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La vuelta al mundo en 80 días
Editado
© Ariel Pérez
8 de noviembre del 2001
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La vuelta al mundo en ochenta días
Capítulo VI
Donde el agente Fix demuestra una impaciencia muy legítima

He aquí las circunstancias que dieron origen al envío del despacho concerniente al señor Phileas Fogg.

El miércoles 9 de octubre se esperaba, para las once de la mañana, en Suez, el paquebote Mongolia de la Compañía Peninsular y Oriental, vapor de hierro, de hélice y spardecks1, dos mil ochocientas toneladas de arqueo y una fuerza nominal de quinientos caballos de fuerza.

El Mongolia hacía sus viajes con regularidad desde Brindisi a Bombay por el canal de Suez. Era uno de los más veloces de la Compañía, habiendo sobrepasado siempre la marcha reglamentaria de diez millas por hora entre Brindisi y Suez, y de nueve millas cincuenta y tres centésimas entre Suez y Bombay.

Aguardando la llegada del Mongolia, dos hombres se paseaban en el muelle entre la multitud de indígenas y de extranjeros que afluyen a aquella ciudad, antes villorrio, y cuyo porvenir ha quedado asegurado por la grandiosa obra del señor Lesseps.

Uno de aquellos hombres era el agente consular del Reino Unido, establecido en Suez, quien, a despecho de los desgraciados pronósticos del gobierno británico y de las siniestras predicciones del ingenioso Stephenson, veía llegar diariamente navíos ingleses que cruzaban el canal, abreviando así en la mitad el antiguo camino de Inglaterra a las Indias por el Cabo de Buena Esperanza.

El otro era un hombrecillo enteco, de aspecto bastante inteligente, nervioso, que contraía los músculos de sus párpados con notable persistencia. A través de éstos brillaba una mirada viva, pero cuyo ardor sabía atenuar a voluntad. En aquel momento descubría cierta impaciencia, yendo, viniendo y no pudiendo permanecer quieto.

Aquel hombre se llamaba Fix, y era uno de esos detectives o agentes de policía inglesa que habían sido destacados a distintos puertos después del robo perpetrado en el Banco de Inglaterra. Este Fix debía vigilar con el mayor cuidado a todos los viajeros que tomasen el camino de Suez, y, si uno de ellos parecía sospechoso, seguirle, hasta que recibiese un mandato de arresto.

Precisamente hacía dos días que Fix había recibido del director de la policía metropolitana las señas del presunto autor del robo, o sea, de aquel personaje bien portado cuya presencia se había advertido en la sala de pagos del Banco.

El detective, engolosinado, sin duda, por la elevada recompensa prometida en caso de éxito, aguardaba con una impaciencia muy comprensible la llegada del Mongolia.

-¿Y dice usted, señor cónsul -preguntó por décima vez-, que ese buque no puede tardar?

-No, señor Fix -respondió el cónsul-. Ha sido visto ayer a la altura de Port Said, y los ciento sesenta kilómetros del canal no son nada para un andador como éste. Le repito que el Mongolia ha ganado siempre la prima de veinticinco libras que el gobierno concede por cada adelanto de veinticuatro horas sobre el tiempo reglamentario.

-¿Viene directamente de Brindisi? -preguntó Fix.

-Del mismo Brindisi, donde toma la valija de Indias y de donde ha salido el sábado a las cinco de la tarde. Tened paciencia, pues, porque no tardará en llegar. Pero no sé cómo, por las señas que ha recibido podrá reconocer a su hombre si viaja a bordo del Mongolia.

-Señor cónsul -replicó Fix-, esas gentes las sentimos más bien que las reconocemos. Hay que tener olfato, y ese olfato es un sentido peculiar nuestro, al cual concurren el oído, la vista y el olor. Durante mi vida he cogido a más de uno de esos caballeros, y con tal que mi ladrón esté a bordo, le respondo que no se me escapará de las manos.

-Lo deseo, señor Fix, porque se trata de un robo importante.

-¡Un robo importante! -respondió el agente, entusiasmado-. ¡Cincuenta y cinco mil libras! ¡No siempre tenemos ocasiones parecidas! ¡Los ladrones se van haciendo muy mezquinos! ¡La raza de los Sheppard se va extinguiendo! ¡Ahora se dejan ahorcar tan sólo por unos cuantos chelines!

-Señor Fix -continuó el cónsul-, habla usted de tal manera, que deseo ardientemente logre éxito en su comisión, pero se lo repito, lo creo difícil en las condiciones en que se halla usted. ¿Sabe que con las señas que ha recibido, ese ladrón se parece absolutamente a un hombre de bien?

-Señor cónsul -respondió dogmáticamente el inspector de policía-, los grandes ladrones se parecen siempre a los hombres honrados. Ya comprenderá usted que los que tienen traza de bribones sólo cuentan con un recurso: el de ser probos, sin lo cual serían arrestados con facilidad. Las fisonomías honradas son las debemos desenmascarar más frecuentemente. Convengo en que este trabajo es dificultoso, y es más bien hijo del arte que del oficio.

Ya veremos que el referido Fix no carecía de cierta dosis de amor propio.

Entretanto, poco a poco se iba animando el muelle. Marineros de diversas nacionalidades, comerciantes, corredores, mozos de cuerda y fellahs afluían allí para esperar la llegada del vapor, que no debía estar muy lejos.

El tiempo era bastante apacible, aunque algo frío, a consecuencia del viento que soplaba del este. Algunos alminares se destacaban sobre la población bajo los pálidos rayos del sol. Hacia el sur se prolongaba una escollera de dos mil metros, cual un brazo, sobre la ruta de Suez. Por la superficie del mar Rojo circulaban varias lanchas pescadoras o de cabotaje, algunas de las cuales han conservado la elegancia de la antigua galera.

Mientras andaba por entre toda aquella gente, Fix, por hábito profesional, estudiaba con rápida mirada el semblante de los transeúntes.

Eran entonces las diez y media.

-¡Pero no llegará nunca ese vapor! -exclamó al oír dar la hora en el reloj del puerto.

-Ya no puede estar lejos -respondió el cónsul.

-¿Cuánto tiempo se detendrá en Suez? -preguntó Fix.

-Cuatro horas, lo que tarde en carbonear. De Suez a Adén, a la salida del mar Rojo, hay mil trescientas diez millas, y necesita proveerse de combustible.

-¿Y de Suez a Bombay, no hace ninguna escala?

-Ninguna.

-Pues bien -dijo Fix-, si el ladrón ha tomado pasaje en ese buque, tendrá el plan de desembarcar en Suez, para llegar por otra vía a las posesiones holandesas o francesas de Asia. Bien debe saber que en la India, que es tierra inglesa, no estará seguro.

-A no ser que sea muy entendido -replicó el cónsul-, porque ya sabe usted que un criminal inglés siempre está mejor escondido en Londres que en el extranjero.

Tras de esta reflexión, que dio mucho que pensar al agente, el cónsul regresó a su despacho, situado allí cerca. El inspector de policía se quedó solo, entregado a una impaciencia nerviosa y con el extraño presentimiento de que el ladrón debía de estar a bordo del Mongolia; y, en verdad, si el tunante había salido de Inglaterra con propósito de establecerse en el Nuevo Mundo, debía de haber obtenido la preferencia por el camino de las Indias, menos vigilado o más difícil de vigilar que el del Atlántico.

Fix no permaneció mucho tiempo entregado a sus reflexiones, porque la llegada del vapor fue anunciada por agudos silbidos. Todo el tropel de ganapanes y de fellahs se precipitó sobre el muelle en tumulto algo inquietante para los miembros y trajes de los pasajeros. De la orilla se destacaron unas diez lanchas para ir al encuentro del Mongolia.

Pronto se divisó el gigantesco casco de aquel buque que pasaba ante las márgenes del canal, y daban las once cuando atracó por fin en la rada, mientras el vapor se desprendía con estrepitoso silbido por los tubos de escape de las máquinas.

Los pasajeros eran bastante numerosos a bordo. Algunos permanecieron en el entrepuente contemplando el pintoresco panorama de la ciudad, pero la mayoría decidieron desembarcar en las lanchas que se habían aproximado al Mongolia.

Fix examinaba escrupulosamente a todos los que desembarcaban.

En aquel momento se le acercó uno de ellos quien después de haber repelido vigorosamente a los fellahs que le asediaban con sus ofertas de servicio, le preguntó con mucha cortesía si podía indicarle la oficina del agente consular inglés. Y al mismo tiempo, este pasajero le presentaba un pasaporte, sobre el cual deseaba que constase el visado británico.

Instintivamente, Fix tomó el pasaporte, y con rápida mirada lo leyó; esta lectura provocó en el agente cierto movimiento involuntario. El papel tembló en sus manos. Las señas que constaban en el pasaporte eran idénticas a las que había recibido del director de la policía británica.

-Este pasaporte no es suyo -dijo Fix al pasajero.

-No -respondió éste-; es el pasaporte de mi amo.

-¿Y su amo?

-Se ha quedado a bordo.

-Pero -repuso el agente- es indispensable que se presente en persona en el despacho del consulado, con objeto de identificarlo.

-¿Y eso es necesario?

-Ya le dicho que es indispensable.

-¿Y dónde está la oficina?

-Allí, en la esquina de la plaza -indicó el inspector, mostrando una casa que distaba unos doscientos pasos.

-Entonces, voy a buscar a mi amo, que no tendrá mucho gusto en molestarse.

Después de esto, el pasajero saludó a Fix y regresó a bordo del vapor.

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1. Entrepuente.

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