaciones. ¡Quién sabe si estos candidatos a la
futura herencia no se consideraban ya como rivales, si temían ya
que aquella fuera entregada a un solo heredero, en vez de ser repartida
entre los seis!
Se ha visto cómo se realizaron los funerales,
con qué prodigioso concurso de público, de qué
trozos de música y canto que nada tenían de
fúnebre fueron acompañados, y qué alegres
aclamaciones fueron lanzadas en honor del difunto.
Ahora sólo resta penetrar en el recinto de los
muertos y depositar en el fondo de su tumba, para que duerma en ella el
eterno sueño, al que fue William. J. Hypperbone, del Excentric
Club.

Subir
|