El testamento de un excéntrico
Capítulo XXIV
Hermann Titbury abandonó el puesto de
policía para reunirse con su esposa.
-Y bien, Hermann -le preguntó ésta-,
¿ese canalla, ese miserable de Inglis?
-No se llama Inglis -respondió el señor
Titbury, dejándose caer en una silla-. Se llama Bill Arrol.
-¿Está preso?
-Lo estará.
-¿Cuándo?
-Cuando se le pueda coger.
-¿Y nuestro dinero? ¿Y nuestros tres mil
dólares?
-No doy por ellos medio dólar.
¿Qué haremos?
Pero aquella mujer se recobraba pronto del
abatimiento.
-Esperar -respondió.
-Esperar, ¿qué?
-Esperar el telegrama del señor Tornbrock.
Y ambos se dirigieron a las oficinas del
Telégrafo.
Toda la ciudad sabía las desventuras de la
pareja Titbury; pero nadie les otorgaba ni la simpatía ni la
confianza. Nadie arriesgaba, además, ni un solo dólar a
favor de gentes a las que ocurrían tan desagradables peripecias;
dos desdichados que en dos jugadas aún no habían pasado
de la casilla número cuatro.
Así es que si en las oficinas del
Telégrafo se encontraban algunas personas, eran más bien
curisos y burlones, dispuestos a hacer mofa del “bueno del
último”, locución con la que se designaba al
infortunado Titbury.
Estudiando el mapa, la señora Titbury calculaba
que a los dados indicaban el número díez, como
sería preciso doblarlo sobre la casilla catorce, ocupada par
Illinois, estos puntos los conducirían de un salto hasta la
casilla veinticuatro, o sea a la de Michigan, limítrofe a la de
Illinois. Éste sería el golpe más feliz que
podía desear. ¿Se efectuaría?
A las nueve y cuarenta y ocho llegó el
telegrama.
La jugada resultó desastrosa. Los dados
habían indicado cinco, por dos y tres, lo que de la casilla
cuatro los llevaba a la novena. Siendo la novena ocupada por Illinois,
era preciso doblar los puntos, y como la catorce, era también de
Illinois, triplicarlos. Esto daba un total de quince puntos, que
conducían a la casilla diecinueve, Luisiana, Nueva Orleans,
marcada como hostería en el mapa de William J. Hypperbone.
Realmente, era imposible ser más
desventurado.
Los señores Titbury volvieron al hotel entre
las burlas de los concurrentes, con la actitud de personas que hubieran
recibido un mazazo en el cráneo. Pero la señora Titbury
tenía la cabeza más sólida que su marido, y
recobró pronto su energía.
-Preparémonos a partir para Luisiana.
-Pero son mil trescientas millas...
-Las recorreremos.
-Pero tendremos que pagar una prima de mil
dólares...
-La pagaremos.
-Pero tendremos que estar dos veces sin jugar...
-No las jugaremos.
-Pero será preciso permanecer cuarenta
días en esa ciudad donde, según parece, la vida es muy
cara...
-Los pasaremos.
-Pero no tenemos dinero...
-Lo pediremos.
-Pero... pero yo no quiero.
-Pero yo sí.
Así que el 5 de junio los señores
Titbury abandonaban Salt Lake City en medio de la indiferencia
general
La Union Pacific los transportó a través
de Wyoming y Nebraska, hasta Omaha City. Allí, por
economía, los esposos llegaron a la ciudad de Kansas, por medio
del yate a vapor del Missuri. Por un sencillo transbordo, encontraron
en las aguas del Mississippi, donde después de pasar por las
importantes ciudades de Menfis, Tennesse, y después por Helena,
Vicksburg, Natchez, y Bâton Rouge llegaron a Nueva Orleans, el 9
de junio por la tarde, después de un viaje de siete días
desde la partida de Salt Lake City.
Entre tanto habían sido proclamados los
resultados de las jugadas del 4, 6 y 8 de junio, correspondientes a
Harris T. Kymbale, Lissy Wag y Hodge Urrican. No eran para mejorar la
situación de Hermann Titbury, puesto que no enviaban a ninguno
de ellos a que los reemplazara en la hostería de la casilla
diecinueve.
Al salir del desembarcadero los señores Titbury
vieron un elegantísimo carruaje que esperaba sin duda a alguno
de los pasajeros del buque. Ellos pensaban ir a pie al Excelsior Hotel,
donde debían hospedarse según órdenes del fundador
de la partida. Imagínese, pues, su sorpresa cuando se les
acercó un lacayo que les dijo:
-¿El señor y la señora
Titbury?
-Nosotros -respondió el señor
Titbury.
-Este coche está a su disposición.
-No pedimos coche.
-No se va de otro modo al Excelsior Hotel
-respondió el lacayo, inclinándose.
-Empezamos bien -murmuró el señor
Titbury, lanzando un suspiro.
En fin, puesto que no era costumbre trasladarse al
hotel de una manera más modesta, lo mejor era subir al soberbio
landó. La pareja lo hizo así. Al llegar a Canal Street,
el coche se detuvo ante un hermoso edificio, mejor dicho, un palacio,
en cuya fachada principal brillaban estas palabras: Excelsior Hotel
Company Limited. El lacayo se apresuró a abrir la
portezuela.
Los Titbury, ensimismados en lo que debería
costarles la estancia en tan suntuoso hotel, por lo demás
ineludible, apenas se dieron cuenta de la ceremoniosa recepción
que les hizo el personal del mismo. Un mayordomo vestido de etiqueta
los condujo a su departamento. Completamente rendidos, nada vieron de
la magnificencia que los rodeaba, y dejaron para el día
siguiente las reflexiones que tan extraordinario lujo debía
inspirarles.
A la mañana siguiente no osaban decir una
palabra, por miedo de que cada una de ellas les costara un
dólar. El lujo de la habitación era insensato. Una vez
vestidos, los Titbury se aventuraron por las habitaciones contiguas; un
departamento completo: el comedor, en cuya mesa resplandecían la
plata y la porcelana; la sala de recibir, con muebles de extraordinario
lujo, bronces artísticos y ricos cortinajes; el gabinete de la
señora, con piano, mesa con novelas de moda y álbumes de
fotografías de la Luisiana; el gabinete del señor, donde
se apilaban las revistas americanas y los más importantes
peródicos de la Unión; papel de escribir de todas clases,
con el membrete del hotel, y hasta una máquina de escribir.
-¡Esto es la cueva de Alí-Babá!
-exclamó la señora Titbury completamente fascinada.
-¡Y los cuarenta ladrones no andan lejos!
-añadió el señor Titbury.
-Llama, Hermann -musitó la señora.
Oprimido el botón, se presentó un
gentleman vestido de frac y corbata blanca, que les dio
solemnemente los buenos días.
-¿Cuánto es la pensión?
-preguntó bruscamente la señora Titbury.
-Cien dólares, señora.
-¿Por mes? -preguntó a su vez el
señor.
-Por día, señor.
-¿Y por persona, verdad? -añadió
la señora Titbury, en tono colérico e irónico.
-Sí, señora. Y este precio ha sido
establecido en las mejores condiciones, cuando por los
periódicos hemos sabido que el jugador número tres y la
señora Titbury iban a permanecer algún tiempo en el
Excelsior Hotel.
He ahí donde la mala suerte había
conducido a la infortunada pareja, sin que tuvieran el recurso de ir a
otra parte. Era aquel el hotel impuesto por William J. Hypperbone, lo
que no era de extrañar, puesto que él era uno de los
principales accionistas. Sí... doscientos dólares por
día durante un mes, si permanecían el mes entero en
aquella caverna de ladrones.
En la capital de la Luisiana iban a llevar una
existencia como nunca pudo imaginar la pareja Titbury. Puesto que su
mala suerte los obligaba a ello, lo mejor, ¿no era aprovechar su
dinero? Así pensaba la señora.
Todos los días en el magnífico carruaje
puesto a su disposición hacían largos paseos por la
ciudad y sus alrededores. A bordo del elegante yate a vapor, propiedad
del hotel, hicieron algunas excursiones por el tranquilo lago
Ponchartrain hasta los pasos del Mississippi.
En la Ópera, los entusiastas del arte
lírico los vieron en su palco, tendiendo desesperadamente sus
orejas, cerradas a toda comprensión musical.
¡Así vivieron como en un sueño!
¡Pero qué sueño cuando despertaron a la
realidad!
Ocurrió un singular fenómeno. Aquellos
miserables, aquellos mezquinos, se acostumbraron a su nueva vida, se
aturdieron por esta situación anormal, se emborracharon, en el
material sentido de la palabra, ante aquella mesa, lujosamente servida,
y no querían dejar migaja, a riesgo de prepararse dilataciones
de estómago para su vejez. Pero era menester aprovechar los
doscientos dólares diarios del Excelsior Hotel.
Entretanto, pasaba el tiempo, aunque los Titbury
apenas se daban cuenta. Antes de que partieran debían efectuarse
catorce jugadas en Chicago. Como se sabe, la del 8 de junio enviaba al
comodoro Urrican a Wísconsin, y la del día 10
envió al misterioso X. K. Z. a Minnesota.
Ninguno a la Luisiana, ni la del día 12, que
concernía a Max Real, ni la del día 14, a Tom Crabbe.
Así es que la del día 16, fecha reservada a Hermann
Titbury, no se efectuó.
Los dos esposos estaban, pues, condenados a seguir
aquella vida tan agradable como ruinosa para la bolsa y la salud.
¡Este fiel destino no les jugaba la mala pasada de que la partida
terminara, estando ellos encerrados en aquella jaula de oro! Este
secreto pertenecía al porvenir.
Entre tanto, los días transcurrían, y
si, terminada la partida Hypperbone, los señores Titbury no
tenían ya más que hacer sino regresar a Chicago,
después de pagar la formidable cuenta del Excelsior, unida a los
anteriores gastos, ¡calcúlese lo que les habría
costado la locura de figurar entre los “Siete” de la
partida Hypperbone!

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