El testamento de un excéntrico
Capítulo IX
Aquella mañana, un hotel, o más bien una
posada, y no de las mejores, recibía dos viajeros llegados en el
primer tren de Calais, simple aldea del estado del Maine.
Estos dos viajeros, un hombre y una mujer, se hicieron
inscribir en el hotel Sandy Bar con el nombre de señor y
señora Field.
Así, pues, el nombre de señor y
señora Field no decía, no indicaba personajes de nota, y
el posadero los inscribió en su libro sin exigir más.
En aquella época, en todos los Estados Unidos
no había nombre alguno que fuera repetido por millones de como
los de los jugadores y el del original miembro del Excentric Club.
Ninguno de los Siete se llamaba Field; por lo
demás, su aspecto no era muy bueno, y el posadero tal vez se
preguntó si le pagarían cuando llegara el momento de
arreglar la cuenta.
¿Qué iba a hacer la extraña
pareja en aquel pueblo, situado al extremo límite de un
estado?
El cuarto del primer piso, donde se acomodaron el
señor y la señora Field, en el hotel Sandy Bar, era menos
que mediano: un lecho, una mesa, dos sillas y un lavabo. La
única maleta depositada a la entrada del comedor había
sido traída por un mozo de la estación. En un
rincón había dos enormes paraguas y un viejo saco de
viaje.
Cuando el señor y la señora Field
estuvieron solos, después de marcharse el posadero, cerrada la
puerta, corridos los cerrojos, ambos colocaron la oreja contra
aquélla para asegurarse de que nadie podía
oírlos.
-En fin -dijo el señor Field-, ya estamos al
término de nuestro viaje.
-Sí -respondió su esposa-,
después de tres días y tres noches mal contados.
-Creí que esto no acababa nunca
-añadió el señor Field, dejando caer los brazos
como si sus músculos no funcionaran.
-¡Y no ha concluido! -dijo la señora
Field.
-Y ¿cuánto nos costará esto?
-No se trata de lo que puede costarnos, sino de lo que
puede darnos -respondió con acritud la señora.
-En fin, hemos tenido la buena idea de viajar con
nombres supuestos.
-Una idea mía.
-¡Y excelente! De lo contrario hubiéramos
estado a merced de fondistas, cocheros, de toda esa gente que engorda
con los infelices que pasan por sus manos, y más aún
piensan que van a venir a nuestra bolsa algunos millones de
dólares.
-Hemos hecho bien -respondió la señora
Field-, y continuaremos reduciendo los gastos cuanto sea posible. No
hemos dejado gran ganancia a las fondas de las estaciones en estos tres
días, y espero que continuaremos así.
-No importa -dijo el señor Field-. Mejor
hubiera sido rehusar.
-¡Basta, Hermann! -declaró imperiosamente
la señora Field-, ¿por ventura no tenemos tantas
probabilidades como los otros de llegar los primeros?
-Sin duda, Kate; pero lo más prudente hubiera
sido firmar el contrato de división de la herencia.
-No es ésa mi opinión. Además, el
comodoro Urrican se oponía a esto... y ese X.K.Z. no estaba
allí para dar su consentimiento.
-Pues bien, ¿quieres que te lo diga?
-respondió el señor Field-. A ése es al que
más temo; no se sabe quién es ni de dónde sale...
Nadie lo conoce. Se llama X.K.Z. ¿esto es un nombre?
Así se expresó el señor Field,
que, si no se ocultaba bajo iniciales, había cambiado su
apellido por el de Field.
Pues era Hermann Titbury, el tercer jugador, al que
los dados, por uno y uno, habían enviado a la segunda casilla,
estado de Maine.
La tarde del 5 de mayo, habían abandonado el
señor y la señora Titbury su mísera casa de Robey
Street, y ocupaban ahora aquella posada de Calais. No habiendo indicado
a nadie el día ni la hora de su marcha, el viaje se había
efectuado en el más riguroso incógnito.
Esto no dejó de contrariar a los que pensaban
apostar, pues fuerza es confesar que Hermann Titbury presentaba notable
ventaja en aquella carrera de los millones, y era indudable que
llegaría a ser el favorito de la partida, pues era uno de esos
privilegiados a los que todo sale bien por ser poco escrupulosos en los
medios que emplean para lograr buen éxito. Su fortuna le
permitiría pagar las primas si la suerte lo obligaba, y no
vacilaría en pagarlas.
La digna pareja había combinado el itinerario
más rápido y menos costoso a través del
inextricable laberinto de líneas férreas. Así es
que, sin detenerse, sin exponerse a ser desvalijados en las cantinas de
las estaciones o restaurantes de los hoteles; comiendo
únicamente de de las provisiones que para el camino llevaban;
pasando de un tren a otro con la precisión de una bola en manos
de un prestidigitador; absortos siernpre en las mismas reflexiones,
perseguidos siempre por las mismas inquietudes; inscribiendo sus gastos
diarios; contando y recontando la suma que llevaban para las
necesidades del viaje; soñolientos de día, durmiendo por
la noche, el señor y la señora Titbury habían
atravesado Illinois de oeste a este.
Desde allí el señor y la señora
Titbury llegaron a París y luego a Lewiston. El ferrocarril los
transportó enseguida a Augusta, capital oficial de Maine. De
esta manera, con numerosos y desagradables cambios de tren, se
había efectuado la travesía del Maine.
Los esposos Titbury llegaron a Calais el 9 de mayo a
primera hora y con anticipación notable, puesto que estaban
obligados a permanecer allí hasta el dia 19. Diez días en
aquella aldea de algunos miles de habitantes, y en realidad un simple
puerto de cabotaje. ¿En qué ocuparían su tiempo
hasta que el telegrama de Tornbrock los hiciera partir?
¡Qué excursiones más encantadoras
ofrece el variado territorio del Maine! ¡Pero pedir estos viajes
a dos moluscos arrancados de su banco y transportados a novecientas
millas de él! No. Ellos no abandonarían Calais ni un
día, ni una hora. Ellos permanecerían juntos, maldiciendo
por instinto a los demás jugadores, después de tratar por
centésima vez el empleo de su nueva fortuna, si el azar los
convertía en cien veces millonarios.
Ellos sabrían colocar aquellos millones en
valores que ofrecieran toda clase de garantías: acciones de
bancos, minas, sociedades industriales. Recibirían sus numerosos
productos y volverían a colocar éstos, sin emplear nada
en su comodidad ni en sus placeres, viviendo como antes, concentrando
su existencia en el amor al dinero, sórdidos, avaros, fieles
devotos de la gazmoñería y la mezquindad, y miembros
perpetuos de la Academia de los lloramiserias.
Se ocultaban bajo el nombre de Field, fastidiados e
impacientes, mirando salir a cada marea los barcos de pesca y volver
con su carga de arenques y salmones. Después volvían a
confinarse en su cuarto del Sandy Bar, siempre temblando a la idea de
que fuera conocido su verdadero nombre.
Efectivamente, Calais no está tan perdido en el
fondo del Maine que no llegara hasta sus habitantes el ruido de la
famosa partida. Ellos sabían que la segunda casilla
correspondía a este estado de la Nueva Inglaterra y el
telégrafo les había anunciado que el tercer golpe de
dados -uno y uno- obliga al jugador Hermann Titbury a permanecer en su
ciudad.
Transcurrieron de este modo los días 9, 10, 11
y 12 de mayo, en profundo fastidio en aquella aldea tan poco
recreativa. Vagando por las calles limitadas por casas de madera, y por
los muelles, el tiempo parecía interminable. ¡Qué
paciencia se necesitaba para esperar, durante siete días
aún, el telegrama que hasta el día 19 no debía ser
expedido y que indicaría el nuevo itinerario!
No obstante, la pareja Titbury tenía entonces
ocasión de hacer un viaje al extranjero; sólo
tenía que atravesar el río Santa Cruz, cuya ribera
izquierda pertenece al Dominio de Canadá.
Esto pensó Hermann Titbury, y en la
mañana del día 13 hizo la proposición en los
siguientes términos:
-¡Qué ocurrencia la de ese Hypperbone!
Eligió la ciudad más desagradable del Maine para enviar
allí a los jugadores que tengan la mala suerte de obtener el
número dos al principio de la partida.
-¡Cuidado, Hermann! -respondió la
señora Titbury en voz baja-. ¡Si te oyera alguien!...
Puesto que la suerte nos ha traído a Calais, es preciso
permanecer en Calais de buen o mal grado.
-¿No nos está permitido abandonar la
ciudad?
-Sin duda, pero a coildición de no salir del
territorio de la Unión...
-¿De modo que no tenemos ni el derecho de ir al
otro lado del río?
-De ninguna manera, Hermann. El testamento
prohíbe formalmente salir de los Estados Unidos.
-¿Y quién lo sabrá, Kate?
-exclamó el señor Títbury.
-No comprendo, Hermann!... -replicó la matrona
levantando el tono-. ¿Eres tú quien habla? ¡No te
reconozco! ¿Y si más tarde se supiera que habíamos
franqueado la frontera? ¿Y si algún accidente nos
retenía allí? ¿Y si no estuviéramos de
vuelta el día 19? Además... yo no lo quiero.
Y la imperiosa señora Titbury tenía
razón para no quererlo ¿Se sabe nunca lo que puede
ocurrir? Supongan que se produce un temblor de tierra; que el Nuevo
Brunswick se separa del continente; que aquella parte de América
se disloca; que entre los dos países se abre un abismo...
¿Cómo encontrarse entonces en las oficinas del
telégrafo el día convenido? ¿No se corría
el riesgo de quedar excluido de la partida?
-No... no podemos atravesar el río
-declaró imperiosamente la señora Titbury.
-Tienes razón; no podemos -respondió el
señor Titbury-; no sé cómo se me ha ocurrido tal
idea. Desde nuestra salida de Chicago yo no soy el mismo. Este viaje me
ha embrutecido. A gentes que no se han movido de Robey Street y de
nuestra edad, los trastorna verse corriendo de este modo. Más
cuerdo sería haber permanecido en nuestra casa y haber
renunciado a la partida...
-Sesenta millones de dólares bien valen esta
molestia -declaró la señora Titbury-.
¡Decididamente, te pones muy pesado, Hermann!
Parece que individuos tan precavidos y que
ofrecían más garantía que los demás
jugadores hubieran debido estar al abrigo de toda fastidiosa
eventualidad, que no cometerían falta alguna y que no les
acontecería nada que pudiera comprometerlos. Pero el azar
sorprende a los más hábiles, preparándoles
emboscadas, de las que toda su sabiduría no puede guardarlos, y
es de razón contar con él.
En la mañana del día 14, el señor
y la señora Titbury tuvieron la idea de hacer una
excursión. No pensaban alejarse mucho; dos o tres millas a lo
sumo fuera de Calais.
A las nueve, los señores Titbury salieron de la
posada y caminaron a lo largo de la ribera, después fuera de la
ciudad, a la sombra de los árboles, entre cuyas ramas se
agitaban millares de ardillas.
No se preocupaban de los variados paisajes que se
ofrecían a sus miradas. No hablaban más que los
demás jugadores; de los que partieron antes que ellos, y de los
que partirían después. ¿Dónde estaba
actualmente Max Real y Tom Crabbe? Y siempre aquel X.K.Z. los
inquietaba más que los otros.
Después de una marcha de dos horas y media,
pensaron regresar al hotel para almorzar. Pero devorados por ardiente
sed, efecto del terrible calor, se detuvieron en una taberna situada a
media milla del pueblo.
Algunas bebedores, reunidos en una espaciosa sala,
ocupaban las mesas, donde se alineaban los vasos de cerveza.
Los esposos Titbury se sentaron aparte y deliberaron
sobre lo que iban a pedir.
-Temo que la cerveza esté demásiado
fría -dijo la señora Titbury-. Estamos sudando y nos
haría daño.
-Tienes razón Kate... Una pleuresía se
atrapa pronto... -respondió el señor Titbury, y
volviéndese al tabernero, le dijo-: Un grog con
whisky.
El tabernero preguntó enseguida:
-¿Dijo usted con whisky?
-Sí... o con ginebra.
-¿Dónde está su licencia?
-¿Mi licencia? -respondió el
señor Titbury muy asombrado de la pregunta.
No se hubiera asombrado si hubiera recordado que Maine
pertenecía al grupo de los Estados Unidos, donde se
prohíbe el consumo de bebidas alcohólicas. Sí, en
Kansas, North Dakota, South Dakota, Vermont, Nuevo Hampshire y, sobre
todo, en Maine, está prohibido fabricar y vender bebidas
alcohólicas, destiladas o fermentadas. Únicamente en cada
localidad, los agentes municipales están encargados de dar,
mediante el correspondiente pago, permiso a los que compran tales
bebidas para uso medicinal o industrial, y después de ser
examinadas por un comisario del Estado. Infringir esta ley, aunque
fuera por imprudencia, era exponerse a severas penas.
Así es que, apenas habló el señor
Titbury, un hombre se acercó y dijo:
-¿No tiene usted la licencia?
-No... no la tengo...
-Entonces le declaro en contravención a la
ley...
-¡En contravención a la ley!...
¿Por qué?
-Por haber pedido whisky o ginebra... así que
mañana deberán comparecer ante el juez.
La pareja regresó al hotel como es de suponer.
¡Qué día y que noche pasaron! Si la señora
Titbury tuvo la deplorable idea de entrar en una taberna, el
señor Titbury la tuvo de preferir un grog a una cerveza.
¡A qué multa se habían expuesto!
De aquí recriminaciones y disputas que duraron hasta la
madrugada.
El juez, un tal R. T. Ordak, era una de las personas
más desagradables y susceptibles que uno se pueda imaginar.
Cuando los infractores de la ley comparecieron ante él los
interrogó bruscamente:
-¿Su nombre?
-Señor y señora Field.
-¿Su domicilio?
Le indicaron, al azar, Harrisburg, Pensilvania.
-¿Su profesión?
-Rentistas.
Después los multó en cien dólares
por infringir las leyes relativas a bebidas alcohólicas.
El señor Titbury, pese a los esfuerzos de su
mujer por calmarlo, no pudo contenerse. Se dejó llevar de su
furia y amenazó al juez. Éste simplemente dobló la
multa por haber faltado el respeto a la justicia.
Exasperado, olvidó toda prudencia y
llegó hasta a sacrificar las ventajas que su incógnito le
aseguraba. Y entonces, con los brazos cruzados, el rostro encendido,
rechazando a la señora Titbury con violencia extraña en
él, se inclinó sobre la mesa del juez y le dijo:
-¿Sabe usted con quién habla?
-Con un mal educado, al que impongo trescientos
dólares de multa, puesto que continúa en ese tono
-respondió el no menos exasperado juez.
-¡Trescientos dólares! -exclamó la
señora Titbury, cayendo medio desvacenida sobre un banco.
-Sí -añadió el juez, acentuando
cada sílaba- trescientos dólares al señor Field,
de Harrisburg, Pensilvania.
-Pues bien -gritó el señor Titbury,
golpeando la mesa con el puño-. Sepa usted que yo no soy el
señor Field, de Harrisburg, Pensilvania.
-¿Pues quién es usted?
-El señor Titbury... de Chicago...
Illinois.
-¡Es decir, un individuo que se permite viajar
con un nombre supuesto! -respondió el juez, como si hubiera
dicho: ¡Un crimen más que añadir a tantos
otros!
-Sí, el señor Titbury, de Chicago. El
tercer jugador de la partida Hypperbone... el futuro heredero de su
inmensa fortuna.
Esta declaración no pareció producir
efecto en R. T. Ordak. Este magistrado tan malcarado, como imparcial,
no haría más caso a aquel tercer jugador que a cualquier
marinero del puerto. Así, con voz aguda, dijo:
-Pues bien, el señor Titbury, de Chicago,
Illinois, será quien pague los trescientos dólares; y,
además por haberse permitido presentarse ante la justicia con
nombre supuesto lo condeno a ocho días de prisión.
Esto fue el colmo, y junto a la señora Titbury,
caída sobre el banco, el señor Titbury cayó a su
vez.
Ocho días de prisión, y el telegrama
esperado llegaría dentro de cinco; y el día 19
sería preciso partir para ir tal vez al otro extremo de los
Estados Unidos, y de no estar allí el día señalado
quedaría excluido de la partida.
Se confesará que aquello era más grave
para el señor Titbury que si hubiera sido enviado a la casilla
cincuenta y dos, estado de Missuri, en la prisión de San Luis.
Allí, al menos, había la posibilidad de ser libertado por
algunos de los jugadores, mientras que en la cárcel de Calais, y
por voluntad del juez R. T. Ordak, estaría encerrado hasta que
cumpliera la condena.

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