El testamento de un excéntrico
Capítulo XIII
A las ocho de la mañana del 11 de mayo, el
comodoro Urrican había tenido la noticia del número de
puntos de la jugada sexta que le concernía, y a las nueve y
veinticinco había abandonado Chicago.
Como se ve, no había perdido el tiempo, y
debía no perderlo dada la obligación de encontrarse antes
de quince días en el extremo de la península de
Florida.
Nueve, por cuatro y cinco, era uno de los mejores
golpes de la partida. De un salto el afortunado era enviado a la
casilla cincuenta y tres, aunque esta casilla la ocupaba en el mapa el
estado de Florida, el más alejado en el sureste de la
República norteamericana.
Los amigos de Hodge Urrican, sus partidarios, mejor
dicho, pues él no tenía amigos, quisieron felicitarlo a
su salida del Auditorium; el comodoro contestó con aquel tono
agrio que daba tanto encanto a sus palabras.
-Comodoro -se le repetía- cinco y cuatro es un
magnífico comienzo.
-Soberbio... sobre todo para el que tiene que ir a
Florida.
-Ha de convenir que con eso adelanta en mucho a los
demás jugadores.
-Creo que esto es justo, puesto que la suerte me hace
salir el último.
-Seguramente, señor Urrican, y bastaría
ahora obtener el número diez para triunfar, y habría
usted ganado la partida en dos jugadas.
-Es verdad, señores. Y si obtuviera el nueve no
podría ganar la jugada siguiente. Y si obtengo más del
diez, sería preciso retroceder no se sabe dónde.
-No importa, comodoro. En su lugar, otro
estaría satisfecho.
-¡Bien, pues yo no lo estoy!
Gruñendo y de mal hunior, el comodoro Urrican
regresó a su casa de Randolph Street, con Turk, cuyas
quejas eran tan violentas que su amo tuvo que ordenarle formalmente que
se callara.
¿Su amo? ¿Era su criado? Sí y
no.
En primer lugar, aunque estuviera al servicio del
comodoro, no recibía sueldo alguno, y cuando tenía
necesidad de dinero -siempre muy poco- lo pedía, y aquél
se lo daba. Turk era un antiguo marinero de la marina federal, que no
había navegado más que a bordo de los mismos barcos que
Hodge Urrican. Así es que ambos se conocían bien, y Turk
era la única persona con la que el irascible oficial
podía entenderse. Cuando fue jubilado, abandonó la
marina, se reunió con el comodoro y se unió a él
en las condiciones que se han indicado ya. De esto hacía ya tres
años.
Pero lo que nadie sospechaba era que Turk era el
más inofensivo y menos matón de los hombres. Turk
experimentaba verdadero afecto por el comodoro, a despecho de su
insociabilidad. Era como uno de esos perros fieles que, cuando su amo
se enfada con alguien, ladra con furor. Pero la costumbre de gritar por
cualquier cosa y más alto que Urrican, no había alterado
la dulzura de su carácter. Su cólera era fingida, y
representaba maravillosamente una comedia.
Por puro afecto hacia su jefe, y con el objeto de
contener a éste espantándolo por las consecuencias de su
furor, hacía lo que hacía. Y, en efecto, cuando Turk
intervenía, Hodge Urrican acababa por tranquilizarse.
Cuando uno hablaba de ir a pedir cuentas a
algún sinvergüenza, el otro hablaba de romperle las
narices, y cuando el comodoro hablaba de romper narices, el otro
hablaba de dar muerte; entonces el comodoro procuraba hacer entrar en
razón a Turk. De esa manera éste ponía fin con
frecuencia a cuestiones de las que el comodoro tal vez hubiera salido
mal librado.
Tal era el hombre original -bastante diestro para no
haber dejado adivinar su juego- que aquella mañana
acompañaba al comodoro Urrican a la estación central de
Chicago.
Y ¿cuál sería el itinerario
adoptado por el comodoro? Seguramente el que ofreciera menos peligros
de retrasos.
-Escucha, Turk -había dicho así que
entró en su casa-. Escucha y mira.
-Escucho y miro, jefe.
-Este mapa que tienes delante es el de los Estados
Unidos. Aquí está Illinois. Aquí la Florida.
Comprenderás, Turk, que si no se tratara de ir más de
Tallahassee, la capital de Florida, o de Pensacola, o hasta
Jacksonville, el viaje hubiera sido fácil y rápido,
combinando los diversos trenes que llevan a esos puntos.
-Fácil y rápido -repitió
Turk.
-¡Cuando pienso que esa señoritinga de
Lissy Wag va a trasladarse sólo de Chicago a Milwaukee!
-¡La miserable! -gruñó Turk.
-Y que ese Hipperbone...
-¡Oh, si no estuviera muerto, mi comodoro!
-exclamó Turk, levantando el puño, como si hubiera
querido acogotar al difunto.
-Cálmate, Turk. Está muerto. Pero,
qué idea tuvo de elegir en toda la Florida, el punto más
alejado del estado, el final de esa cola de la península que se
remoja en el golfo de México.
-Una cola con la que merecía ser azotado hasta
sacarle sangre -declaró Turk.
-En fin, el hecho es que tenemos que ir a Key West, a
este islote de los Pine Island.
-Mal sitio, comodoro -respondió Turk.
-Pues bien: yo creo que lo mejor y lo más corto
será efectuar la primera mitad del viaje por tierra, y la
segunda por mar, o sea novecientas millas para llegar a Mobile,
Alabama, y de quinientas a seiscientas para llegar a Key West.
Turk no hizo objeción alguna a tan razonable
proyecto.
En treinta y seis horas de tren, Hodge Urrican
estaría en Mobile, y le quedarían doce días para
efectuar la travesía de Mobile a Key West.
-Y si no llegamos -declaró el comodoro-
será que no navegarán los barcos.
-O que no habrá agua en el mar
-respondió con tono amenazador para el golfo de
México.
Se convendrá en que no eran de temer estas dos
eventualidades.
Tampoco habría dificultad de encontrar en
Mobile un barco dispuesto a partir para la Florida. Este puerto no es
muy frecuentado por ser su movimiento de navegación muy
considerable.
Ningún incidente ocurrió a su partida,
en la que se lanzaron los hurras de costumbre. Únicamente el
comodoro tuvo unas palabras muy vivas con el jefe de estación
por motivo de un retraso de tres minutos y medio.
El tren partió a gran velocidad, y así
atravesaron Illinois.
La tarde del día 12 el tren franqueaba el
límite de Alabama, y a las diez de la noche se detenía en
la estación de Mobile.
El comodoro se hizo conducir a un hotel situado cerca
del puerto. Al amanecer, Hodge Urrican y Turk abandonarían sus
respectivos cuartos, y si había un barco presto a darse a la
vela en dirección al estrecho de Florida, se embarcarían
aquel mismo día.
Pero hay personas de mala suerte, y esta vez Hodge
Urrican tuvo motivo para encolerizarse. Había llegado a Mobile
en plena huelga general de cargadores, que amenazaba durar varios
días. Y de los barcos dispuestos para darse a la mar, ninguno
podría hacerlo sin previo acuerdo de los armadores, resueltos a
resistir a las pretensiones de los huelguistas.
De aquí que en vano esperó el comodoro
durante los días 13, 14 y 15 a que un navío acabara su
cargamento y partiera. Hodge Urrican, preciso es reconocerlo, era
hombre decidido y sabía tomar su partido sin vacilaciones.
Así es que el día 16, por la mañana, cogió
de nuevo el tren y, la misma noche de aquel día, llegó a
Pensacola, ya en Florida.
Quedábanle aún nueve días y, en
realidad, este tiempo era mayor que el que exige la travesía de
Pensacola a Key West, aún a bordo de un velero.
Pero... La mala suerte continuaba. En Pensacola no
había huelga, pero tampoco había ningún barco
dispuesto a zarpar, al menos en dirección a Key West.
-Decididamente -dijo Urrican, mordiéndose los
labios- esto va mal.
-Y ¡sin nadie a quien poderle hacer pagar las
culpas! -respondió su compañero, arrojando en torno una
feroz mirada.
-No podemos, sin embargo, permanecer aquí
durante una semana sobre nuestra ancla.
-No. .. Es menester aparejar, cueste lo que cueste, mi
comodoro -declaró Turk.
-Conformes... Pero, ¿cómo vamos a
trasladarnos de Pensacola a Key West?
Transcurrieron dos días, y ya no quedaba
más recurso que intentar por tierra lo que por mar no era
posible.
¡Cuántas fatigas y retrasos habría
que temer!
Júzguese. .. Era menester atravesar en
ferrocarril la Florida en toda su latitud. Un recorrido de seiscientas
millas con trenes que no empalmaban. Y esto hubiera sido aún
aceptable si, a partir de allí la red de vías
férreas sirviera por completo la parte meridional de la
Península. Pero no era así, y si no encontraban un barco
dispuesto a partir, tendrían que recorrer un largo camino en las
más deplorables condiciones.
Esta parte de Florida, el país de los
Everglades, tenía pocos medios de comunicación, y
difíciles todos ellos. Había que penetrar en bosques
inmensos y en regiones de aguas pantanosas, deshabitadas por completo,
o habitadas por indios de la tribu de los seminolas. El clima
allí es húmedo y cálido, propicio al desarrollo de
las fiebres palúdicas, que en algunas horas matan a los hombres
de más recia constitución.
Era el 19 de mayo. No quedaban más que seis
días... Y el camino por tierra era imposible.
Aquella mañana, el comodoro fue abordado en el
muelle por uno de esos patronos, mitad americanos, mitad
españoles, que hacen el cabotaje en pequeña escala a lo
largo de las costas de Florida.
El patrón, llamado Huelcar, le dirigió
la palabra llevándose la mano a la gorra.
-¿No hay barco para la Florida, mi
comodoro?
-No -respondió Urrican-, y si me indica usted
alguno, le daré diez dólares.
-Conozco uno.
-¿Cuál?
-El mío.
-¿El de usted?
-Sí, la "Chicola", una linda goleta
de cuarenta y cinco toneladas, tres hombres de tripulación y que
con un buen viento hace sus buenos seis nudos.
-¿Cuánto me costará la
travesía? -preguntó el comodoro.
-Cien dólares por día.
-¿Con alimentación?
-Con alimentación.
Era caro. Huelcar abusaba de su situación; pero
no importaba.
-Partiremos al instante -ordenó Hodge
Urrican.
Embarcarse en la "Chicola" era el
único medio de llegar a Key West, antes del mediodía del
día 25.
A las ocho pagaban ya la cuenta del hotel, y cincuenta
minutos después la goleta salía de la bahía y
ponía la proa hacia alta mar.

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