El testamento de un excéntrico
Capítulo XI
Lissy Wag era por su número de orden, la quinta
en partir. Iban, pues, a transcurrir nueve días desde el
día que salió Max Real y que ella debía abandonar
Chicago.
¡Qué impaclencia la de Jovita Foley
durante aquella interminable semana! Su amiga no lograba calmarla. Los
preparativos estaban hechos desde el día siguiente al que se
había efectuado la primera jugada, el primero del mes, y dos
días después Jovita había obligado a Lissy Wag a
que la acompañara a la sala del Auditorium, donde iba a
realizarse la segunda, en presencia de una multitud excitada. Los
golpes tercero y cuarto tuvieron lugar el 5 y el 7 de mayo. Cuarenta y
ocho horas más y se decidiría la suerte de las dos
jugadoras.
Inútil es decir que la licencia concedida por
el señor Marshall Field a su cajera y a su dependienta
había comenzado el 16 de abril, al siguiente día de la
lectura del testamento. Pero, se preguntaba la más prudente,
¿se resignaría el dueño a privarse de sus
servicios durante tanto tiempo?
-No obramos con prudencia -repetía Lissy
Wag.
-Convenido -respondía Jovita Foley-. Y
continuaremos así mientras sea preciso.
La nerviosa e impresionable joven no dejaba de dar
vueltas en el reducido departamento de Sheridan Street. Abría la
única maleta que contenia su equipo de viaje; contaba y
recontaba el dinero disponible, que los hoteles, los trenes, los coches
y los improvistos devorarían con gran desconsuelo de Lissy
Wag.
-¡Ah, querida! -dijo un día-. Max Real
partió... Pero, ¿dónde está? No ha dejado
conocer su itinerario por Kansas.
-Hablando con franqueza -dijo Lissy Wag-, de todos los
jugadores, ese joven es el que encuentro más interesante.
-Porque te ha deseado buen viaje, ¿verdad?
-Y también porque me parece digno de todos los
favores de la fortuna.
-Después de ti... supongo.
-No; antes.
-De acuerdo... Pero como tú estás
interesada en este asunto, y yo también en calidad de amiga
íntima, antes de desearle la suerte a Max Real, te pido que me
la desees a mí.
Luego, excitadamente, añadió:
-No me hables nunca de ese abominable Tom Crabbe, que
se ha puesto en camino para Texas. ¿Le deseas suerte a ese
crustáceo?
-Sólo deseo que la suerte no nos envíe a
países tan lejanos.
-¡Bah!
-Jovita, somos mujeres, y un estado próximo nos
convendría mucho.
-Conformes, Lissy; pero si la suerte no lleva su
galantería hasta tener en cuenta nuestra debilidad, y nos manda
al océano Atlántico, al Pacífico o al golfo de
México, preciso será someterse.
-Nos someteremos, puesto que tú lo quieres,
Jovita.
-No es que yo lo quiera, sino que es preciso.
Tú no piensas más que en la partida, y no en la llegada,
la gran llegada a la casilla sesenta y tres... y yo pienso en ella
noche y día, y después en la vuelta a Chicago, donde los
millones nos esperan...
-Sí. .. esos millones de la herencia -dijo
Lissy Wag, sonriendo.
-Vamos, Lissy, ¿los demás no lo han
aceptado sin tantas quejas? ¿Acaso la pareja Titbury no
está camino del Maine?
-Pobres, los compadezco.
-¡Ah!... ¡Me desesperas!
-Y tú, querida, si no te calmas, si
continúas enervándote como lo haces desde una semana
acá, caerás enferma... y te advierto que me
quedaré para cuidarte.
-Yo, ¿enferma? ¡Estás loca! Los
nervios me sostienen, me dan energía, y estaré nerviosa
todo el tiempo que dure el viaje.
-De acuerdo, Jovita; pero si tú no caes
enferma, caeré yo.
-¡Oh, eso no! ¡Te lo prohíbo
terminantemente! -exclamó su expansiva amiga.
-Vamos, ten calma -respondió Lissy Wag-. Calma,
y todo irá bien.
Jovita Foley, no sin grandes esfuerzos,
consiguió dominarse.
El día 7, por la mañana, al volver del
Auditorium, Jovita Foley dio la noticia de que el cuarto jugador,
Harris T. Kymbale, que había obtenido el número seis, se
disponía a dirigirse al estado de Nueva York, al puente del
Niágara, y de allí a Santa Fe, Nuevo México.
Lissy Wag sólo hizo una reflexión ante
la noticia: que el periodista tendría que pagar una prima.
-Eso no preocupará gran cosa a su
periódico -replicó su amiga.
-No, Jovita, pero a nosotras nos causaría gran
trastorno vernos obligadas a desembolsar mil dólares al
principio o en el curso del viaje.
Como de costumbre, la otra respondió con un
movimiento de cabeza que significaba: ¡Eso no
sucederá!
En el fondo era esto lo que la preocupaba, aunque no
lo aparentase, y por la noche, durante un sueño agitado que
turbaba el de Lissy Wag, soñaba en voz alta con el puente, la
hostería, el laberinto, los pozos, la prisión, esas
funestas casillas donde los jugadores debían pagar primas
sencillas, dobles o triples, para poder continuar la partida.
Por lo demás, para estar al día en lo
referente a este asunto bastaba consultar los periódicos de la
metrópoli o los de cualquier otro punto. Se habían
establecido corresponsalías entre cada estado de los elegidos
por la suerte, y más especialmente con cada uno de los lugares
indicados en la nota de William. J. Hypperbone.
Estas informaciones dependían, como se
comprenderá, de la manera de proceder de los jugadores.
Así, con respecto a Max Real, no sin ser señalada su
presencia en Omaha con Tommy, ni en Kansas City, al desembarcar del
“Dean Richmond”, los periodistas buscaron vanamente sus
huellas.
Obscuridad no menos profunda respecto a Hermann
Titbury, pues se ignoraba que viajaban bajo nombre supuesto, y los
esfuerzos de los periodistas para saber lo que había sido de la
pareja fueron inútiles.
La información era más completa en lo
que concernía a Tom Crabbe. John Milner y su compañero
partieron el día 3 de Chicago, de manera muy aparatosa, fueron
vistos y entrevistados en las principales ciudades de su itinerario, y
finalmente en Nueva Orleans, donde se embarcaron para Galveston, Texas,
en el vapor americano “Sherman”.
De Harris T. Kymbale, las noticias caían como
la lluvia en abril. Se supo su paso por Jackson y Detroit, y los
lectores esperaban con impaciencia los detalles de las recepciones que
se organizaban en su honor en Buffalo y Niagara Falls.
Era el 7 de mayo. Al día siguiente, el
señor Tornbrock, asistido por Georges B. Higginbotham,
daría en la sala del Auditorium el resultado de la quinta
jugada. Treinta y seis horas rnás, y Lissy Wag sabría su
suerte.
Se comprende la impaciencia que hubiera experimentado
Jovita Foley durante aquellos dos días, de no estar bajo el peso
de inquietudes de mayor gravedad.
En efecto; en la noche del 7 al 8, Lissy Wag
cayó repentinamente enferma de la garganta, enferrnedad que le
produjo intensa fiebre.
Al amanecer, todos los de la casa sabían que
Lissy estaba lo bastante enferma para que hubiera sido preciso enviar a
buscar un médico. Y enterada la gente de la casa, no
tardó en estarlo toda la calle, y a poco el barrio, y no muy
tarde la ciudad, pues la noticia se extendió con la rapidez de
las malas noticias.
Un poco después de las nueve, se presento el
médico, doctor M. P. Pughe. Se sentó a la cabecera del
lecho de Lissy Wag, la miró atentamente, le hizo sacar la
lengua, le tomó el pulso y la auscultó. Nada por la parte
del corazón, nada en el hígado, nada en el
estómago. En fin, tras concienzudo examen, dijo.
-Esto no será de importancla si no sobrevienen
complicaciones graves.
-Y, ¿son de temer estas complicaciones?
-preguntó Jovita Foley, emocionada por la declaración del
médico.
-Sí y no -respondió el doctor M. P.
Pughe-. No, si la enfermedad es vencida desde el principio; sí,
si a pesar de nuestros cuidados toma un desarrollo que los remedios
serían impotentes para contener.
-Pero, ¿qué enfermedad padece? -repuso
Jovita Foley a la que estas respuestas evasivas ponían cada vez
más inquieta.
-Una bronquitis simple. Las bases de los dos pulmones
están atacadas. Hasta ahora no hay que temer una
pleuresía, pero...
-¿Pero ... ?
-Pero la bronquitis puede degenerar en
neumonía, y está en congestión pulmonar. Esto es
lo que yo llamo complicaciones graves.
Y el médico prescribió los medicamentos
del caso, y sobre todo reposo, mucho reposo.
¿Se producirían las complicaciones
posibles? Y si se producían, ¿qué
sucedería? Durarte las horas siguientes le pareció que
Lissy estaba peor, más decaída. Algunos
escalofríos anunciaron otro acceso de fiebre; el pulso se hizo
irregular y la postración aumentó.
Jovita Foley, enervada en lo moral, tanto como la
enferma lo estaba en lo físico, no se apartó del lecho; y
mientras cuidaba con cariño a la enferma, no dejaba de hacerse
tristes reflexiones:
“No”, pensaba, “ni Tom Crabbe,
ni Titbury, ni. Kymbale, ni Max Real habían sido atacados de
bronquitis la víspera de su partida. Ni tampoco ese comodoro
Urrican. Tenía que ser mi pobre Lissy, que gozaba de tan buena
salud. Y mañana... mañana se efectúa la quinta
jugada. Y si somos enviadas lejos... y si llega el veinticinco del mes
sin que hayamos podido salir de Chicago... si somos excluidas de la
partida sin tan sólo haberla comenzado...”
Estas desagradables ideas se agitaban en el cerebro de
Jovita Foley, y hacían latir con fuerza sus sienes.
A las tres remitió la fiebre. Lissy
salió de la profunda postración en que estaba sumida, y
al abrir los ojos vio a Jovita inclinada sobre ella.
-Y bien -preguntó ésta-,
¿cómo estás? Mejor, ¿verdad?
¿Qué quieres que te dé?
-Algo de beber.
-Aquí tienes una buena tisana de agua sulfurosa
con leche caliente, y esto te irá bien.
-Sí.
-Parece que sufres menos.
-Sí. Cuando cesa la fiebre, el abatimiento es
mayor, pero se siente algo de mejoría.
-Es la convalecencia -exclamó Jovita-;
mañana no volverá la fiebre.
-La convalecencia, ¿ya? -murmuró la
enferma, haciendo un esfuerzo para sonreír.
-Sí. Cuando vuelva el médico dirá
si puedes levantarte.
-Te confieso, mi buena Jovita, que debieras haber sido
tú la elegida. Mañana hubieras ido al Auditorium y el
mismo día hubieras partido.
-¿Marcharme dejándote en este estado?
Jamás.
-Yo hubiera sabido obligarte.
-Pero si no se trata de esto -respondió Jovita
Foley-. Yo no soy la quinta jugadora, ni la futura heredera del.difunto
Hypperbone. Eres tú. Pero reflexiona. Si retrasamos nuestra
partida cuarenta y ocho horas, quedarán aún trece
días para hacer el viaje, y en trece días se puede ir de
un extremo a otro de los Estados Unidos.
-Te prometo, Jovita, curarme lo más pronto
posible.
-No te pido más que eso... Pero, por ahora,
basta de conversacion. No te fatigues. Procura dormir un poco... Me
sentaré junto a ti.
-Acabarás por caer también enferma.
-¿Yo?... ¡Estáte tranquila!
Por la tarde la calle presentaba una animación
extraordinaria. Los curiosos iban y venían por las aceras,
inquiriendo noticias.
-¿Cómo está? -decían
unos.
-Así ... así -respondían
otros.
-Se habla de fiebre tifoidea...
-¡Mala suerte, pobre señorita!
-¡Buena ventaja para los demás!
-Y suponiendo que Lissy Wag esté en condiciones
de tomar el tren, ¿podrá soportar las fatigas de tantos
viajes?
Perfectamente, si la partida se acaba en unos cuantos
golpes, lo que es muy posible.
Y así, por el estilo. En los comentarios
abundaban las contradicciones y las exageraciones, respecto a la
enfermedad de la joven.
Una de las veces en que Jovita se asomó a la
ventana que daba a la calle se asombró al reconocer entre la
gente nada menos que a Hogde Urrican. Estaba en compañía
de un hombre de unos cuarenta años, de aspecto de marino,
vigoroso y gesticulante. Parecía aún más violento
e irascible que el terrible comodoro.
No podía ser por simpatía hacia la joven
enferma por lo que Hogde Urrican se encontraba en Sheridan Street, lo
que se vio confirmado cuando, al oír el marino alguien que
aseguraba que la enfermedad de Lissy Wag se reducía a una simple
indisposición, exclamó:
-¿Quién es el imbécil que dice
eso?
Ni que decir tiene que el personaje aludido
permaneció en el incógnito.
-¡Mal! ¡Muy mal está ella!
-declaró el comodoro Urrican.
-Cada vez peor -añadió su
compañero- y si alguien sostiene lo contrario...
-Vamos, Turk, contente.
-¡Que me contenga! -respondió Turk,
mirando alrededor con sus ojos de tigre-. A usted, que es el más
paciente de los hombres, le será fácil... Pero yo... yo,
cuando oigo hablar de ese modo... me pongo fuera de mí...
¡y cuando me pongo fuera de mí!
-Bien... bien, ya basta -ordenó Hogde
Urrican.
Después de tales frases, era preciso creer lo
que nadie hubiera ni imaginado: que existía un hombre, junto al
cual el comodoro Urrican debía pasar por un ángel de
dulzura.
En fin, si ambos habían ido allí, era
porque esperaban recoger malas noticias y asegurarse, de que en la
partida Hypperbone no intervendrían más que seis
jugadores.
La impaciencia de Jovita Foley respecto a la enferma,
se tranquilizó un tanto con la visita del doctor Pughe por la
noche.
-No... Sólo se trataba de una simple bronquitis
-repetía-. Bastaría con algunos días de calma y
reposo.
-¿Cuántos?
-Tal vez siete u ocho.
-¿Siete u ocho?
-Y a condición de que la ernerma no se exponga
a las corrientes de aire.
-¡Siete u ocho días! -repetía
desconsolada Jovita.
-Y esto... si no sobrevienen complicaciones
graves.
La noche no fue muy buena. Reapareció la
fiebre, que provocó abundante transpiración.
Jovita Foley no se acostó. Pasó las
interminables horas de la noche a la cabecera del lecho de su
amiga.
Al día siguiente, 9 de mayo, iba a efectuarse
en el salón del Auditorium la quinta jugada de la partida
Hypperbone. Jovita Foley hubiera dado diez años de vida por
estar allí. Pero no había que pensar en dejar a la
enferma.
Pero cuando Lissy Wag despertó, llamó a
su compañera, y le dijo:
-Mi buena Jovita, ¿quieres pedir a nuestra
vecina que venga a reemplazarte?
-¿Tú quieres que. ..?
-Quiero que vayas al Auditorium... Es a las ocho,
¿verdad?
-Sí... a las ocho.
-Quiero que vayas, y puesto que crees en mi
suerte.
A ías siete y cuarenta y cinco, Jovita entraba
en el. salón del Auditorium. Y a las ocho menos diez, el
presidente y los socios del Excentric Club, escoltando al notario
Tornbrock, aparecieron en escena, y se sentaron ante la rnesa.
Repentinamente, una fuerte voz interrumpió el
silencio que se habla establecido no sin trabajo. Esta voz era la del
comodoro. Pedía la palabra para hacer una observación. Se
la concedieron.
-Me parece, señor Presidente, que para seguir
la voluntad del difunto conviene no efectuar esta quinta jugada, puesto
que la interesada, y tengo motivos muy formales para creerlo, no
podrá partir ni hoy ni dentro de quince días, porque ha
muerto esta mañana, a las cinco y cuarenta y siete.
Una voz femenina dominó el intenso murmullo que
originó la declaración del marino.
-Eso es falso, ¡falso! ¡Porque yo, Jovita
Foley, he dejado a Lissy Wag hace veinticinco minutos... viva y muy
viva!
Redoblaron los clamores y las protestas del grupo
Urrican, cuyos partidarios eran dignos de navegar bajo su
pabellón.
Sin embargo, fuera lo que fuera, hubiera sido
difícil tomar en cuenta la observación de Hogde Urrican,
por lo cual éste modificó su argumentación.
-Sea. La jugadora núméro cinco no ha
muerto, pero no importa. Sabemos en qué circunstancias se
encuentra, por lo que pido que la jugada que se hará a favor
mío se adelante cuarenta y ocho horas, y que la de hoy se
atribuya al sexto jugador, que será clasificado con el
número cinco.
El notario Tornbrock, cuando logró calmar el
tumulto que aconteció, dijo:
-La proposición del señor Hogde UrrIcan
descansa en una falsa interpretación de la voluntad del
testador, y es contraria al juego de los Estados Unidos. Sea el que
fuera el estado de salud de la jugadora número cinco, y aunque
este estado se agravara hasta el punto de hacerla desaparecer del mundo
de los vivos, mi deber me obliga a efectuar esta jugada a favor de la
señorita Lissy Wag. Dentro de quince días, si no
está en su puesto, rnuerta o viva, quedará privada de sus
derechos, y la partida continuará con los restantes seis
jugadores.
El comodoro tuvo que contener a Turk para evitar una
desgracia.
-Voy a coger a este Tornbrock por el pescuezo y a
arrojarlo afuera.
-¡Calma, Turk, calma! -ordenó
Urrican.
Turk lanzó un rugido sordo de fiera mal domada
que tiene deseos de devorar al domador.
Sonaron las ocho.
El notario, auizás más excitado que de
costumbre, tomó el cubilete con la mano derecha y,
después de introducir en él los dados, lo agitó.
Se oyó el ruido de los dados al chocar en el fondo del cubilete
y, al salir, rodaron hasta el extremo de la mesa. Con voz clara,
dijo:
-Nueve, por seis y tres.
La jugadora número cinco iba de un salto a la
casilla veintiséis, al estado vecino de Wisconsin.

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