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La vuelta al mundo en 80 días
Editado
© Ariel Pérez
8 de noviembre del 2001
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La vuelta al mundo en ochenta días
Capítulo XXIV
Durante el cual se efectua la travesía del océano Pacífico

Fácil es comprender lo acontecido a la vista de Shangai. Las señales hechas por la Tankadera fueron observadas por el vapor de Yokohama. Viendo el capitán la bandera parda, se dirigió a la goleta, y algunos instantes después Phileas Fogg, pagando su pasaje según lo convenido, metía en el bolsillo del patrón John Bunsby ciento cincuenta libras. Después, el honorable caballero, mistress Auda y Fix, subieron a bordo del vapor, que siguió su rumbo a Nagasaki y Yokohama.

Llegados el 14 de noviembre a la hora reglamentaria, Phileas Fogg, dejando que Fix fuera a sus negocios, se dirigió a bordo del Carnatic, y allí supo, con satisfacción de mistress Auda -y tal vez con la suya, pero al menos lo disimuló-, que efectivamente, el francés Picaporte había llegado la víspera a Yokohama.

Phileas Fogg, que debía marcharse aquella misma noche para San Francisco, se decidió en el acto a buscar a su criado. Se dirigió en vano a los agentes consulares inglés y francés, y después de haber recorrido inutilmente las calles de Yokohama, desesperaba ya de encontrar a Picaporte, cuando la casualidad le hizo entrar en el barracón del honorable Batulcar. Seguramente no hubiera reconocido a su criado bajo aquel excéntrico atavío de heraldo; pero Picaporte, en su posición invertida, vio a su amo en la galería. No pudo contener un mov-miento de su nariz, y de aquí el rompimiento del equilibrio y lo que se siguió.

Esto es lo que supo Picaporte de boca de la misma mistress Auda, quien le refirió entonces cómo se había efectuado la travesía de Hong-Kong a Yokohama, en compañía de un tal Fix, sobre la goleta Tankadera.

Al oír nombrar a Fix, Picaporte no pestañeó. Creía que no había llegado el momento de reelar a su amo lo ocurrido; así es que en la relación que hizo de sus aventuras se culpó a sí mismo, excusándose con haber sido sorprendido por la embriaguez del opio en un fumadero de Hong-Kong.

Mister Fogg escuchó esta relación con frialdad y sin responder, y después abrió a su criado un crédito suficiente para procurarse a bordo un traje más conveniente. Menos de una hora después, el honrado mozo, después de haberse quitado las alas y la nariz, y de mudarse de ropa, no conservaba ya nada que recordase al sectario del dios Tingú.

El vapor que hacía la travesía de Yokohama a San Francisco pertenecía a la compañía del Pacific Mail Steam, y se llamaba General Grant. Era un gran buque de ruedas, de dos mil quinientas toneladas, bien acondicionado y dotado de mucha velocidad. Sobre cubierta se elevaba un enorme balancín, en una de cuyas extremidades se articulaba la barra de un pistón y en la otra la de una biela que, transformando el movimiento rectilíneo en circular, se aplicaba directamente al árbol de las ruedas. El General Grant estaba aparejado en corbeta de tres palos, y poseía gran superficie de velamen, que ayudaba poderosamente al vapor. Largando doce millas por hora, el vapor no debía emplear menos de veintiún días en atravesar el Pacífico. Phileas Fogg estaba, pues, confiado en que llegando el 2 de diciembre a San Francisco, estaría el 11 en Nueva York y el 20 en Londres, ganando algunas horas sobre la fecha fatal del 21 de diciembre.

Los pasajeros eran bastante numerosos a bordo del vapor. Había ingleses, americanos, una verdadera emigración de coolies para América, y cierto número de oficiales del ejército de Indias, que utilizaban su licencia dando la vuelta al mundo.

Durante la travesía no hubo ningún incidente náutico. El vapor, sostenido sobre sus anchas ruedas, y apoyado por su fuerte velamen, cabeceaba poco, y el océano Pacífico justificaba bastante bien su nombre. Mister Fogg estaba tan tranquilo y tan poco comunicativo como de costumbre. Su joven compañera se sentía cada vez más inclinada hacia él, por otra atracción diferente de la del reconocimiento. Aquel caballero silencioso, tan generoso en suma, le impresionaba más de lo que creía, y casi sin percatarse de ello se dejaba llevar por sentimientos cuya influencia no parecía hacer mella sobre el enigmático Fogg.

Además, mistress Auda se interesaba muchísimo en los proyectos del impasible cabllero. Le inquietaban las contrariedades que pudieran comprometer el éxito del viaje, y a veces hablaba con Picaporte, que no dejaba de leer entre líneas en el corazón de mistress Auda. Ese buen muchacho tenía ya una fe ciega en su amo; no agotaba los elogios respecto a la honradez, la generosidad, la abnegación de Phileas Fogg, y después tranquilizaba a mistress Auda en cuanto al éxito del viaje, repitiendo que lo más difícil estaba hecho, que ya quedaban atrás los fantásticos países de la China y del Japón, que ya marchaban hacia las naciones civilizadas, y finalmente, que un tren de San Francisco a Nueva York y un transatlántico de Nueva York a Londres bastarían, sin duda alguna, para terminar aquella dificultosa vuelta al mundo en los plazos convenidos.

Nueve días después de haber salido de Yokohama, Phileas Fogg había recorrido exactamente la mitad del globo terrestre.

En efecto: el General Grant pasaba el 23 de noviembre por el meridiano 180, bajo el cual se encuentran en el hemisferio austral los antípodas de Londres. De ochenta días disponibles, mister Fogg había empleado ya ciertamente cincuenta y dos, y no le quedaban sino veintiocho; pero si el gentleman se encontraba a medio camino en cuanto a los meridianos se refería, había recorrido en realidad más de las dos terceras partes del trayecto total, a consecuencia de los rodeos de Londres a Adén, de Adén a Bombay, de Calcuta a Singapur y de Singapur a Yokohama. Siguiendo circularmente el paralelo 50, que es el de Londres, la distancia no hubiera sido más que unas doce mil millas, mientras que, por los caprichosos medios de locomoción, había que recorrer veintieséis mil, de las cuales se habían andado ya diecisiete mil quinientas el 23 de noviembre. En lo sucesivo, el camino era directo, y Fix, ya no estaba allí para acumular obstáculos.

Aconteció también que, en esa misma fecha, 23 de noviembre, Picaporte experimentó suma alegría. Recuérdese que se había obstinado en conservar la hora de Londres, en su famoso reloj de familia, teniendo por equivocadas todas las horas de los países que atravesaba. Pues bien; aquel día, sin haber tocado su reloj, le encontró conforme con los cronómetros de a bordo. Fácil es comprender el triunfo de Picaporte, que hubiera querido tener delante a Fix para saber lo que diría.

-¡Ese tunante, que me refería un montón de historias sobre los meridianos, el Sol y la Luna! -repetía Picaporte-. ¡Vaya una gente! ¡Si la escuchasen, buena relojería habría! Ya estaba yo seguro que algún día se decidiría el Sol a arreglarse por mi reloj.

Picaporte ignoraba que si la esfera de su reloj hubiese estado dividida en veinticuatro horas, en vez de doce, como los relojes italianos, no hubiera tenido motivo ninguno de triunfo, porque las manecillas de su instrumento, cuando fuesen las nueve de la mañana, señalarían las de la noche; es decir, la hora vigésima primera después de medianoche, diferencia precisamente igual a la que existe entre Londres y el meridiano, que está a los 180 grados.

Pero si Fix hubiera sido capaz de explicar ese efecto puramente físico, Picaporte no lo habría comprendido ni admitido; por otra parte, si en aquel momento el inspector de policía se hubiese dejado ver a bordo, es probable que Picaporte le ajustase otras cuentas y de un modo muy diferente.

¿Y dónde estaría Fix entonces?

Precisamente a bordo del General Grant.

En efecto, al llegar a Yokohama, el agente, separándose de mister Fogg, a quien esperaba encontrar en el resto del día, se había dirigido inmediatamente al despacho del cónsul inglés. Allí encontró el mandamiento que, corriendo detrás de él desde Bombay, tenía ya cuarenta días de fecha, mandamiento que le había sido enviado de Hong-Kong por el mismo Carnatic, a cuyo bordo se le creía. Júzguese del despecho que experimentó el detective. El mandamiento ya era inútil. ¡Mister Fogg no estaba en las posesiones inglesas, y era necesario un expediente de extradición para prenderlo!

-¡Caracoles! -dijo para sí, después de pasado el primer arrebato de ira-. El mandamiento no sirve para aquí, pero me servirá en Inglaterra. Ese bribón tiene trazas de regresar a su patria, creyendo haber desorientado a la policía. Bien. Le seguiré hasta allí. En cuanto al dinero, ojalá le quede algo, porque en viajes, pagos, procesos, multas, elefantes y gastos de toda clase, mi hombre ha dejado ya más de cinco mil libras por el camino. En fin de cuentas, el Banco es rico.

Tomada su resolución, Fix se embarcó en el General Grant. Estaba a brodo cuando mister Fogg y mistress Auda llegaron. Con sorpresa suya, reconoció a Picaporte bajo su traje de volatinero. En el acto se ocultó en su camarote con objeto de ahorrar una explicación que podía comprometerlo todo, y gracias al número de pasajeros, contaba con no ser visto de su enemigo, cuando aquel día se encontró precisamente con él a proa.

Picaporte se arrojó al cuello de Fix sin otra explicación, y, con gran satisfacción de ciertos americanos, que apostaron inmediatamente a su favor, administró al desventurado inspector una soberbia tunda, que demostró la alta superioridad del pugilismo francés sobre el inglés.

Cuando Picaporte acabó, encontróse, más tranquilo y aliviado. Fix se levantó en bastante mal estado, y mirando a su adversario, le dijo con frialdad:

-¿Ha concluido usted?

-Sí, por ahora.

-Entonces, vamos a hablar.

-Que yo...

-En interés de su amo.

Picaporte, como subyugado por semejante sangre fría, siguió al inspector de policía, y ambos se sentaron aparte.

-Me ha zurrado usted -dijo Fix-. Bien. Lo esperaba. Ahora, escúcheme. Hasta ahora, he sido adversario de mister Fogg; pero, en adelante, voy a ayudarle.

-¡Al fin! -exclamó Picaporte-. ¿Le cree ya un hombre honrado?

-No -contestó con frialdad, Fix-, lo creo un bribón... ¡Chist! No se mueva usted y déjeme terminar. Mientras mister Fogg ha estado en las posesiones inglesas, he tenido interés en detenerlo, aguardando un mandamiento de prisión. Todo lo he intentado con ese objeto. He echado detrás de él a los sacerdotes de Bombay, le embriagué a usted en Hong-Kong, lo separé de su amo, le hice perder el vapor de Yokohama...

Picaporte seguía escuchando con los puños separados.

-Ahora -prosiguió Fix-, mister Fogg regresa, según parece, a Inglaterra. Le seguiré hasta allí, pero aplicando para apartar obstáculos tanto celo como he empleado hasta ahora para acumularlos. ¡Ya ve usted, mi juego ha cambiado, porque así lo quiere mi interés! Añado que su interés es igual al mío, porque sólo en Inglaterra es donde sabrá usted si está al servicio de un criminal o al de un hombre de bien, pero hemos de esperar a que lleguemos allá.

Picaporte había escuchado a Fix con mucha atención, y se convenció de su buena fe.

-¿Somos amigos? -preguntó Fix.

-Amigos, no -contestó Picaporte-. Seremos aliados y a beneficio de inventario, porque a la menor apariencia de traición le retorceré el pescuezo.

-Convenido -dijo tranquilamente el inspector de policía.

Once días después, el 3 de diciembre, el General Grant penetraba en la bahía de San Francisco por la Puerta de Oro y atracaba junto al muelle.

Mister Fogg todavía no había ganado ni perdido un solo día.

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