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La vuelta al mundo en 80 días
Editado
© Ariel Pérez
8 de noviembre del 2001
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La vuelta al mundo en ochenta días
Capítulo II
De cómo Picaporte encuentra al fin, su ideal

A fe mía -decía para sí Picaporte, aturdido al principio-, he conocido en casa de madame Tussaud personajes tan vivos como mi nuevo amo. Conviene saber que los personajes de madame Tussaud son unas figuras de cera muy visitadas, y a las cuales no les falta más que hablar.

Durante los breves instantes en que Picaporte había examinado a su futuro amo, pudo entrever a Phileas Fogg, rápida, pero cuidadosamente. Era un hombre que podría tener unos cuarenta años, de figura noble y arrogante, alto de estatura, sin que lo afease cierta ligera obesidad, de pelo rubio, frente tersa y sin arrugas en las sienes, rostro más bien pálido que sonrosado, magnífica dentadura. Parecía poseer en grado sumo eso que los fisonomistas llaman "el reposo en la acción", facultad común a cuantos hacen más trabajo que ruido. Sereno, flemático, pura la mirada, inmóvil el párpado, era el tipo acabado de esos ingleses de sangre fría que suelen encontrarse a menudo en el Reino Unido, y cuya actitud algo académica ha sido tan maravillosamente reproducida por el pincel de Angélica Kauffmann. Visto en los diferentes actos de su existencia, este caballero despertaba la idea de un ser bien equilibrado en todas sus partes, proporcionado con precisión, y tan exacto como un cronómetro de Leroy o de Earnshaw. Porque, en efecto, Phileas Fogg era la exactitud personificada, lo que se veía claramente en la "expresión de sus pies y de sus manos", pues que en el hombre, como en los animales, los miembros mismos son organos expresivos de las pasiones.

Phileas Fogg era de esas personas matemáticamente exactas, jamás precipitadas y siempre dispuestas a economizar sus pasos y sus movimientos. Atajando siempre, nunca daba un paso de más. No perdía una mirada dirigiéndola al techo. No se permitía ningún gesto superfluo. Jamás se le vio alterado ni conmovido. Era el hombre menos apresurado del mundo, mas siempre llegaba a tiempo. Pero, desde luego, se comprenderá que tenía que vivir solo y, por decirlo así, aislado de toda relación social. Sabía que en la vida hay que emplear mucho el rozamiento, y como el rozamiento entorpece, no se rozaba con nadie.

En cuanto a Juan, alias Picaporte, verdadero parisiense, durante los cinco años que había habitado en Inglaterra desempeñando la profesión de ayuda de cámara, en vano había tratado de hallar un amo de quien pudiera encariñarse.

Picaporte no era, por cierto, uno de esos Frontines o Mascarillos1, que, altos los hombros y la cabeza, descarado y seco al mirar, no son sino unos bellacos insolentes; no, Picaporte era un chico guapo de amable rostro y labios salientes, siempre dispuesto a saborear o a acariciar; un ser apacible y servicial, con una de esas cabezas redondas y bonachonas que siempre agrada encontrar sobre los hombros de un amigo. Tenía los ojos azules, animado el color, la cara lo bastante gruesa para poder verse sus propios pómulos, ancho el pecho, fuertes las caderas, vigorosa la musculatura, y con una fuerza hercúlea que los ejercicios de su juventud habían desarrollado perfectamente. Sus cabellos castaños estaban algo enredados. Si los antiguos escultores conocían dieciocho modos distintos de arreglar la cabeza de Minerva, para componer la suya, Picaporte, sólo conocía uno: con tres pases de su peine ralo estaba peinado.

Decir si el genio expansivo de este muchacho podía avenirse con el de Phileas Fogg, es cosa que la la prudencia más elemental prohibe. ¿Sería Picaporte ese criado exacto hasta la precisión que convenía a su dueño? La práctica lo demostraría. Después de haber tenido, como ya sabemos, una juventud algo vagabunda, aspiraba al reposo. Había oído ensalzar el metodismo inglés y la proverbial frialdad de los caballeros y marchó a probar fortuna a Inglaterra. Pero hasta el momento la fortuna le había sido adversa. En ninguna parte pudo echar raíces. Estuvo en diez casas, y en todas ellas los amos eran caprichosos, desiguales, amigos de correr aventuras o de recorrer paises, cosas todas ellas que ya no podían convenir a Picaporte. Su último señor, el joven lord Longsferry, miembro del Parlamento después de pasar las noches en los oystersrooms2 de Hay-Marquet, volvía a su casa muy a menudo sobre los hombros de los policemen. Queriendo Picaporte principalmente respetar a su amo, arriesgó algunas respetuosas observaciones que fueron mal recibidas, y rompió con él. Por entonces, supo que Phileas Fogg, esq., buscaba criado y tomó informes acerca de este caballero. Un personaje cuya existencia era tan singular, que no dormía fuera de su casa, que no viajaba, que nunca, ni siquiera un día, se ausentaba, no podía sino convenirle. Se presentó y fue admitido en las circunstancias que ya conocemos.

A las once y media dadas, Picaporte se hallaba solo en la casa de Saville-Row. Inmediatamente comenzó a examinarla, recorriendo desde el sótano al tejado; y esta casa limpia, arreglada, severa, puritana, bien organizada para el servicio, le agradó. Le produjo la impresión de una concha de caracol alumbrada y calentada con gas, porque el hidrógeno carburado bastaba a todas las necesidades de luz y calor. Sin gran trabajo, Picaporte halló en el piso segundo la habitación que le estaba destinada. Le convino. Timbres eléctricos y tubos acústicos le ponían en comunicación con los aposentos del entresuelo y del piso principal. Sobre la chimenea había un reloj eléctrico en correspondencia con el que Phileas Fogg tenía en su dormitorio, y así ambos cronómetros marcaban el mismo segundo simultaneamente.

-No me disgusta, no me disgusta -se decía Picaporte.

También encontró en su cuarto una nota colocada encima del reloj. Era el programa del servicio diario. Comprendía - desde las ocho de la mañana, hora reglamentaria en que se levantaba Phileas Fogg, hasta las once y media en que salía de su casa para ir a almorzar al Reform-Club - todos los pormenores del servicio, el té y los picatostes a las ocho y veintitrés, el agua caliente para afeitarse de las nueve y treinta y siete, el peinado a las diez menos veinte, etcétera. A continuación, desde las once y media de la mañana hasta las doce de la noche - instante en que el metódico caballero se acostaba - todo estaba anotado, previsto, regularizado. Picaporte pasó un rato feliz considerando este programa y grabando en su mente los diversos artículos que contenía.

En cuanto al guardarropa del señor, estaba perfectamente arreglado y maravillosamente provisto. Cada pantalón, levita o chaleco tenía su número de orden, reproducido en un libro de entrada y salida, donde se indicaba la fecha en que, según la estación, debía ser llevada cada prenda; reglamentación que se hacía extensiva al calzado.

Por último, anunciaba un apacible desahogo en esta casa de Saville-Row, casa que debía haber sido el templo del desorden en la época del ilustre pero crapuloso Sheridan, la delicadeza con que estaba amueblada. No había ni biblioteca ni libros que hubieran sido inútiles para mister Fogg, puesto que el Reform-Club ponía a su disposición dos bibliotecas, consagradas una a la literatura, y otra al Derecho y a la política. En el dormitorio había una arca de hierro de regular tamaño, cuya especial construcción la ponía fuera del alcance de los peligros de incendio y robo. En la cas no se veían ni armas ni otros utensilios de caza o de guerra. Todo indicaba los hábitos mas pacíficos.

Tras haber examinado detenidamente esta vivienda, Picaporte se frotó las manos, su redonda cara se ensanchó, y exclamó con alegría:

-¡No me disgusta! ¡Ya di con lo que me conveía! Mister Fogg y yo nos entenderemos admirablemente . ¡Un hombre casero y arreglado! ¡Una verdadera maquina! No me disgusta servir a una máquina.

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1. Frontin: Personaje del antiguo teatro francés. Era un criado audaz, insolente y replicón, que dirigía los placeres y aventuras de sua amo. Este papel ha desaparecido ya de la escena.
Mascarillo: Tipo semejante al anterior en la comedia italiana.
2. Lugares llamados así, donde se sirven ostras príncipes.

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