El testamento de un excéntrico
Capítulo XXI
El primero de junio, por la mañana, un tren
corría por tierras californianas en dirección
sureste.
Este tren, compuesto únicamente de una
locomotora, un vagón y un furgón, había partido,
fuera de las indicaciones del horario, tres horas antes del que
atraviesa los territorios meridionales de California, línea de
Sacramento a la frontera de Arizona.
El país que atravesaba el tren especial no
parecía atraer la atención de los viajeros, conducidos
con extraordinaria rapidez. Y antes de seguir adelante, ¿llevaba
viajeros aquel tren? Sí, pues de vez en cuando dos cabezas
aparecían tras las ventanillas, desapareciendo enseguida. Dos
rostros de expresión avinagrada, casi feroz. A veces
bajábase el vidrio y dejaba pasó a una ancha mano que
sostenía una corta pipa, cuya ceniza sacudía, y que
volvía adentro enseguida.
¿Quiénes eran, pues, aquellos
indiferentes viajeros? ¿De dónde venían y a
dónde iban?
Lo que no permitía duda es que los referidos
viajeros debían ser gente rica y que tenían gran prisa,
puesto que se permitían el lujo de un tren especial, teniendo a
su disposición los trenes regulares del Southern
Pacific. Esto no les hubiera significado más que medio
día de retraso, economizándoles algunos miles de
dólares.
Afortunadamente, sólo se trataba de un
recorrido relativamente corto, en el ramal que sale de Reno, pasa por
Carson City, la capital de Nevada, penetra en el estado de California
en la estación de Benton y termina en la de Keeler, o sea, unas
doscientas cuarenta millas que serían recorridas en seis o siete
horas, como efectivamente aconteció.
A las once de la mañana llegaba este tren
especial a Keeler.
Dos hombres saltaron al andén con un equipaje
reducido a lo estrictamente necesario, complementado por saco de viaje
y una carabina que cada uno de ellos llevaba al hombro.
Uno de estos hombres se acercó al maquinista y
le dijo: “Espere usted”, como si se tratase de un cochero,
cuyo carruaje se abandona momentáneamente para hacer una
visita.
El maquinista hizo un gesto afirmativo y se
ocupó de llevar su tren a un apartadero, para dejar libre la
circulación.
El viajero, seguido de su compañero, se
dirigió entonces a la puerta de salida, y se encontró en
presencia de un individuo que esperaba su llegada.
-¿Está el coche? -preguntó en
tono seco.
-Desde ayer.
-Pues en marcha.
Un instante después, los dos viajeros estaban
instalados en el interior de un cómodo automóvil, que
rodaba rápidamente en dirección este.
Se habrá reconocido en uno de los viajeros al
comodoro Urrican, y en el otro a su fiel Turk, aunque no se hayan
abandonado a su irascible naturaleza, ni contra el maquinista del tren
especial, que, por lo demás, estaba en la estación a la
hora indicada, ni contra el chofer del automóvil, que estaba en
su puesto en Keeler.
¿Por qué milagro Hodge Urrican, medio
muerto en oficinas del Telégrafos de Key West, el 25 de mayo,
reaparecía ocho días después en aquella ciudad de
California, a cerca de mil quinientas millas de Florida?
No se habrá olvidado el resultado del telegrama
recibido en Key West, procedente de Chicago: cinco, por dos y tres,
¡un resultado desdichado!
Gracias a esta jugada, el comodoro iba desde la
casilla cincuenta y tres a la cincuenta y ocho... ¡pero de la
Florida a California! Tenía que recorrer casi todo el territorio
de la Unión, de parte a parte, Y circunstancia aún
más desastrosa: dicha casilla era la que para la muerte
había elegido William J. Hypperbone, en el famoso Valle de la
Muerte, de California, donde el jugador debía ir en persona y de
donde, después de pagar una prima triple, le sería
preciso volver a Chicago. ¡Y esto después de haber
empezado con un golpe maestro!
Así es que cuando Hodge Urrican, vuelto a la
vida merced a enérgicas fricciones, conoció el contenido
del telegrama, sintió una rabia tal, que sufrió el
más terrible ataque de cólera que Turk había
presenciado.
Hodge Urrican, después de su ataque de furia,
no pro nunció más que una sola palabra, una de estas
palabras que adquieren valor histórico:
-¡Partamos!
Un silencio glacial acogió esta palabra. Turk
dijo a su jefe dónde estaban. Entonces Urrican supo lo que
aún ignoraba: el naufragio de la goleta y el transporte a Key
West, donde no se encontraba un navío que aparejara para uno de
los puertos de Alabama o de Luisiana.
Hodge Urrican estaba clavado como Prometeo sobre la
roca y su corazón iba a ser devorado por el buitre de la
impaciencia y de la impotencia.
Efectivamente, era preciso que en los quince
días siguientes se trasladara desde Florida a California, y
desde California a Illinois.
Y reflexionando en las consecuencias de perder la
partida, Hodge Urrican se entregó a una segunda crisis con
vociferaciones, imprecaciones y amenazas que hicieron temblar los
vidrios de la oficina. Turk consiguió dominarlo,
entregándose a actos de tal furor, que su jefe tuvo que
calmarlo.
Pero razón hay para asegurar que las dichas y
las desdichas se mezclan en el mundo. A las doce y treinta y siete
llegó a la vista del puerto de Key West la presencia de un
buque, el President Grant, que no debía permanecer
más que algunas horas en este puerto, y que la misma tarde
partiría para Mobile, era un barco de vapor de gran marcha, uno
de los más rápidos de la flota mercante de los Estados
Unidos, en el que tomaron pasaje los poco afortunados viajeros.
El President Grant arribó a Mobile en
la noche del 27.
Pagado con generosidad el pasaje, Hodge Urrican
seguido de Turk, saltó al primer tren, que franqueó en
veinte horas las setecientas millas, entre Mobile y San Luis.
Allí se produjeron los incidentes que se
conocen, y desde este punto el ferrocarril condujo al comodoro a
Topeka, el día 30; después, por la línea del
Union Pacific, a Ogden, el día 31; luego a Reno, de
donde partió a las siete de la mañana para la
estación de Keeler.
Cuando estuvo en San Luis, Urrican tuvo la feliz idea
de telegrafiar a Sacramento si se podría disponer un
automóvil y expedirlo a Keeler, donde aguardaría su
llegada. La respuesta fue afirmativa, y el. automóvil esperaba
en la estación de Keeler al comodoro Urrican.
Dos días bastaban para llegar al Valle de la
Muerte, y otros dos para volver; de suerte que él estaría
en Chicago antes del 8 de junio.
Decididamente, la suerte parecía volver a
favorecer a este viejo lobo de mar.
He aquí la causa de que el automóvil se
encontrara el primero de junio en la estación de Keeler, y
abandonara aquella pequeña ciudad, siguiendo camino este, en
dirección al Valle de la Muerte.
El automóvil avanzaba por un camino bastante
bueno que el conductor había ya recorrido. Este camino atraviesa
algunos pueblos solitarios, más allá de las antiguas
ramificaciones de Sierra Nevada, dominada por el monte Whitney.
Después de vadear varios creeks, el automóvil
torció hacia el sureste y franqueó el río
Chay-o-poovapah, para llegar al pueblo de Indian-Wells.
Hasta entonces el país no estaba completamente
desierto. Algunas granjas se sucedían, a larga distancia unas de
otras. Encotrábanse a veces algunos trabajadores del campo
dirigiéndose a una o a otra, y también algunos indios
mohawk, que en otras épocas dominaban el
territorio.
Al fin el automóvil llegó al desierto,
en el que se hunden las depresiones del Valle de la Muerte.
Allí, sólo inmensa soledad. Ni hombres ni animales
frecuentaban este lugar. Ardiente sol caía sobre la llanura sin
límites. Apenas rastros de rudimentaria vegetación.
Al calor enervante del día, sucedían
esas noches californianas, secas y frías, cuyos rigores no
atempera el rocío.
En estas condiciones, el comodoro Urrican llegó
el 3 de junio a la extremidad meridional de los Telescope
Range, que limitan el Valle de la Muerte al oeste.
Eran las tres de la tarde. El viaje había
durado veinticuatro horas, sin descanso ni accidente.
Verdaderamente este país desolado, de suelo
arcilloso, cubierto a trechos de eflorescencias salinas, merece su
nombre de País de la Muerte. El valle en que termina, casi en la
frontera de Nevada, no es más que un cañón de
diecinueve millas de ancho por ciento veinte de largo, lleno de
abismos, cuyo fondo llega a más de cien metros bajo el nivel del
mar.
¡Sí!, el Valle de la Muerte había
sido bien elegido por el excéntrico testador para enviar a
él al desdichado jugador detenido en plena marcha en la casilla
cincuenta y ocho, para hacerlo volver al principio del juego.
El comodoro Urrican había llegado, pues, al
término de su difícil viaje. Hizo alto al pie de los
Montes Funerales, llamados así en recuerdo de las caravanas que
perecieron en tan tristísimos lugares. En aquel sitio
tomó la precaución de escribir un documento, testimonio
de su presencia en el Valle de la Muerte, el 3 de junio, documento que
enterró bajo una roca, después de haber sido firmado por
Turk y también por el conductor del automovil, como
testimonios.
Hod.ge Urrican no permaneció ni una hora en el
Valle de la Muerte El automóvil partió a través de
la region superior del desierto de Mohawk, descendiendo de nuevo los
pasos de Nevada, y cuarenta y ocho horas después estaba en la
estación de Keeler, el 5 de junio, a las once de la
mañana.
Con tres palabras enérgicas, el comodoro dio
las gracias al conductor, y volviéndose a Turk dijo:
-¡Partamos!
El tren especial permanecía en la
estación, pronto a partir, aunque esperando el regreso del
comodoro.
Hodge Urrican se fue directamente al conductor, y
repitió.
-¡Partamos!
Y dada la señal, la locomotora arrancó,
desplegando el máximo de su velocidad, deteniéndose en
Reno, siete horas después.
En esta última estación, los dos
viajeros subieron al tren de la Union Pacific, y atravesando
las Montañas Rocosas de los estados de Wyoming, Nebraska, Iowa e
Illinois, llegaron a Chicago el 8 de junio, a las nueve y treinta y
siete de la mañana.
El comodoro Urrican fue cordialmente recibido por los
que, a despecho de su evidente poca fortuna, habían seguido
siendo sus fieles partidarios. Y aunque volver a recomenzar la partida
demostraba su mala suerte, sin embargo, con el golpe de dados de aquel
mismo día de su llegada a Chicago, parecía que la fortuna
volvía a sonreír al Pabellón anaranjado.
Obtuvo nueve, por seis y tres. Ésta era la
tercera vez que salía tal punto desde el principio de la
partida: la primera para Lissy Wag, y la segunda para X. K. Z., y la
tercera para el comodoro.
Después de ser enviado a la Florida y a
California, Hodge Urrican no tenía más que dar un paso
para llegar a la casilla veintiséis: el estado de Wisconsin, que
confina con el de Illinois, y que no ocupaba entonces ningún
jugador.
El papel Urrican subió en las apuestas,
colocándose a la par con el de Tom Crabbe y Max Real.

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