Imagen que identifica al sitio Nombre del sitio Proponer un intercambio de vínculos
Línea divisoria
Página de inicio

Imagen de identificación de la sección


La vuelta al mundo en 80 días
Editado
© Ariel Pérez
8 de noviembre del 2001
Indicador Capítulo I
Indicador Capítulo II
Indicador Capítulo III
Indicador Capítulo IV
Indicador Capítulo V
Indicador Capítulo VI
Indicador Capítulo VII
Indicador Capítulo VIII
Indicador Capítulo IX
Indicador Capítulo X
Indicador Capítulo XI
Indicador Capítulo XII
Indicador Capítulo XIII
Indicador Capítulo XIV
Indicador Capítulo XV
Indicador Capítulo XVI
Indicador Capítulo XVII
Indicador Capítulo XVIII
Indicador Capítulo XIX
Indicador Capítulo XX
Indicador Capítulo XXI
Indicador Capítulo XXII
Indicador Capítulo XXIII
Indicador Capítulo XXIV
Indicador Capítulo XXV
Indicador Capítulo XXVI
Indicador Capítulo XXVII
Indicador Capítulo XXVIII
Indicador Capítulo XXIX
Indicador Capítulo XXX
Indicador Capítulo XXXI
Indicador Capítulo XXXII
Indicador Capítulo XXXIII
Indicador Capítulo XXXIV
Indicador Capítulo XXXV
Indicador Capítulo XXXVI
Indicador Capítulo XXXVII

La vuelta al mundo en ochenta días
Capítulo IV
Donde Phileas Fogg deja estupefacto a su criado Picaporte

A las siete y veinticinco, Phileas Fogg, después de haber ganado unas veinte guineas al whist, se despidió de sus honorables colegas y abandonó el Reform-Club. A las siete y cincuenta abría la puerta de su casa y entraba.

Picaporte, que había estudiado su programa concienzudamente, quedó sorprendido al ver a mister Fogg culpable de inexactitud, acudiendo a tan inusitada hora, pues, según la nota, el inquilino de Saville-Row no debía regresar hasta medianoche.

Phileas Fogg subió primero a su cuarto y luego llamó:

-Picaporte

Éste no respondió, porque no creyó que pudiera llamarle. No era la hora.

-Picaporte -repitió mister Fogg sin gritar más que antes.

El criado apareció.

-Es la segunda vez que le llamo -dijo el señor Fogg.

-Pero no son las doce -respondió Picaporte sacando el reloj.

-Lo sé, y no le reprendo. Dentro de diez minutos partimos para Dover y Calais.

En el rostro redondo del francés apareció una especie de mueca. Era evidente que había oído mal.

-¿El señor va a viajar? -preguntó.

-Sí -respondió Phileas Fogg-. Vamos a dar la vuelta al mundo.

Con los ojos excesivamente abiertos, los párpados y las cejas en alto, los brazos sueltos, el cuerpo abatido, Picaporte ofrecía entonces todos los síntomas del asombro llevado hasta el estupor.

-¡La vuelta al mundo! -dijo entre dientes.

-En ochenta días -respondió mister Fogg-. No tenemos un momento que perder.

-¿Y el equipaje?... -dijo Picaporte, que movía inconscientemente la cabeza de derecha a izquierda y viceversa.

-No hay equipaje. Sólo un saco de noche. Dentro, dos camisas de lana, tres pares de medias, y lo mismo para usted. Ya compraremos por el camino. Bajará mi impermeable y mi manta de viaje. Lleve buen calzado. Por lo demás, andaremos poco o nada. Vamos.

Picaporte hubiera querido responder, mas no pudo. Salió del cuarto de mister Fogg, subió al suyo, cayó sobre una silla y empleando una frase vulgar de su país, dijo para sí:

-¡Ésta sí que es buena! ¡Yo quería tranquilidad!

Y maquinalmente hizo su preparativo de viaje. ¡La vuelta al mundo en ochenta días! ¿Estaría loco su amo? No... ¿Sería broma? Si iban a Dover, bien. A Calais, conforme. En suma, esto no podía contrariar al buen muchacho, que no había pisado el suelo de su patria en cinco años. Tal vez se llegaría hasta París, y ciertamente volvería a ver con gusto la gran capital, porque un caballero tan economizador de sus pasos se detendría allí... Sí, indudablemente; ¡pero no era menos cierto que partía, que se movía, ese gentleman, tan casero hasta entonces!

A las ocho, Picaporte había preparado el modesto saco que contenía su ropa y la de su amo; después, perturbado aún de espíritu, salió del cuarto, cerró la puerta con sumo cuidado y se reunió con mister Fogg.

Éste ya estaba dispuesto. Llevaba debajo del brazo el Bradshaw's Continental Railway Steam Transit and general Guide, que debía suministrar todas las indicaciones necesarias para el viaje. Tomó el saco de manos de Picaporte, lo abrió, y metió en él un paquete de esos bellos billetes de Banco que corren en todos los países.

-¿No ha olvidado usted nada? -preguntó.

-Nada, señor.

-¿Mi impermeable y mi manta?

- Aquí están.

-Bueno; tome este saco.

Mister Fogg entregó el saco a Picaporte.

-Y cuídelo -añadió-. Hay dentro veinte mil libras.

Por poco se escapa el saco de manos de Picaporte, como si las veinte mil libras hubieran sido de oro y pesado con liberalidad.

El amo y el criado bajaron entonces, y la puerta de la calle fue cerrada con doble vuelta.

A la extremidad de Saville-Row había un parada de coches. Pilileas Fogg y su criado montaron en un cab, el cual se dirigió rápidamente a la estación de Charing Cross, donde acaba uno de los ramales del South-Eastern Railway1.

A las ocho y veinte, el cab se detuvo ante la verja de la estación. Picaporte se apeó. Su amo le siguió y pagó al cochero.

En aquel momento, una pobre mendiga con un niño de la mano, con los pies descalzos en el lodo, cubierta con un sombrero deteriorado, del cual colgaba una pluma lamentable, y con un chal hecho jirones sobre sus andrajos, se acercó a mister Fogg y le pidió limosna.

Mister Fogg sacó del bolsillo las veinte guineas que acababa de ganar al whist, y dándoselas a la mendiga, le dijo:

-Tome, buena mujer, me alegro de haberla encontrado.

Y pasó de largo.

Picaporte tuvo como una sensación de humedad en sus pupilas. Su amo acababa de dar un paso dentro de su corazón.

Mister Fogg y él entraron en la gran sala de la estación. Allí, Phileas Fogg dio a Picaporte la orden de adquirir dos billetes de primera para París, y después, al volverse, se encontró con sus cinco amigos del Reform-Club.

-Señores, me voy; y como he de visar mi pasaporte en distintos lugares, eso les servirá a ustedes para comprobar mi itinerario.

-¡Oh, mister Fogg -respondió cortésmente Gualterio Ralph- es innecesario! ¡Nos bastará su palabra de caballero!

-Más vale así -dijo mister Fogg.

-No olvide usted que deberá estar de vuelta... -observó Andrés Stuart.

-Dentro de ochenta dias -respondió mister Fogg-, el sábado 21 de diciembre de 1872, a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la noche. Hasta la vista, señores.

A las ocho y cuarenta, Phileas Fogg y su criado tomaron asiento en el mismo departamento. A las ocho y cuarenta y cinco resonó un silbido, y el tren emprendió la marcha.

La noche estaba oscura. Caía una lluvia menuda. Phileas Fogg, arrellanado en su rincón, no hablaba. Picaporte, atolondrado aún, oprimía maquinalmente contra su pecho el saco con los billetes de Banco, preocupado por aquella responsabilidad que le caía encima.

Pero el tren no había pasado aún de Sydenham cuando Picaporte lanzó un verdadero grito de desesperación.

-¿Qué es eso? -preguntó mister Fogg.

-Que ... en mi precipitación... en mi turbación... he olvidado ...

-¿Qué?

-¡Apagar el gas de mi cuarto!

-Pues bien, muchacho -respondió fríamente mister Fogg-; seguirá ardiendo por cuenta de usted.

Línea divisoria

1. Ferrocarril del sudeste.

Ir al próximo capítuloIr al capítulo anterior

SubirSubir al tope de la página


© Viaje al centro del Verne desconocido. Sitio diseñado y mantenido por Ariel Pérez.
Compatible con Microsoft Internet Explorer y Netscape Navigator. Se ve mejor en 800 x 600.