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La vuelta al mundo en 80 días
Editado
© Ariel Pérez
8 de noviembre del 2001
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La vuelta al mundo en ochenta días
Capítulo XV
Donde el saco de billetes de Banco se aligera de algunos millares de libras más

El tren se detuvo en la estación. Picaporte se apeó el primero, y fue seguido de mister Fogg, quien ayudó a su joven compañera a descender al andén. Phileas Fogg pensaba ir directamente al vapor de Hong-Kong, con objeto de instalar allí convenientemente a mistress Auda, de quien no quería separarse mientras estuviese en aquel país tan peligroso para ella.

Cuando mister Fogg iba a salir de la estación, se acercó a él un agente de policía y le dijo:

-¿El señor Phileas Fogg?

-Yo soy.

-¿Es ese hombre su criado? -añadió el agente, designando a Picaporte.

-Sí.

-Tengan ustedes la bondad de seguirme.

Mister Fogg no hizo movimiento alguno que demostrase la menor sorpresa. El agente era un representante de la Ley, y para todo inglés, la Ley es sagrada. Picaporte, con sus hábitos franceses, quiso hacer observaciones, pero el agente le tocó con su varilla, y Phileas Fogg le hizo seña de obedecer.

-¿Puede acompañarme esta dama? -preguntó mister Fogg,

-Puede hacerlo -le respondió el agente.

Mister Fogg, Auda y Picaporte fueron conducidos a un palkighari, especie de carruaje de cuatro ruedas y cuatro asientos, tirado por dos caballos. Partieron sin que nadie hablase durante el trayecto, que duró unos veinte minutos.

Primeramente el carruaje atravesó la ciudad negra, de calles estrechas formadas por unas casuchas donde pululaba una población cosmopolita, sucia y andrajosa, y luego pasó por la ciudad europea, embellecida con casas de ladrillo, adornada de palmeras, erizada de arboledas, y que a pesar de la hora tan temprana recorríanla ya elegantes jinetes y magníficos trenes.

El palkighari se paró delante de una habitación de apariencia sencilla, pero que no parecía apropiada para usos domésticos. El agente hizo bajar a sus presos (pues bien podía dárseles ese nombre) y los condujo a un aposento con rejas, diciéndoles:

-A las ocho y media comparecerán ustedes ante el juez Obadiah...

-¡Vamos, nos han cogido! -exclamó Picaporte, dejándose caer sobre una silla.

Auda, procurando en vano disfrazar su emoción, dijo a mister Fogg:

-¡Es necesario que me abandone! ¡Se ve usted perseguido por mi causa! ¡Es por haberme salvado!

Phileas Fogg se contentó con responder que eso no era posible. ¡Perseguido por ese asunto del sutty! ¡Inadmisible! ¿Cómo se atreverían a presentarse los que querellasen? Había, sin duda, alguna equivocación. Mister Fogg añadió que en todo caso no abandonaría a la joven y la conduciría a Hong-Kong.

-¡Pero el buque leva anclas a las doce! -dijo Picaporte.

-Antes de las doce estaremos a bordo -contestó sencillamente el impasible gentleman.

Quedó esto afirmado tan terminantemente, que Picaporte no pudo menos de decir para sí:

-¡Diantre, cierto será! Antes de las doce estaremos a bordo.

Pero esto no le tranquilizaba por completo.

A las ocho y media la puerta del cuarto se abrió. El agente de policía volvió a presentarse e introdujo a los presos en la pieza vecina. Era ésta una sala de audiencia, y había un público bastante numeroso compuesto de europeos y de indígenas, que ocupaban la sala.

Mister Fogg, mistress Auda y Picaporte se sentaron en un banco, en frente de los asientos reservados para el juez y el escribano.

Ese juez, el juez Obadiah, no tardó en llegar seguido del escribano. Era un señorón regordete. Tomó una peluca que estaba colgada de un clavo y se la puso con presteza.

-La primera causa -dijo; pero llevando la mano a su cabeza, exclamó-: ¡Eh! ¡Si no es mi peluca!

-En efecto, señor Obadiah, es la mía -repuso el escribano.

-Querido señor Oysterpuf, ¿cómo quiere usted que un juez pueda dictar una buena sentencia cbierto con la peluca de un escribano?

Verificóse el cambio de pelucas. Durante estos preliminares, Picaporte hervía de impaciencia porque la aguja le parecía andar terriblemente de prisa en el gran reloj del estrado.

-La primera causa -repitió entonces el juez Obadiah.

-¡Phileas Fogg! -llamó el escribano Oysterpuf.

-Presente -respondió mister Fogg.

-¡Picaporte!

-¡Presente!

-¡Bien! -dijo el juez Obadiah-. Hace dos días, acusados, les están espiando en todos los trenes de Bombay.

-¿Pero de qué nos acusan? -exclamó Picaporte impaciente.

-Van a saberlo -contestó el juez.

-Caballero -dijo entonces mister Fogg-, soy ciudadano inglés y tengo derecho...

-¿Le han faltado a usted las consideraciones? -preguntó el juez Obadiah.

-De ningún modo.

-¡Bien! Que entren, pues, los querellantes.

Por orden del juez se abrió una puerta, y tres sacerdotes indios fueron introducidos por un alguacil.

-¿No lo decía yo? -dijo Picaporte-. ¡Esos bribones son los que querían quemar a esa joven señora!

Los sacerdotes se mantuvieron de pie delante del juez, y el escribano leyó en voz alta una querella de sacrilegio formulada contra el señor Phileas Fogg y su criado, acusados de haber profanado un lugar consagrado por la religión brahmánica.

-¿Han oído ustedes? -preguntó el juez a Phileas Fogg.

-Sí, señor -repuso mister Fogg mirando el reloj-, y lo confieso.

-¡Ah! ¿Conque lo confiesa usted?

-Lo confieso, y estoy aguardando que esos tres sacerdotes declaren a su vez lo que querían hacer en la pagoda de Pillaji.

Los sacerdotes se miraron. No comprendían, al parecer, nada de las palabras del acusado.

-¡Sin duda! -exclamó Picaporte-. ¡En esa pagoda de Pillaji, ante la cual iban a quemar a su víctima!

Los sacerdotes volvieron a quedar estupefactos, y asombrándose profundamente también el juez Obadiah.

-¿Qué víctima? -preguntó-. ¿Quemar a quién? ¿En medio de la ciudad de Bombay?

-¿Bombay? -exclamó Picaporte.

-Sin duda. No se trata de la pagoda de Pillaji, sino de la pagoda de Malabar-Hill en Bombay.

-Y como pieza de convicción, he aquí los zapatos del profanador -añadió el escribano, colocando un par de ellos encima de la mesa.

-¡Mis zapatos! -exclamó Picaporte, quien, altamente sorprendido no pudo contener esta involuntaria exclamación.

Fácil es comprender lo confundidos que quedarían amo y criado. Se habían olvidado del incidente de Bombay, y éste era precisamente el que los traía ante el magistrado de Calcuta.

En efecto, el agente Fix había comprendido todo el partido que podía sacar de tan desdichado asunto. Atrasando su marcha doce horas, había ido a aconsejar lo que debían hacer los sacerdotes de Malabar-Hill. Les había prometido resarcimiento de perjuicios, sabiendo muy bien que el gobierno inglés se mostraba muy severo con semejantes delitos, y después, por el tren siguiente, los había hecho ir en seguimiento de los culpables. Pero a causa del tiempo empleado en libertad a la joven viuda, Fix y los indios llegaron a Calcuta antes que Phileas Fogg y su criado, a quienes los magistrados, prevenidos por despacho telegráfico, debían hacer prender al apearse del tren.

Júzguese del despecho de Fix cuando supo que Phileas Fogg no había llegado a la capital del Indostán. Debió de creer que el ladrón, deteniéndose en una de las estaciones, se había refugiado en una de las provincias septentrionales. Durante veinticuatro horas, Fix estuvo de acecho en la estación, entregado a mortales inquietudes. ¡Cuál fue, después, su alegría, al verle aquella misma mañana bajar del vagón en compañía, es cierto, de una joven cuya presencia no podía explicar! Al punto envió contra él un agente de policía, y así Fogg, Picaporte y la viuda del rajah de Bundelkund fueron conducidos ante el juez Obadiah.

A no estar Picaporte tan preocupado, habría visto en un rincón de la sala al detective, que asistía al juicio con interés fácil de comprender, porque en Calcuta, como en Bombay y como en Suez, no tenía aún el mandato de prision.

Entretanto, el juez Obadiah había tomado nota de la confesión que se le había escapado a Picaporte, quien hubiera dado todo lo que poseía por poder retirar sus imprudentes palabras.

-¿Los hechos se confiesan? -dijo el juez.

-Confesados -replicó mister Fogg.

-Visto -repuso el juez- que la ley inglesa entiende proteger igual y rigurosamente todas las religiones de las poblaciones indias; estando el delito confesado por el señor Picaporte; convencido de haber profanado con sacrílego pie el pavimento de la pagoda de Malabar-Hill, en Bombay, el día 20 de octubre, condena al susodicho Picaporte a quince días de prisión y una multa de trescientas libras.

-¿Trescientas libras? -exclamó Picaporte, que sólo se manifestó impresionado por la multa.

-¡Silencio! -ordenó el alguacil con áspera voz.

-Y -añadió aún el juez Obadiah- considerando que no está materialmente probado que haya dejado de haber convivencia entre el criado y el amo, y que en todo caso éste es responsable de los hechos y gestiones de quienes están a su servicio, condena al señor Phileas Fogg a ocho días de prisión y ciento cincuenta libras de multa. Escribano, llama a otros.

Fix, en su rincon, experimentaba una satisfacción indecible. Phileas Fogg, detenido ocho días en Calcuta, era más de lo que necesitaba para dar tiempo a que llegase el mandamiento.

Picaporte estaba anonadado. Semejante sentencia arruinaba a su amo. Una apuesta de veinte mil libras perdida, y todo por haber tenido la curiosidad de entrar en aquella maldita pagoda.

Phileas Fogg, tan dueño de sí, como si la sentencia no le hubiese alcanzado, no había movido siquiera las cejas. Pero en el momento en que el escribano llamaba otro juicio, se levantó y dijo:

-Ofrezco fianza.

-Tiene usted de derecho de hacerlo -respondió el juez.

Fix sintió frío en los huesos, pero recobró su tranquilidad cuando oyó que el juez, considerando la cualidad de extranjeros de Phileas Fogg y su criado, fijaba la fianza para cada uno de ellos en la enorme suma de mil libras.

Eran dos mil libras más de gasto para mister Fogg si no cumplía la condena.

-¡Pago! -exclamó el gentleman.

Y retiró del saco que llevaba Picaporte un paquete de billetes de Banco que dejó sobre la mesa del escribano.

-Esta suma le será devuelta al salir de la cárcel -dijo el juez-. Entretanto, estan ustedes libres.

-Ven conmigo -dijo Phileas Fogg a su criado.

-¡Pero al menos que me devuelvan mis zapatos! -exclamó Picaporte con un movimiento de rabia.

Le devolvieron sus zapatos.

-¡Bien caros cuestan! -exclamó entre dientes-. ¡Más de mil libras cada uno! ¡Sin contar que me aprietan!

Picaporte siguió con actitud compungida a mister Fogg, quien había ofrecido su brazo a la joven. Fix esperaba que el ladrón no se decidiera a perder la suma de dos mil libras y que cumpliría sus ocho días de cárcel. Echó, pues, a andar tras de mister Fogg. Tomó éste un coche, en el cual Auda, Picaporte y él subieron enseguida. Fix corrió detrás del coche, que se detuvo en uno de los muelles.

A media milla de la rada, el Rangoon estaba aparejado con su pabellón de marcha izado sobre el mástil. Daban las once. Mister Fogg llegaba, pues, con una hora de adelanto. Fix le vio apearse y entrar en un bote con Auda y su criado. El agente dio con el pie en el suelo.

-¡Bribón! -exclamó-. ¡Se marcha! ¡Dos mil libras sacrificadas! ¡Pródigo como un ladrón! ¡Ah! ¡Le seguiré hasta el fin del mundo si es necesario; pero al paso que va, todo el dinero del robo se habrá ido!

El inspector de policía tenía sus fundamentos para hacer esta reflexión. En efecto: desde que se había salido de Londres, entre gastos de viaje, pagos, compra de un elefante, finanzas y multas. Phileas Fogg había sembrado ya más de cinco mil libras por el camino, y el tanto por ciento que se concede a los policías sobre lo recobrado iba siempre bajando.

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