El testamento de un excéntrico
Capítulo XVIII
He recibido del señor Hermann Titbury, de
Chicago, la cantidad de trescientos dólares como pago de la
multa a que ha sido condenado por sentencia del 14 de mayo actual por
infracción de la ley sobre bebidas alcohólicas.
Calais (Maine), 19 de mayo de 1897.
El escribano
WALTER HOECK.
Dedúcese de aquí que Hermann Titbury,
tras larga resistencia que duró hasta el 15 de mayo,
vióse en la necesidad de pagar la multa que se le impuso. Hecho
el pago, y establecida la identidad del señor y la señora
Titbury, que viajaban con el nombre de señor y señora
Field, el juez, después de tres días de prisión,
había remitido el resto de la pena.
El día mencionado, a las ocho de la
mañana, el notario Tornbrock efectuó la sexta jugada y
avisó al interesado por el telégrafo de Calais.
Los habitantes de la pequeña ciudad, rnolestos
porque uno de los jugadores de la partida Hypperbone se hubiera
ocultado bajo falso nombre, no se mostraron muy obsequiosos, y hasta se
rieron de la desgracia de Titbury.
Encantados al principio de que, en el Maine, Calais
hubiera sido el lugar elegido por el difunto Hypperbone, no perdonaron
al pabellón azul que no se hubiera dado a conocer desde su
llegada. De aquí que, al ser reconocido el verdadero nombre de
éste, no causara impresión. Cuando el carcelero le dio la
libertad, Hermann Titbury tomó el camino de su posada. Nadie lo
acompañó; nadie volvió el rostro al verlo pasar.
Por lo demás, la pareja no buscaba, como Harris T. Kymbale, las
aclamaciones de la multitud, y no tenía más que un deseo;
abandonar Calais lo más pronto posible.
Eran las nueve de la mañana, faltaban
aún tres horas para que llegara el momento de presentarse en las
oficinas del Telégrafo. Ante el té y los asados de su
almuerzo, el señor y la señora Titbury se ocuparon de
arreglar sus cuentas.
-¿Cuánto hemos gastado desde que salimos
de Chicago? -preguntó el esposo.
-Ochenta y ocho dólares y treinta y siete
centavos -respondió la esposa.
-¡Tanto!
-Sí; y eso que no hemos derrochado nuestro
dinero en el camino.
A no tener la sangre de los Titbury, cualquiera se
hubiera asombrado de que los gastos fueran tan limitados. Verdad que a
ellos había que añadir los trescientos dólares de
la multa, lo que elevaba a buena cifra la sangría hecha en la
bolsa de los Tithury.
-¡Con tal de que el telegrama que recibiremos de
Chicago no nos obligue a partir al otro extremo del territorio!
-suspiró el señor Titbury.
-Preciso sería hacerlo -respondió
seriamente la señora.
-Pues yo preferiría renunciar.
-¿Todavía hablas de eso? -exclamó
la imperiosa matrona-. ¡Sea ésta la última vez que
hables de renunciar a la probabilidad de ganar sesenta millones de
dólares!
Transcurrieron las tres horas, y a las doce menos
veinte, la pareja, instalada en la sala de la oficina
telegráfica, esperaba con la impaciencia que es de suponer.
Apenas si había allí media docena de curiosos.
¡Qué diferencia con el entusiasmo de que
los otro jugadores habían sido objeto en Fort Riley, Austin,
Santa Fe, Milwaukee y Key West!
Llegó el empleado con el telegrama.
-El señor Hermann Titbury.
Titbury sintió que en aquel momento las piernas
le flaqueaban. Su lengua se paralizó y no pudo responder.
-Presente -dijo la señora Titbury, sacudiendo
fuertemente a su marido.
-¿Es usted el destinatario de este telegrama?
-preguntó el empleado.
-Sí ... él es -respondió la
señora Titbury.
-Sí... yo soy - pudo al fin responder su esposo
- Vaya usted a preguntárselo al juez Ordak. Mi identidad me ha
costado muy cara para que pueda ponerse en duda.
El telegrama fue entregado a la señora Titbury,
que lo abrió, pues su marido no hubiera podido hacerlo.
He aquí lo que leyó con voz que fue en
disminución hasta extinguirse antes de pronunciar las
últimas sílabas:
Hermann Titbury. -Dos, por uno y uno, Great Salt
Lake City, Utah. TORNBROCK
La pareja desfalleció, en medio de las mal
disimuladas chanzas, y tuvieron que sentarse sobre uno de los bancos de
la sala.
¡La primera vez, por uno y uno, enviados a la
segunada casilla al fondo del Maine; la.segunda, también por uno
y uno, enviados a la cuarta, a Utah...! ¡Cuatro puntos en dos
jugadas! ¡Y para colmo, después de ir de Chicago al
límite de la Unión, ir casi al otro extremo en el
Oeste!
Recobrada de aquella debilidad, la señora
Titbury cogió a su marido por el brazo y lo arrastró
hacia la posada de Sandy Bar.
La mala suerte estaba declarada. Los otros jugadores
habían adelantado mucho, mientras los Titbury avanzaban a paso
de tortuga.
En fin, si los Titbury no se decidían a
abandonar la partida, convenía que no se retrasaran en Calais,
porque contando que, descansaran algunos días en Chicago, no
había tiempo que perder, pues el 2 de junio debían estar
en Utah.
Por la tarde, la ciudad quedó libre de la
presencia de aquella gente poco simpática, y se esperaba que los
azares del noble juego de los Estados Unidos no los harían
volver, esperanza de la que ellos mismos participaban.
A las cuarenta y ocho horas, los Titbury desembarcaron
en Chicago, algo maltrechos, después de aquellos viajes tan
impropios de su edad y pacíficas costumbres. Permanecieron
algunos días en su casa de Robey Street, pues el señor
Titbury experimentó en el camino uno de esos catarros de
anciano, que él trataba con menosprecio, tratamiento muy en
consonancia con su avaricia reconocida.
Lo cierto fue que sus piernas se negaron a andar, y
hubo que conducirlo desde la estación a su casa.
Los periódicos anunciaron su llegada. Los
periodistas del Staats Zeitung, favorables a su causa, lo
visitaron; pero viéndolo en tan lamentable estado, lo
abandonaron a su mala suerte, y las agencias no encontraron postores
para él ni a siete contra uno.
Sin embargo, se contaba con Kate Titbury. No
trató ésta la enfermedad con la indiferencia que
habitualmente mostraba por los catarros de su marido, sino que con
violencia, y ayudada por su sirvienta, dio a Hermann tales fricciones
que casi le arrancó la piel. Ni asno ni caballo alguno fueron
tratados de tan terrible modo. Ni médico ni boticario
intervinieron en tal tratamiento, y quizás ésta fue la
causa de que el enfermo mejorara.
La curación de éste se efectuó en
cuatro días. El día 23 se dispuso el viaje.
Sacáronse de la caja algunos miles de dólares en papel, y
en la mañana del 24 marido y mujer se pnsíeron en camino,
con tiempo suficiente para llegar a la capital mormona.
En la tarde del 23 llegaron a Ogden, importante
estación que un ramal pone en comunicación con Great Salt
Lake City.
En este punto acaeció un encuentro, no entre
dos trenes, sino entre dos de los jugadores, encuentro que
clebía tener singulares consecuencias.
Por la tarde Max Real, de regreso de su visita al
Parque Nacional, acababa de llegar a Ogden. Desde allí se
dirigiría el día 29 a Cheyenne, para saber el resultado
de la tercera jugada que le concernía. Paseándose estaba
por el andén de la estación, cuando se encontró
frente a frente con Titbury, en compañía del cual
había seguido el fúnebre cortejo de William J.
Hypperbone, y figurado en el Auditorium durante la lectura del
testamento del excéntrico difunto.
Aquella vez la pareja se había guardado muy
bien de viajar con nombre supuesto, por no querer exponerse de nuevo a
los inconvenientes de que en Calais había sido
víctima.
Júzguese, pues, la sorpresa que
experimentó el pabellón azul cuando ante regular
número de personas que se habían apeado del tren,
oyó que lo interpelaban de la manera que sigue:
-¿Si no me engaño, tengo el honor de
hablar con Hermann Titbury, de Chicago, mi compañero en la
partida Hypperbone?
La pareja se estremeció. Visiblemente
disgustado por ser señalado a la atención pública,
el señor Titbury se volvió y no pareció haber
visto nunca al importuno, aunque lo hubiera reconocido
perfectamente.
-No sé, caballero -respondió-.
¿Se dirige a mí, por casualidad?
-Perdone -dijo el pintor-. No creo equivocarme. Hemos
estado juntos en las famosas exequias en Chicago. Soy Max Real.
-¿Max Real? -respondió la señora
Titbury como si oyera pronunciar aquel nombre por vez primera.
Max Real, que comenzaba a impacientarse, dijo
entonces:
-¿Es o no es usted el señor Hermann
Titbury de Chicago?
-Pero, caballero -le respondió Titbury con tono
agrio-, ¿con qué derecho se permite interrogarme?
-¿Lo toma usted así? -dijo Max Real,
cubriéndose-. ¿No quiere ser el señor Titbury, uno
de los Siete, expedido primero a Maine y a Utah después? Bien,
usted sabrá por qué. En cuanto a mí, soy Max Real,
que vuelve de Kansas y de Wyoming. Y ahora, ¡buenos
días!
En aquel momento, un hombre que había observado
la escena con interés, se acercó. Tendría este
individuo unos cuarenta años, y rostro franco que inspiraba
confianza aun a las gentes más desconfiadas.
-He ahí -dijo inclinándose ante la
señora Titbury- una persona impertinente que por su conducta
incorrecta se ha hecho acreedor a una buena lección.
-Le doy las gracias, caballero -respondió el
señor Titbury, lisonjeado de que hombre tan distinguido tomara
su defensa.
-Pero ¿es realmente Max Real ... su
compañero?
-Sí... me parece -respondió el
señor Titbury-, por más que, a decir verdad, yo apenas lo
conozco.
Pero ¿quién era aquel personaje? El
señor Robert Inglis, de Great Salt Lake City, un corredor de
comercio de los más entendidos, que conocía a fondo la
provincia, por haberla recorrido durante gran núrnero de
años. El cual, después de haber indicado su nombre y
profesión, ofrecióse galantemente a dirigir a los esposos
Titbury, y se encargó de buscarles un hotel conveniente.
¿Cómo rehusar los ofrecimientos del
señor Robert Inglis, que declaró, además, haber
apostado fuerte suma a favor del jugador número tres? Él
tomó las pequeñas maletas de la señora Titbury y
las depositó en uno de los vagones del tren que iba a partir
para Ogden.
Al señor Titbury le resultaba
extraordinariamente simpático el señor Robert Inglis,
sobre todo por haber tratado a Max Real como merecía.
Además, se felicitaba por haber encontrado un compañero
de viaje tan amable que le serviría de guía en la
capital. de Utah.
Todo iba, pues, de la mejor manera que se podía
desear. Los viajeros se instalaron en un vagón. El señor
Inglis fue tan interesante como inagotable en su
conversación.
Eran las siete y media cuando el tren se detuvo en la
estación de Great Salt Lake City.
Robert Inglis había dicho que era una
magnífica ciudad, y ciertamente no dejaría partir a sus
nuevos amigos sin que la hubieran visitado.
De todos modos, aquella noche no era cosa de visitar
Great Salt Laky City. Lo que más urgía era elegir un
hotel; y como el señor Titbury no quería pagar precio
exhorbitante, su guía le propuso uno fuera de la ciudad: Hotel
Económico.
Este nombre bastó para que la pareja se
tranquilizara. Después, dejando en la estación el
equipaje, para volver si el Hotel Económico les convenía,
los esposos siguieron al señor Inglis, que se había
empeñado en llevar por sí mismo el saco y la maleta de la
"excelente señora". Descendieron hacia los barrios
bajos de la ciudad, de la que los Titbury nada pudieron ver, pues ya
era de noche; llegaron a la orilla derecha de un río que el
señor Inglis dijo era Crescent River, y caminaron unas tres
millas. Tal vez los Titbury encontraron algo largo el paseo; pero con
la idea de que el hotel sería tanto más barato cuanto
más lejos de la ciudad estuviera, no pensaron en quejarse.
A las ocho y media, y en medio de la oscuridad
más completa, pues el cielo estaba brumoso, los viajeros
llegaron ante una casa, cuya apariencia no les fue posible juzgar.
El hotelero, hombre de rostro feroz, los introdujo en
un cuarto del piso bajo, blanqueado de yeso, y amueblado
únicamente con un lecho, una mesa y dos sillas. Esto les
bastaría; y dieron las gracias al señor Inglis, que se
despidió de ellos, prometiendo volver al siguiente día
por la mañana.
Muy fatigados, el señor y la señora
Titbury, después de haber comido el resto de las provisiones que
en el saco de viaje llevaban, se acostaron. Pronto quedaron dormidos y
soñaron que los pronósticos del atento Robert Inglis se
realizaban, y que la próxima jugada les hacía ganar
veinte casillas.
A las ocho se despertaron, tras noche reposada y
tranquila. Se levantaron sin apresuramiento, pues nada tenían
que hacer sino esperar a su guía para visitar la ciudad con
él..
A las nueve nadie había aparecido aún.
El señor y la señora Titbury, vestidos y en
disposición de salir, mira. ban por la ventana que se
abría sobre una gran calle.
El hotel debía estar en paraje solitario, pues
inclinándose sobre la ventana, el señor Titbury no
distinguía ninguna casa, ni en aquella orilla ni en la opuesta.
Sólo la sombría masa de los verdes bosques, de pinos que
se agrupaban en la ladera de la alta montaña.
A las diez, nadie aún; el señor y la
señora Titbury empezaron a impacientarse y además
sentían hambre.
-Salgamos -dijo la mujer.
-Salgamos -dijo el marido.
Y empujando la puerta de la habitación,
penetraron en una sala central, verdadera sala de taberna, cuya puerta
de entrada daba a la calle.
Allí había dos hombres mal vestidos, de
aspectos poco tranquilizador, con los ojos enrojecidos por el abuso de
la ginebra, y que, al parecer, guardaban la puerta.
-¡No se pasa!
Tal fue el mandato que en tono rudo dirigió uno
de ellos al señor Titbury.
-¿Cómo que no se pasa?
-No... sin pagar.
-¿Pagar?
Esta palabra era la que menos agradable al
señor Titbury cuando era dirigida a él.
-¿Pagar? -repitió-. ¿Pagar por
salir? ¡Esto es broma!
La señora Titbury, víctirna de repentina
inquietud, no tomó así el asunto y preguntó:
-¿Cuánto?
-Tres mil dólares.
Ella reconoció la voz que había
pronunciado estas palabras. Era la voz de Robert Inglis, que se
presentó a la entrada del hotel.
El señor Titbury, menos perspicaz que su mujer,
quiso echar a broma él asunto.
-¿Eh? -dijo-. Aquí está nuestro
amigo.
-En persona -respondió el tal.
-Y siempre de buen humor.
-Siempre.
-Verdaderamente, es bien extraña esta
reclamación de tres mil dólares.
-¡Qué quiere usted! Tal es el precio de
una noche en Cheap Hotel.
-¿Habla usted seriamente? -preguntó la
señora Titbury palideciendo.
-Muy seriamente, señora.
Aquel Robert Inglis era uno de los muchos bandidos de
aquellas lejanas comarcas de la Unión. Max Real, con las
preguntas que dirigió a los Titbury, le puso sobre buena pista.
Entonces ofrecióse a la pareja, y sabedor después de que
llevaban consigo tres mil dólares -confesión imprudente-,
les había conducido a aquella solitaria taberna, donde estaban a
merced suya.
Aunque demasiado tarde, el señor Titbury le
comprendió.
-Caballero -le dijo-, espero que nos dejará
salir al momento. Tengo que hacer en la ciudad.
-Nada tiene usted que hacer en ella antes del 2 de
junio, día en que llegará el telegrama que le interesa
-respondió sonriendo el señor Inglis-, y estamos a 29 de
mayo.
-¿Pretende, pues, detenernos durante cinco
días?
-Y aún más... -respondió el
otro-, a no ser que me entregue usted tres mil dólares en buenos
billetes del Banco de Chicago.
-¡Miserable!
-Guardo con usted extremada cortesía -dijo el
señor Inglis-. Procure portarse lo mimo conmigo, señaor
Pabellón Azul.
-Pero... ese dinero, ¡si es cuanto llevo!
-Al rico Hermann Titbury le será fácil
que desde Chicago le envíen cuanto necesite. Su caja está
bien provista. Y advierta que sobre sí lleva esos tres mil
dólares que le pido, y que podría robárselos.
Pero... no somos ladrones. Solamente que tal es el precio del Hotel
Económico, y usted tendrá que conformarse con
él.
-¡Nunca!
-Como usted quiera.
Y pronunciada esta frase, volvió a cerrarse la
puerta, y los esposos quedaron presos en la sala baja.
¡Qué recriminaciones entonces sobre aquel
viaje, sobre las tribulaciones del mismo, sin hablar de los peligros
que. los amenazaban! ¡Tras la multa de Calais, el robo de Great
Salt Lake City! ¡Qué mala suerte, haber tropezado con
aquel bandido!
-¡Y todo por ese indecente Max Real!
-exclamó el señor Titbury-. Nuestro nombre, que no
queríamos hacer conocer más que a la llegada, él
lo proclamó en plena estación. Y ese bandido lo
oyó.- ¿Qué hacer?
-Sacrificar los tres mil dólares -dijo la
señora Titbury.
-¡Nunca! ¡Nunca!
-¡Hermann! -se contentó con decir la
imperiosa mujer.
Sin embargo, el señor Títbury
resistió. Tal vez recibieran inesperado socorro. Un destacamento
de tropa... o al menos, algunos que pasaran por aquellos lugares y a
los que pediría socorro. ¡Vana esperanza! Un minuto
después, ambos eran conducidos a una habitación cuya
ventana no se abría más que sobre un patio interior. El
feroz posadero puso entonces algunos alimentos
a su disposición. Realmente, para el precio pedido no era mucho
exigir tener, a razón de más de mil dólares por
día, no sólo habitación, sino alimento en el Hotel
Económico.
Dos días transcurrieron. Nadie podría
explicar a qué grado de rabia llegaron los prisioneros. No
volvieron a ver al señor Inglis, que, sin duda, se
mantenía lejos de ellos por discreción y para no
aparentar que ejercía presión sobre sus
huéspedes.
Llegó el primero de junio. Antes de las doce,
el jugador número tres debía estar en las oficinas del
Telégrafo de Great Salt Lake City. De no hacerlo así,
perdería todos sus derechos a continuar una partida tan
desastrosa hasta entonces para el pabellón azul.
El señor Titbury no quería ceder. No
cedería. Más, forzada por las circunstancias, la
señora Titbury intervino con raro vigor para imponer su
voluntad. Suponiendo que el capricho de los dados hubiera enviado al
señor Titbury a la hostería, al laberinto, a los pozos, a
la prisión, ¿no hubiera tenido que pagar primas dobles y
triples? ¿Acaso hubiera dudado en hacerlo? No. Pues no
había más remedio que aceptar las circunstancias actuales
y entregar lo que se les exigía, pues si bueno es tener dinero,
vale más la vida, y ésta se encontraba comprometida entre
aquellos bandidos.
El señor Titbury resistió hasta las
siete, con la esperanza de un providencial socorro, que no
llegó.
A las siete y media, el señor lnglis se hizo
anunciar.
-Mañana es el gran día -dijo-.
Sería conveniente, que usted estuviera esta noche en Great Salt
Lake City.
-Y quién sino usted me lo impide
-exclamó el señor Titbury, ahogado por la
cólera.
-¿Yo? -respondió el señor Inglis,
siempre sotiriente-. Con que usted se decidiera a arreglar nuestra
cuenta, bastaba.
-Ahí está -dijo la señora
Titbury, tendiendo al señor Inglis el manojo de billetes que su
marido, con la muerte en el alma le había entregado.
El señor Titbury se sintió morir al ver
que aquel canalla tomaba el fajo y contaba la suma, y no
encontró palabra que responder cuando el señor Inglis
dijo:
-Es inútil que le dé a usted recibo,
¿verdad? Pero no tema usted. Yo se lo abonaré en su
cuenta. Y ahora, sólo me resta desear a ustedes buena suerte
para ganar los millones del match Hypperbone.
La puerta estaba libre y, sin escuchar más, la
pareja se lanzó fuera. Era casi de noche y el sitio sería
difícil de reconocer.
¿Cómo indicar a la policía el
lugar de aquella escena tragicómica?
Lo que más importaba era dirigirse a Great Salt
Lak,City, cuyas luces se distinguían a tres millas de
allí subiendo por el Crescent River. Una hora después el
señor y la señora Titbury llegaron a la Nueva Sión
y entraron en el primer hotel que hallaron. ¡Nunca les
costaría tan caro como el Hotel Económico!
Al siguiente día, 2 de junio, el señor
Titbury se personó en el despacho del sheriff, a fin de
presentar su denuncia y solicitar que los agentes se pusieran a la
busca de Robert Inglis. Tal vez estaría aún a tiempo de
recobrar los tres mil dólares.
El sheriff (un magistrado muy inteligente)
recibió con interés la denuncia del robado contra el
ladrón. Desgraciadamente, el señor Titbury sólo
pudo dar vagas noticias sobre la taberna. Había sido conducido a
ella de noche. Había partido de noche. Cuando habló del
Hotel Económico, el sheriff le respondió, que
él no conocía hotel que llevara tal nombre, y que en el
país no exisitía el Crescent River a que se
refería. Sería, pues, difícil echar mano al
bandido, que, por otra parte, debería haberse fugado con sus
cómplices. En cuanto a lanzar una brigada de policías,
sobre la pista, en aquel país de bosques y montes, a nada
conduciría.
-¿Dice usted, señor Titbury
-preguntó el sheriff-, que ese hombre se llama...?
-Inglis. El miserable Robert Inglis.
-Sí; ese es el nombre que le dio... Pero
reflexionando sobre el caso, no dudo que se trata del famoso Bill
Arrol. Lo reconozco en su manera de operar. No es su primer golpe.
-¡Y aún no lo ha detenido!
-exclamó el señor Titbury furioso.
-Aún no. Estamos en el período de
vigilancia. Pero más tarde o más temprano caerá en
nuestras rnanos.
-¡Ya no será tiempo para mí!
-Pero sí para él. Y se le
electrocutará, a menos que no sea ahorcado.
-Pero, ¿y mi dinero, señor, y mi
dinero?
-¡Qué quiere usted! Sería preciso
prender a ese diablo de Bill Arrol, y la cosa no es fácil. Todo
lo que puedo prometerle es enviarle un cabo de su cuerda, si se cuelga,
y si para entonces no está terminado el match,
poseyendo tal talismán, tendrá usted la seguridad de
ganar.
Y eso fue todo lo que el señor Titbury pudo
obtener de aquel original sheriff.

Subir
|