El testamento de un excéntrico
Capítulo XXV
Si los esposos Titbury y el comodoro Urrican se
quejaban con razón de su mala suerte, parece que el redactor
jefe del Tribune tenía también derecho a
quejarse. Una jugada le había obligado a ir al Niágara,
estado de Nueva York, y pagar una prima; después de allí,
a Santa Fe, capital de Nuevo México. Y ahora la nueva jugada lo
ponía en camino de Nebraska y después del estado de
Washington.
Efectivamente, en Charleston, Carolina del Sur, donde
acababa de ser tan calurosamente acogido, Harris T. Kymbale
había recibido, el 4 de junio, el telegrama correspondiente, El
punto de diez, por seis y cuatro, lo enviaba de la casilla
veintidós a la cuarenta y dos. Era ésta la de Nebraska,
elegida por el difunto para el Laberinto del noble juego de la oca.
Esto no dejaba de ser grave, pues el jugador, después de ir al
sitio indicado y pagar una prima doble, debía retroceder a la
casilla treinta, ocupada por el estado de Washington.
Como se comprenderá, al anuncio de esta jugada,
sus partidarios, reunidos en gran número en las oficinas del
telégrafo de Charleston, quedaron aterrados, y el periodista se
vio muy cerca de perder su situación de favorito, que la mayor
parte de la gente le atribuía, algo ligeramente, sin duda
alguna.
Pero aquel hombre, tan aturdido como resuelto,
tranquilizó bien pronto a sus partidarios
-¡Eh, amigos, no hay que desesperarse!
-exclamó-. Ya saben que los largos viajes no me causan miedo. De
Charleston a Nebraska, y de Nebraska a Washington ¡bah!,
cuestión de un par de saltos. En cuanto a la prima que tengo que
pagar, esto es cosa que interesa al cajero del Tribune.
¡Cómo no tener confianza absoluta en
aquel hombre que tan confiado se mostraba! Y continuaron
teniéndosela.
Sin embargo, Harris T. Kymbale se engañaba si
creía que todo era tan fácil. Sólo existía
una solución de continuidad, y ésta debía serle
indicada por el secretario de redacción, por el siguiente
telegrama, recibido el mismo día, donde se especificaba
día por día, la manera de poder estar en el estado de
Washington, precisamente la ciudad de Olimpia, el 18 al
mediodía:
“1° Abandonar Omaha City en la mañana
del 7 por el tren de la U.P. de las ocho y treinta y cinco, para llegar
a Julesburg Junction por la noche, a las seis y treinta.
“2° Tomar allí el coche, que al
efecto estará dispuesto, para recorrer el camino de cien millas
que conduce a las Tierras Malas de Nebraska. Llegar allí al
siguiente día por la mañana, y hacer constar su
presencia, regresando en el coche a Julesburg.
“3° Tomar de nuevo en Julesburg, la tarde
del 10, el tren que se dirige a California, que dejaría a Harris
T. Kymbale en la estación de Sacramento, pues los trabajos de
reparación interrumpían la circulación hasta la
estación de Roseburg, Oregón.
“4° En este país montañoso,
por el que sólo con gran lentitud pueden circular carruajes,
hacer a caballo el trayecto de doscientas cuarenta millas, a fin de
llegar más tarde el día 17 a la estación de
Roseburg.
“5° Tomar, la tarde del 17, en Roseburg, el
tren para Olimpia, que llega por la mañana a esta ciudad.
“Nota. Se ruega a Harris T. Kymbale no pierda
absolutamente ringún tiempo, y que no se olvide de que el
periódico tiene comprometidas grandes sumas sobre las
probabilidades de triunfo del pabellón verde.”
El telegrama era extenso, pero claro y
explícito.
Era de esperar que no habría ningún
retraso, pues la mitad de una jornada bastaría ya para
comprometer el resultado del viaje.
La primera parte de su viaje, hasta Julesburg
Junction, transcurrió sin ninguna novedad, salvo las repetidas
muestras de simpatía a su paso por los diferentes puntos donde
se detuvo, pero esto en realidad no podía consíderarse ya
como novedad. Nuevamente, en Julesburg lo rodearon sus partidarios,
algunos de ellos dispuestos a acompañarlo en su viaje hasta las
Tierras Malas.
Este viaje lo debía efectuar en una diligencia
transcontinental de la Wells y Frago, pintada de rojo, de las que en
otras épocas recorrían el territorio federal. No
tenía más que un compartimento para nueve plazas, tres en
las banquetas de delante, tres en las de en medio, y tres en las de
atrás, con correas para que los vacilantes viajeros pudieran
sostenerse.
El jugador número cuatro ocupó el
interior con ocho de sus partidarios. El viaje fue malo, y
después de cuarenta horas infernales encerrados en aquel
cajón, llegaron la noche del 8 al distrito de las Tierras Malas.
Allí no había pueblos, sólo inmensas praderas
donde los caballos podían pastar a su gusto.
Después de una noche pasada en el bosque,
quedó el carruaje al cuidado del conductor, y se empezó a
descender por el salvaje valle.
¡Qué razón había tenido
William J. Hypperbone al elegir la región de Nebraska para hacer
de ella el laberinto de la casilla cuarenta y dos! La región de
las Bad-Lands es un verdadero laberinto y de los más
intrincados, toda ella llena de cañones y desfiladeros
estrechos, del mismo color rojizo y grisáceo, que le dan un
aspecto desolador pero hermoso.
Por suerte no le era preciso a Harris T. Kymbale
penetrar en las sinuosidades de las Tierras Malas. Bastaba con que el
jugador número cuatro se presentara en persona a la entrada del
laberinto, y que su presencia se hiciera constar en un acta. El acta
fue redactada por Kymbale y firmada por todos sus acompañantes.
Esto sería suficiente para probar su llegada a aquella
región, Acto seguido volvieron a tomar el carruaje y a las diez
de la mañana estaban de regreso en Julesburg Junction. Una hora
después, llegaba el tren de la Union Pacific.
El periodista atravesó los estados de Wyoming,
Utah y Nevada y parte del de California, para llegar a la capital de
ésta, Sacramento, la noche del 11 al 12 de junio.
Un excelente recibimiento esperaba al periodista. Sus
partidarios, en gran numero, lo aclamaron; pero no pensaron en
detenerlo, pues el tren partía pronto de Sacramento.
También lo esperaba la buena noticia, dada por el corresponsal
del Tribune en aquella población, que podría
recorrer parte de su camino, hasta Shasta, en tren y que en aquella
población lo esperaban las caballerías que, con un buen
guía conocedor de la región, lo conducirían hasta
Roseburg.
Poco debería ganar, sin embargo, en tiempo,
puesto que el tren marchaba con fastidiosa calma, deteniéndose
además, en todas las estaciones. Hay que decir en favor suyo que
el camino no cesaba de subir, a fin de ganar la región de la
Alta California, a considerable altura sobre el nivel del mar.
Así, pues, hasta las ocho de la mañana
del día 13, no llegó el tren a Shasta, estación en
la cual, como se recordará, la vía estaba interrumpida.
Antes de tomar el tren en Roseburg, Harris T. Kymbale tenía que
recorrer unas cien leguas en dirección norte, con el guía
y los caballos que habían sido pedidos por el corresponsal del
Tribune.
No quedaban más que cinco días para
llegar a Olimpia, cuatro de los cuales debían ser empleados en
el víaje a caballo. Esto no era cosa imposible, pero sí
fatigosa para caballos y jinetes.
En la estadón lo esperaban el guia, un hombre
de unos cuarenta años, llamados Fred Wilmot, y un mozo de
cuadra, con tres caballos.
-¿Dispuesto? -preguntó el
guía.
-¡Dispuesto! -contestó el periodista.
-Pues en marcha.
Los caballos partieron al trote largo. De la
cuestión de la alimentación no había que
preocuparse, puesto que por el camino encontrarían gran
número de pueblos y aldeas.
El camino seguía la ribera derecha del
Sacramento, y después de una parada para comer en una granja,
Fred Wilmot se detuvo en Butter, para pasar la noche.
Siete horas de sueño profundo en una posada, y
los viajeros volvieron a partir, cruzando al cabo de unas horas la
frontera de Oregón. Por la noche descansaron en la aldea de
Jackson.
Al siguiente día, el 16, después de una
última jornada que los caballos recorrieron sin gran trabajo, el
guía señaló las luces de Roseburg.
Después de despedirse calurosamente del
guía, el periodista se fue a descansar, y al día
siguiente, al alba, saltó (éste fue el término
empleado por el señor Kymbale) al primer tren que partía
para Olimpia.
Este tren atravesó, raudo, todo el estado de
Oregón, para penetrar en el de Washington por Vancouver, el
día 18, a las ocho de la mañana.
Harris T. Kymbale no disponía mas que de seis
horas; pero sólo le faltaban ciento veinte millas para llegar a
Olimpia.
De Vancouver partió Harris T. Kymbale a las
ocho y diez de la mañana, a fin de realizar la última
jornada de su viaje. El tren corría raudo por aquella
región regada por los afluentes del Columbia, dejando
atrás pueblo tras pueblo y ciudad tras ciudad.
A las once y tres minutos se detuvieron en el pueblo
de Tenino, donde esperaba al periodista una noticia
catástrófica: era imposible que el tren siguiera
adelante. A diez millas de Tenino, una hora antes se había
hundido un puente, y la circulación era imposible por aquella
parte de la línea.
Golpe mortal como ninguno, del que el jugador
número cuatro jamás se levantaría.
-¡Ah! -exclamó lanzándose fuera
del vagón-. ¡Naufragaré a la vista del puerto!
Pero no... Tres jóvenes, que se habían
apeado del tren, se acercaron al periodista.
-Señor Kymbale -le dijo uno de ellos-,
¿sabe usted montar en bicicleta?
-Sí.
-Pues venga usted.
No hubo más palabras, como conviene entre
gentes prácticas en los Estados Unidos.
Del furgón de equipajes fue retirada una
bicicleta triple y depositada en el andén.
-Señor Kymbale -dijo el joven-, uno de nosotros
le cederá el asiento de en medio, el otro se pondrá
atrás, y yo delante, y hay probabilidades de llegar a Olimpia al
mediodía.
-Caballeros, muchísimas gracias. ¡En
marcha!
¡Cuarenta millas en menos de una hora! Este
record no había sido batido por ningún ciclista.
Antes de emprender la marcha dijo el periodista:
-No sé cómo demostrar a ustedes mi
agradecimiento.
-Ganando -contestó uno de ellos.
-Hemos apostado por usted -dijo el otro.
Algunas personas, mientras montaban los ciclistas,
sostuvieron la máquina, dándole después un
vigoroso impulso, y lanzándola al camino, entre grandes
hurras.
El comienzo fue magnífico. La bicicleta triple
iba como un rayo por el bien cuidado camino, verdadera pista, y muy
plano en la parte de Washington vecina al litoral.
Recorridas unas quince millas, que tardaron en ser
ganadas un cuarto de hora, los ciclistas veían segura su llegada
a la capital minutos antes del mediodía, cuando un poco
después de las once, y al atravesar el aparato una extensa
llanura, oyéronse fuertes aullidos.
-¡Coyotes!
¡Sí! Se trataba de una veintena de estos
terribles lobos de la pradera. Rabiosos de hambre, aquellos feroces
animales se aproximaban con velecidad superior a la de los
ciclistas.
-¿Lleva usted un revólver?
-preguntó el ciclista delantero al periodista.
-Sí -respondió éste.
-Pues dispóngase usted a hacer fuego... Y
tú también, Flock. Yo no dejo la dirección.
Los coyotes saltaban ya a los flancos del aparato,
prestos a precipitarse sobre el periodiota y sus amigos, que
estarían perdidos si eran derribados.
Estallaron dos detonaciones, y dos coyotes mortalmente
heridos rodaron por el camino.
-¡Pedaleemos! -gritó el de
atrás.
Otras quince millas habían sido franqueadas,
pero la situación se hacía cada vez más acuciante.
La banda, reducida a la mitad, intentaba saltar una y otra vez sobre la
bicicleta.
Por suerte, Harris T. Kymbale consiguió cargar
de nuevo su revólver, y disparados sus seis tiros puso a la
banda en huida.
Eran las doce menos diez. A unas cinco millas
aparecieron las primeras casas de Olimpia.
La bicicleta devoró esta distancia con la
velocidad de un expreso, y llegó a la ciudad. Allí, sin
hacer caso de los reglamentos de policía y con riesgo de
aplastar a alguno de sus pacíficos ciudadanos, se detuvo en las
oficinas del Telégrafo, cuando sonaban las doce.
Harris T. Kymbale echó pie a tierra. Muerto de
fatiga, respirando apenas, se precipitó en la sala en el momento
en que el reloj lanzaba su duodécima campanada.
-Hay un telegrama para Harris T. Kymbale -gritó
el empleado de telégrafo.
-¡Presente! -respondió el redactor del
Tribune, y cayó sin conocimiento sobre un banco.
Llegó a tiempo gracias al sacrificio y
energía de sus partidarios, que al recorrer en cuarenta y seis
minutos las cuarenta millas que separaban Vancouver de Olimpia,
habían batido el record mundial.

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