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La vuelta al mundo en 80 días
Editado
© Ariel Pérez
8 de noviembre del 2001
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La vuelta al mundo en ochenta días
Capítulo XXIX
Donde se refieren varios incidentes que sólo acontecen en los ferrocarriles estadounidenses

Aquella tarde el tren proseguía su marcha sin obstáculos, pasaba el fuerte Sanders, trasponía el paso de Cheyenne y llegaba al de Evans. En este lugar el ferrocarril alcanzaba el punto más elevado del trayecto, o sea ocho mil noventa y un pies sobre el nivel del océano. Los viajeros ya no tenían más que bajar hasta el Atlántico por aquellas llanuras sin límites niveladas por la naturaleza.

Allí empalmaba el ramal de Denver City, ciudad principal de Colorado. Este territorio es rico en minas de oro y de plata, y más de cincuenta mil habitantes han fijado allí su residencia.

Se habían recorrido mil trescientas ochenta y dos millas desde San Francisco, en tres dias y tres noches. Cuatro noches y cuatro días debían bastar, según todos los cálculos, para llegar a Nueva York. Phileas Fogg se mantenía, por lo tanto, dentro del plazo reglamentario.

Durante la noche quedo a la izquierda el campamento de Walbah. El Lodge Pole Creek discurría paralelo a la vía, siguiendo sus aguas la frontera rectilínea común a los Estados de Wyoming y de Colorado. A las once se entraba en el de Nebraska, se pasaba cerca de Sedgwick, y se tocaba en Julesburg, situado en el brazo meridional de Plate River.

Allí fue donde se inauguró el Union Pacific Road, el 23 de octubre de 1867, cuyo ingeniero jefe fue el general J. M. Dodge, y donde hicieron alto las dos poderosas locomotoras que remolcaban los nueve vagones de convidados, entre los cuales figuraba el vicepresidente mister Tomás C. Durant. Allí fue donde los sioux y los pawnies hicieron el simulacro de un combate indio; allí brillaron los fuegos artificiales, en medio de ruidosas aclamaciones: allí, por último, se publicó, por medio de una imprenta portátil, el primer número del periódico Railway Pioneer. Así fue celebrada la inauguración de ese gran ferrocarril, instrumento de progreso y de civilización; trazado a través del desierto y destinado a enlazar entre sí ciudades que no existían todavía. El silbato de la locomotora, más poderoso que la lira de Anfión, iba a hacerles surgir en breve del suelo americano.

A las ocho de la mañana, el fuerte Mac Pherson quedaba atrás. Este punto dista trescientas cincuenta y siete millas de Omaha. La vía férrea seguía por la izquierda las caprichosas sinuosidades del brazo meridional de Plate River. A las nueve, se llegaba a la importante ciudad de North Platte, contruida entre los dos brazos de ese gran río, que se reúnen de nuevo alrededor de ella para no formar en adelante ya más que una sola arteria, afluyente considerable cuyas aguas se confunden con las del Missouri, un poco más allá de Omaha.

Mister Fogg y sus compañeros proseguían su juego, sin que ninguno de ellos se quejase de la longitud del camino. Fix había empezado por ganar algunas guineas que estaba perdiendo, no siendo menos apasionado para el juego que mister Fogg. Durante aquella mañana, la suerte favoreció a éste de modo singular. Los triunfos llovían, por decirlo así, en sus manos. En cierto momento, después de haber combinado un golpe atrevido, se disponía a jugar espadas, cuando detrás de la banqueta salió una voz diciendo:

-Yo jugaría oro...

Mister Fogg, mistress Auda y Fix levantaron la cabeza. El coronel Proctor estaba junto a ellos.

Stamp Proctor y Phileas Fogg se reconocieron enseguida.

-¡Ah!, es usted, señor inglés -exclamó el coronel-. ¡Es usted quien quiere jugar espadas!

-Y que las juega -respondió con frialdad Phileas Fogg, echando un diez de ese palo.

-Pues bien, me acomoda que sea oro -replicó el coronel Proctor, con irritada voz, haciendo un ademán para coger la carta jugada, y añadiendo:

-No conoce usted ese juego.

-Tal vez sea más diestro en otro -dijo Phileas Fogg, levantándose.

-¡Sólo de usted depende ensayarlo, hijo de John Bull! -replicó el grosero personaje.

Mistress Auda palideció al afluir toda su sangre al corazón. Se asió del brazo de Phileas Fogg, quien la repelió suavemente. Picaporte iba a echarse sobre el americano, el cual miraba a su adversario con aire más insultante; pero Fix se levantó, y yendo hacia el coronel Proctor, le dijo:

-Olvida usted que es conmigo con quien debe entenderse, porque no sólo me injurió usted de palabras, sino de obra también.

-Señor Fix -dijo Phileas Fogg-, perdone usted, pero esto me concierne a mí solo. Al pretender que yo hacía mal en jugar espadas, el coronel me ha injuriado de nuevo, y me dará una satisfacción.

-Cuando quiera usted y donde quiera -respondió el americano-, y con el arma que sea más de su agrado.

Mistress Auda intentó en vano detener a mister Fogg. El inspector hizo inútiles esfuerzos para hacer suya la cuestión. Picaporte quería echar al coronel por la portezuela, pero una señal de su amo lo contuvo. Phileas Fogg salió del vagón, y el americano lo acompañó al pasillo.

-Caballero -dijo mister Fogg a su adversario-, tengo mucha prisa en llegar a Europa, y una demora cualquiera perjudicaría mucho mis intereses.

-¿Y qué importa? -replicó el coronel Proctor.

-Caballero -dijo cortésmente mister Fogg-, después de nuestro encuentro en San Francisco, había formado el proyecto de regresar a América para buscarle, tan pronto como hubiese terminado los negocios que me llaman al antiguo continente.

-¡De veras!

-¿Queréis señalarme sitio para dentro de seis meses?

-¿Por qué no seis años?

-Digo seis meses, y seré exacto.

-Ésas no son más que pamplinas. O al instante o nunca.

-Acepto. ¿Va usted a Nueva York?

-No.

-¿A Chicago?

-No.

-¿A Omaha?

-No le importa a uste. ¿Conoce Plum Creek?

-No.

-Es la estación inmediata, y allí llegará el tren dentro de una hora; se detendrá diez minutos, durante los cuales se pueden disparar muy bien algunos tiros.

-Conforme; bajaré en la estación de Plum Creek.

-Y creo que allí se quedará usted -añadió el americano, con insolencia sin igual.

-¿Quién sabe, caballero? -respondió mister Fogg, y entró en su vagón tan impasible como de costumbre.

Allí el caballero comenzó por tranquilizar a mistress Auda, diciéndole que los fanfarrones nunca eran de temer. Después rogó a Fix que le sirviera de testigo en el encuentro que iba a celebrarse. Fix no podía rehusarlo, y Phileas Fogg prosiguió tranquilo su interrumpido juego, echando espadas con perfecta calma.

A las once, el silbato de la locomotora anunció la proximidad de la estación de Plum Creek. Mister Fogg se levantó, y, seguido de Fix, salió a la plataforma. Picaporte le acompañaba llevando un par de revólveres. Mistress Auda se quedó en el vagón, pálida como una muerta.

En aquel momento se abrió la puerta del otro vagón, y el coronel Proctor apareció también en la galería, seguido de su testigo, un yanquee de su temple. Pero cuando los dos adversarios iban a bajar a la vía, el conductor acudió gritando:

-No se puede bajar, señores.

-¿Y por qué? -preguntó el coronel.

-Llevamos veinte minutos de retraso, y el tren no se para.

-Pero he de batirme con el señor.

-Lo siento -repuso el empleado-, pero marchamos al punto. ¡Ya suena la campana!

La campana sonaba, en efecto, y el tren prosiguió su camino.

-Lo lamento muchísimo, señores -dijo entonces el conductor-. En cualquier otra circunstancia hubiera podido servirles. Pero, en definitiva, puesto que no han podido batirse en esa estación, ¿quién les impide batirse aquí?

-Eso no convendrá tal vez al señor -dijo el coronel Proctor burlónamente.

-Eso me conviene muy bien -respondió Phileas Fogg.

-Decididamente estamos en América -pensó Picaporte-, y el conductor del tren es un caballero.

Y pensando esto, siguió a su amo.

Los dos adversarios y sus testigos, precedidos del conductor, se fueron al último vagón del tren, ocupado tan sólo por unos diez viajeros. El conductor les preguntó si querían dejar un momento libre el sitio a dos caballeros que tenían que arreglar una cuestión de honor.

¡Cómo no! Muy gozosos los viajeros accedieron a complacer a los contendientes, y se retiraron a la pltaforma.

El vagón, que tenía unos cincuenta pies de largo, se prestaba muy bien para el caso. Los adversarios podían marchar uno contra otro por entre las banquetas y fusilarse a su gusto. Nunca hubo duelo más fácil de arreglar. Mister Fogg y el coronel Proctor, provistos cada uno de dos revólveres, entraron en el vagón. Sus testigos los encerraron. Al primer silbido de la locomotora debían comenzar el fuego. Y luego, después de un transcurso de dos minutos, se sacaría del coche el que quedase de ambos caballeros terminado el duelo.

Nada más sencillo era en verdad; y tan sencillo, por cierto, que Fix y Picaporte sentían latir su corazón hasta romperse.

Se esperaba el silbido convenido cuando resonaron, de repente, unos gritos salvajes, acompañados de tiros que no procedían del vagón ocupado por los duelistas. Los disparos se escuchaban, al contrario, por la parte delantera y sobre toda la línea del tren; en el interior de éste se oían gritos de furor.

El coronel Proctor y mister Fogg, revólveres en mano, salieron al instante del vagón, y se corrieron hacia delante, donde eran más ruidosos los gritos y los disparos.

Habían comprendido que el tren era atacado por una banda de sioux.

No era la primera vez que esos atrevidos indios habían detenido los trenes. Según su costumbre, sin aguardar la parada del tren, se habían arrojado sobre el estribo un centenar de ellos, escalando los vagones como lo hace un clown al saltar sobre un caballo al galope.

Estos sioux estaban armados de fusiles. De aqui las detonaciones, que eran correspondidas por los viajeros, casi todos armados. Los indios habían comenzado por arrojarse sobre la máquina. El maquinista y el fogonero habían sido ya casi magullados. Un jefe sioux, queriendo detener el tren, pero no sabiendo manejar el regulador, había abierto la introducción del vapor en lugar de cerrarla, y la locomotora, ahora, corría con una velocidad espantosa.

Al mismo tiempo los sioux habían invadido los vagones. Corrían como monos enfurecidos sobre las cubiertas, echaban abajo las portezuelas y luchaban cuerpo a cuerpo con los viajeros. El furgón de equipajes había sido saqueado, arrojando los bultos a la via. La gritería y los tiros no cesaban.

No obstante, los viajeros se defendían con valor. Algunos vagones, por medio de barricadas, sostenían un sitio, como verdaderos fuertes ambulantes llevados a una velocidad de cien millas por hora. Desde el principio del ataque, mistress Auda se había conducido valerosamente. Revólver en mano se defendía heroicamente disparando por entre los cristales rotos cuando asomaba algún salvaje. Unos veinte sioux, heridos de muerte, habían caído a la vía, y las ruedas de los vagones aplastaban a los que caían sobre los raíles desde las plataformas.

Varios viajeros, gravemente heridos de bala o de tomahawk, yacían sobre las banquetas.

Era necesario acabar. La lucha llevaba diez minutos de duración, y tenía que terminar con ventaja para los sioux si el tren no se paraba. En efecto, la estación del fuerte Kearney no estaba sino a dos millas de distancia, y una vez pasado el fuerte y la estación siguiente, los sioux serían dueños del tren.

El conductor se batía junto a mister Fogg cuando una bala le alcanzó. Al caer exclamó:

-¡Estamos perdidos si el tren tarda cinco minutos en detenerse!

-¡Se detendrrá! -dijo Phileas Fogg, que quiso echarse fuera del vagón.

-Estése quieto, señor -le gritó Picaporte . Yo me encargo de ello.

Phileas Fogg no tuvo tiempo de detener al animoso muchacho, quien, abriendo una portezuela, consiguió deslizarse debajo del vagón. Y entonces, mientras la lucha continuaba y las balas cruzaban por encima de su cabeza, recobrando su agilidad y flexibilidad de clown, arrastrándose colgado por debajo de los coches, y agarrándose a las cadenas, y a las palancas de freno, arrastrándose de uno a otro con maravillosa destreza, llegó a la parte delantera del tren sin haber sido visto de nadie.

Allí, colgado por una mano entre el furgón y el ténder, desenganchó con la otra las cadenas de seguridad; pero a consecuencia de la tracción, no hubiera logrado desenroscar la barra de enganche si un sacudimiento que la máquina experimentó no la hubiera hecho saltar de modo que el tren, desprendido, se fue quedando atrás, mientras la locomotora huía con mayor velocidad.

Llevado por la fuerza adquirida, el tren corrió aún durante algunos minutos; pero los frenos se manejaron bien, y se detuvo al fin a menos de cien pasos de distancia de la estación de Kearney.

Allí, los soldados del fuerte, atraídos por los disparos, acudieron apresuradamente. Los sioux no quisieron esperarlos y antes de pararse el tren completamente, toda la banda había desaparecido.

Pero cuando los viajeros se contaron en el andén de la estación, advirtieron que fantaban algunos, y entre otros el valiente francés cuyo denuedo acababa de salvarlos.

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