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La vuelta al mundo en 80 días
Editado
© Ariel Pérez
8 de noviembre del 2001
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La vuelta al mundo en ochenta días
Capítulo XXXI
Donde el inspector Fix favorece muy sencillamente los intereses de Phileas Fogg

Phileas Fogg llevaba veinticuatro horas de retraso, y Picaporte, causa involuntaria de esta tardanza, estaba desesperado. Había arruinado, indudablemente y sin remedio, a su querido amo.

En aquel momento, el inspector se acercó a mister Fogg, y mirándole bien de frente, le preguntó:

-Formalmente, señor Fogg; ¿tiene usted prisa?

-Formalmente, la tengo -respondió Phileas Fogg.

-Insisto -repuso Fix. ¿tiene usted verdadero interés en estar en Nueva York el 11, antes de las nueve de la noche, hora de salida del vapor de Liverpool?

-El mayor interés.

-¿Y si el viaje no hubiera sido interrumpido por el ataque de los indios, hubiera llegado a Nueva York el 11 por la mañana?

-Sí, con doce horas de adelanto sobre el vapor.

-Bien. Tiene usted ahora veinte horas de retraso. Entre veinte y doce, la diferencia es de ocho. Luego con ganar estas ocho horas le bastaría. ¿Quiere usted intentarlo?

-¿A pie?

-No, en trineo de vela. Un hombre me ha propuesto este sistema de transporte.

Era el hombre que había hablado al inspector de policía durante la noche y cuya oferta había sido desechada.

Phileas Fogg no respondió a Fix; pero éste le mostró al hombre de que se trataba, y el gentleman fue a su encuentro. Un instante después, Phileas Fogg y el americano, llamado Mudge, entraban en una covacha construida en la base del fuerte Kearney.

Allí, mister Fogg examinó un vehículo bastante singular, especie de tablero montado sobre dos largueros, algo levantados por delante, como las plantas de un trineo, y en el cual cabían cinco o seis personas. Por delante, se alzaba un mástil muy alto en el cual podía envergarse una inmensa cangreja. Este mástil, sólidamente sostenido por obenques metálicos, tenía un estay de hierro que servía para guardar un foque de gran dimensión. Detrás había un timón de espadilla, que permitía dirigir el aparato.

Como se ve era un trineo aparejado en balandro. Durante el invierno, en la llanura helada, cuando los trenes se ven detenidos por las nieves, estos vehículos hacen travesías muy rápidas de una a otra estación. Están, por lo demás, muy bien aparejados, quizá mejor que un balandro, que está expuesto a volcar, y con viento en popa corren por las praderas con rapidez igual, si no superior, a la de un expreso.

En pocos instantes se concluyó el trato entre mister Fogg y el patrón de aqeulla embarcación terrestre. El viento era bueno. Soplaba del oeste muy frescachón. La nieve estaba endurecida, y Mudge tenía grandes esperanzas de llegar en pocas horas a la estación de Omaha, donde los trenes son frecuentes y las vías numerosas en dirección a Chicago y Nueva York. No era difícil que pudiera ganarse el retraso. Por lo tanto, no debía vacilarse en intentar la aventura.

No queriendo mister Fogg exponer a mistress Auda a los tormentos de una travesía al aire libre y del frío, que la velocidad haría, sin duda alguna, más insoportable, le propuso quedarse con Picaporte en la estación de Kearney, desde donde el buen muchacho la conduciría hasta Europa por mejor camino y en mejores condiciones.

Mistress Auda se negó a separarse de mister Fogg, y Picaporte se alegró mucho de esta determinación. En efecto, por nada en el mundo hubiera querido separarse de su amo, puesto que Fix le acompañaba.

En cuanto a lo que entonces pensaba el inspector de policía, sería difícil decirlo. ¿Su convicción estaba quebrantada por el regreso de Phileas Fogg, o bien lo consideraba como un bribón de gran talento, por creer que después de cumplida la vuelta al mundo estaría absolutamente seguro en Inglaterra? Acaso la opinión de Fix con respecto a Phileas Fogg estaba modificada, pero no por eso se hallaba menos decidido a cumplir con su deber, y más impaciente que todos a ayudar con todas sus fuerzas el regreso a Inglaterra.

A las ocho, el trineo estaba preparado para la marcha. Los viajeros, casi puede decirse los pasajeros, tomaron asiento, muy envueltos en sus mantas de viaje. Las dos inmensas velas estaban izadas, y al impulso del viento el vehículo comenzó a correr sobre la endurecida nieve a razón de cuarenta millas por hora.

La distancia que separa el fuerte Kearney de Omaba en línea recta, a vuelo de abeja, como dicen los americanos, era de doscientas millas como máximo. Manteniéndose el viento, esta distancia podía recorrerse en cinco horas, y no ocurriendo ningún incidente, el trineo entraría en Omaha a la una de la tarde.

¡Qué travesía! Los viajeros, apiñados, no podían hablarse. El frío, acrecentado por la velocidad, les hubiera cortado a buen seguro la palabra.

El trineo corría tan ligeramente sobre la superficie de la llanura como un barco sobre las aguas, pero sin marejada. Cuando la brisa llegaba rasando la tierra, parecía que el trineo iba a ser levantado del suelo por sus velas, semejantes a alas de inmensa envergadura. Mudge se mantenía, por medio del timón, en la línea recta, y con un golpe de espadilla rectificaba los borneos que el aparejo tendía a dar. Todo el velamen daba presa al viento. El foque, desviado, no estaba cubierto por la cangreja. Se levantó una cofa y dando al viento un cuchillo se aumentó la fuerza de impulso de las demás velas. No podía calcularse la velocidad matemáticamente, pero era seguro que no bajaba de las cuarenta millas por hora.

-Si nada se rompe -dijo Mudge-, llegaremos.

Y Mudge tenía inerés en llegar dentro del plazo convenido, porque mister Fogg, fiel a su sistema, lo había engolosinado con una crecida oferta.

La pradera por donde corría el trineo era tan llana, que parecía un inmenso estanque helado. El ferrocarril que cruzaba por aquella región subía del sudoeste al noroeste por Grand lsland Columbus, ciudad importante de Nebraska, Schuyler, Fremont y luego Omaha. Seguía en todo su trayecto por la orilla derecha del Platte River. El trineo, atajando, recorría la cuerda del arco descrito por la vía férrea. Mudge no podía verse detenido por el Platte River en el recodo que forma antes de llegar a Fremont, porque sus aguas estaban heladas. El camino se hallaba, pues, totalmente desembarazado de obstáculos, y a Phileas Fogg sólo podían preocuparle dos circunstancias: una avería en el aparato o un cambio de viento.

La brisa, sin embargo, no amainaba; por el contrario soplaba hasta el punto de poder tumbar el cabo, si bien le sostenían con firmeza los obenques de hierro. Esos alambres metálicos, semejantes a cuerdas de un instrumento, resonaban como si un arco hubiese provocado sus vibraciones. El trineo volaba acompañado de una armonía plañidera de muy particular intensidad.

-Esas cuerdas dan la quinta y la octava -dijo mister Fogg.

Fueron éstas las únicas palabras que pronunció durante la travesía. Mistress Auda, cuidadosamente envuelta en los abrigos y mantas de viaje, estaba preservada en lo posible del alcance del frío.

En cuanto a Picaporte, roja la cara como el disco solar cuando se pone entre brumas, aspiraba aquel aire penetrante, dando rienda a sus esperanzas, con el fondo de imperturbable confianza que le distinguía. En vez de llegar por la mañana a Nueva York se llegaría por la tarde, pero aún existían probabilidades de que esto ocurriese antes de salir el vapor de Liverpool.

Picaporte experimentó hasta deseos de dar un apretón de manos a su aliado Fix, pues no olvidaba que era el inspector mismo quien había proporcionado el trineo de velas, y por lo tanto, el único medio de llegar a Omaba a tiempo, pero obedeciendo a un indefinible presentimiento se mantuvo en su acostumbrada reserva.

En todo caso, había una cosa que Picaporte no olvidaría jamás, esto es, el sacrificio de mister Fogg para librarle de los sioux arriesgando su fortuna y su vida. No; ¡jamás lo olvidaría su criado!

Mientras cada uno de los viajeros se entregaba a reflexiones diversas, el trineo volaba sobre la inmensa alfombra de nieve, y si atravesaba algunos ríos afluentes o subafluentes del Little Blue River, no se percataba nadie de ello. Los campos y los cursos de agua se igualaban bajo una blancura uniforme. El llano estaba desierto por completo. Comprendido entre el Union Pacific Road y el ramal que ha de enlazar a Kearney con San José, formaba como una gran isla inhabitada. Ni una aldea, ni una estación, ni siquiera un fuerte. De cuando en cuando se veía pasar, cual relámpago, algún árbol raquítico, cuyo blanco esqueleto se retorcía bajo la brisa. A veces se levantaban del suelo bandadas de aves silvestres. A veces también, algunos lobos, en tropeles numerosos, flacos, hambrientos, y movidos por una necesidad feroz, luchaban en velocidad con el trineo. Entonces Picaporte, revólver en mano, estaba apercibido para hacer fuego sobre los más cercanos. Si algún incidente hubiese detenido entonces el trineo, los viajeros, atacados por las encarnizadas fieras, hubieran corrido los mas graves peligros; pero el trineo seguía firme, y cogiendo buena delantera, no tardó en quedarse atrás aquella aulladora manada.

A las doce, Mudge reconoció por algunos indicios, que estaba pasando el helado curso del Platte River. No dijo nada, pero estaba ya seguro de que veinte milla más allá se hallaba la estación de Omaha.

Y en efecto, no era la una de la tarde cuando abandonando la barra, el patrón recogía velas, mientras el trineo, arrastrado por su empuje, recorría aún media milla sin velamen; por último, se detuvo y Mudge, enseñando una aglomeración de tejados blancos dijo:

-Hemos llegado.

Ya se hallaban, pues, en aquella estación, donde numerosos trenes comunicaban sin descanso con la parte oriental de los Estados Unidos.

Picaporte y Fix saltaron a tierra y estiraron sus entumecidos miembros. Ayudaron a mister Fogg y a la joven a bajar del trineo. Phileas Fogg pagó generosamente a Mugde, a quien Picaporte estrechó la mano amistosamente, y todos corrieron en seguida a la estación de Omaha.

En esta importante ciudad de Nebraska es adonde va a parar el ferrocarril que, con el nombre de Chicago Rock Island, corre directamente al este, sirviendo cincuenta estaciones.

Estaba dispuesto a marchar un tren directo, de modo que Phileas Fogg y sus acompañantes sólo tuvieron tiempo de arrojarse a un vagón. No habían visto nada en Omaha; pero Picaporte reconocía que no era cosa de sentir, puesto que no era ver ciudades lo que importaba.

Con extraordinaria rapidez, el tren pasó por el estado de Iowa, por Council Bluff, Moines, Iowa City. Durante la noche cruzaba el Mississippi en Davenport, y entraba por Rock Island en Illinois. Al día siguiente, 10, a las cuatro de la tarde, llegaba a Chicago, renacida ya de sus ruinas, y mas que nunca firmemente asentada a orillas del hermoso lago Michigan.

Chicago está a 900 millas de Nueva York, y alli no faltaban trenes, por lo cual mister Fogg pudo pasar inmediatamente de uno a otro. La elegante locomotora del Pittsburgh Fort Wayne Chicago Rail Road, partió a toda velocidad, como si hubiese comprendido que el honorable caballero inglés no tenía tiempo que perder. Atravesó como un relámpago los estados de Indiana, Ohio, Pennsylvania y New Jersey, pasando por ciudades de nombres históricos, algunas de las cuales tenían calles y tranvías, pero no edificios todavía. Por fin, apareció el Hudson, y el 11 de diciembre, a las once y cuarto de la noche el tren se detenía en la estación, a la margen derecha del río, ante el mismo muelle de los vapores de la Línea Cunard, llamada por otro nombre, British and North American Royal Mail Steam Packet Co.

El China, con destino a Liverpool, había zarpado cuarenta y cinco minutos antes.

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