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La vuelta al mundo en 80 días
Editado
© Ariel Pérez
8 de noviembre del 2001
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La vuelta al mundo en ochenta días
Capítulo XXIII
Donde la nariz de Picaporte se prolonga desmedidamente

Al día siguiente Picaporte, derrengado y hambriento, díjose que era necesario comer a toda costa, y que cuanto antes lo hiciese, sería mejor. Bien tenía el recurso de vender el reloj, pero antes hubiera muerto de hambre. Entonces o nunca era ocasión para aquel buen muchacho de utilizar la voz fuerte, si no melodiosa, de que le había dotado la naturaleza.

Sabía algunas coplas de Francia y de Inglaterra, y resolvió ensayarlas. Los japoneses debían, a lo mejor, ser aficionados a la música, puesto que todo se hace a son de timbales, tantanes y tambores, no pudiendo menos de apreciar, por lo tanto, el talento de un cantor europeo.

Pero era, tal vez, temprano, para organizar un concierto, y los dilettanti, súbitamente despertados, no hubieran pagado acaso al cantante en moneda con la efigie del mikado.

Picaporte se decidió, por consiguiente, a esperar algunas horas; pero mientras iba caminando, le ocurrió que parecía demasiado bien vestido para un artista ambulante, y concibió entonces la idea de trocar su traje por unos guiñapos que estuviesen más de acuerdo con su posición. Este cambio debía producirle, además, un saldo, que podría aplicar, inmediatamente a calmar su apetito.

Una vez tomada esta resolución, faltaba llevarla a la práctica, y sólo después de muchas investigaciones descubrió Picaporte a un vendedor indígena a quien expuso su petición. El traje europeo agradó al ropavejero, y no tardó Picaporte en salir ataviado con un viejo ropaje japonés y cubierto con una especie de turbante de estrías, desteñido por la acción del tiempo. Pero, en compensación, sonaron en su bolsillo algunas monedas de plata.

-¡Bueno -pensó-; me figuraré que estamos en carnaval!

El primer cuidado de Picaporte, así japonizado, fue el de entrar en un tea house1, de apariencia modesta, y allí almorzó un resto de ave y algunos puñados de arroz, cual hombre para quien la comida era aún problemática.

-Ahora -dijo para sí, después de restaurarse copiosamente- se trata de no perder la cabeza. Ya no tengo el recurso de vender esta vestidura por otra parte que sea aún más japonesa. ¡Es necesario, pues, discurrir el medio de dejar lo más pronto posible este país del Sol, del cual no guardaré más que un lamentable recuerdo!

Se le ocurrió entonces visitar los vapores que estaban dispuestos a salir para América. Contaba con ofrecerse en calidad de cocinero o de criado, no pidiendo por toda retribución más que el pasaje y el sustento. Una vez en San Francisco, procuraría salir de apuros. Lo importante era salvar las cuatro mil setecientas millas del Pacífico que se extienden entre el Japón y el Nuevo Mundo.

No siendo Picaporte hombre que dejase dormir una idea, se dirigió al puerto de Yokohama; pero a medida que se aproximaba a los docks, su proyecto, que tan sencillo le había parecido al concebirlo, se le iba haciendo impracticable. ¿Por qué habían de necesitar cocinero a bordo de un vapor americano; y qué confianza podía inspirar del modo como iba ataviado? ¿Qué recomendaciones podía ofrecer? ¿Qué personas podrían abonarle?

Estando así reflexionando, cayó su vista sobre un inmenso cartel que una especie de clown paseaba por las calles de Yokohama. Ese cartel decía, en inglés, lo siguiente:

COMPAÑÍA JAPONESA ACROBÁTICA
HONORABLE WILLIAM BATULCAR



Últimas representaciones
antes de su salida para los Estados Unidos de los

NARIGUDOS-NARIGUDOS

bajo la invocación directa del dios Tingú
¡Gran atracción!

-¡Los Estados Unidos! -exclamó Picaporte-; ¡ya di con mi negocio!

Siguió al del cartel y entró en la ciudad japonesa. Un cuarto de hora más tarde se detenía ante una gran barraca coronada con varios haces de banderolas, y cuyas paredes exteriores representaban sin perspectiva, pero con exagerados colores, toda una banda de juglares.

Era el establecimiento del honorable Batulcar, especie de Barnum americano, director de una compañía de saltimbanquis, juglares, clowns, acróbatas, equilibristas y gimnastas que, según el cartel, daban sus últimas representaciones antes de dejar el imperio del Sol para dirigirse a los Estados Unidos.

Picaporte entró bajo un peristilo que precedía al barracon, y preguntó por el señor Batulcar, quien se presentó en persona.

-¿Qué desea usted? -dijo a Picaporte, a quien creyó un indigena.

-¿Necesita algún criado? -preguntó Picaporte.

-¡Criado! -exclamó el Barnum, acariciando la poblada perilla gris que adomaba su barba-; tengo dos, obedientes y fieles, que nunca me han dejado y que me sirven de balde, y sólo por la comida... Son éstos -añadió, enseñando sus robustos brazos surcados de venas gruesas como si éstas fueran las cuerdas de un contrabajo.

-¿Es decir, que no puedo servirle para algo?

-Para nada.

-¡Diantre! Es que me hubiera convenido mucho marcharme con usted.

-¡Hola! -dijo el honorable Batulcar-. ¡Lo mismo es usted japonés que yo mico! ¿Por qué va así vestido?

-Cada uno se viste como puede.

-Cierto. ¿Es francés?

-Sí, parisiense.

-¿Entonces, sabrá hacer muecas?

-¡A fe mía -respondió Picaporte, incomodado por la pregunta-, nosotros, los franceses, sabemos hacer muecas, es verdad, pero no mejor que los americanos!

-Es verdad, pues bien, si no lo tomo como criado, puedo tomarle como clown. Ya me comprenderá usted, bravo mozo. ¡En Francia se exhiben farsantes extranjeros, y en el extranjero farsantes franceses!

-¡Ah!

-Por lo demás, ¿es usted vigoroso?

-Sobre todo cuando acabo de comer.

-¿Y sabe cantar?

-Sí -respondió Picaporte, que en otros tiempos había tomado parte en algunos conciertos callejeros.

-¿Pero sabe cantar cabeza abajo, con una peonza girando sobre la planta del pie izquierdo y un sable en equilibrio sobre la planta del pie derecho?

-¡Pardiez! -contestó Picaporte, que recordaba los primeros ejercicios de su edad juvenil.

-¡Es que todo consiste en eso! -dijo el honorable Batulcar.

La contrata quedó terminada hic et nunc.

En fin, Picaporte había encontrado una colocación. Estaba contratado para hacerlo todo en la célebre compañía japonesa, lo cual, si no resultaba muy halagüeño, le permitiría estar en San Francisco antes de transcurridos ocho días.

La representación, con tanto aparato anunciada por el honorable Batulcar, debía comenzar a las tres de la tarde, y bien pronto resonaron en la puerta los formidables instrumentos de una orquesta japonesa. Bien se comprende que Picaporte no había podido estudiar su papel, pero debía prestar el apoyo de sus robustos hombros en el gran ejercicio del racimo humano ejecutado por los narigudos del dios Tingú. Este "gran atractivo" de la representación, debía cerrar la serie de ejercicios gimnásticos.

Antes de las tres, los espectadores habían invadido el vasto barracón. Europeos e indígenas, chinos y japoneses, hombres, mujeres y niños, se apiñaban sobre las estrechas banquetas y en los palcos que daban frente al escenario. Los músicos habían entrado, y la orquesta completa, batintines, tantanes, castañuelas, flautas, tamboriles y bombos estaban operando con todo furor.

Fue aquella función lo que son todas las representaciones de acróbatas, pero es preciso confesar que los japoneses son los primeros equilibristas del mundo. Armado el uno con un abanico y con trocitos de papel, ejecutaba el ejercicio de las mariposas y las flores. Otro trazaba con el perfumado humo de su pipa una serie de palabras azuladas que formaban en el aire un letrero de salutación para la concurrencia. Este jugaba con bujías encendidas que apagaba sucesivamente al pasar ante sus labios y encendía una con otra sin interrumpir el juego. Aquél reproducía, por medio de peones giratorios, las combinaciones más inverosímiles. Bajo su mano aquellas zumbantes maquinillas parecían animarse con vida propia en sus interminables giros; corrían sobre tubos de pipa, sobre los filos de los sables, sobre alambres, verdaderos cabellos tendidos de uno a otro lado del escenario, daban vuelta sobre el borde de vasos de cristal, trepaban por escaleras de bambú, se dispersaban por todos los rincones produciendo efectos armónicos de extraño carácter, combinando las diversas tonalidades. Los juglares jugueteaban con ellos y les hacían girar hasta en el aire; despidiéndolos luego como volantes, con paletillas de madera, sin que dejasen de girar ni un instante; se los metían en un bolsillo, y cuando los sacaban aún daban vueltas, hasta el momento en que la distensión de un muelle los hacía desplegar en haces de fuegos artificiales.

Inútil es describir los maravillosos ejercicios de los acróbatas y gimnastas de la compañía. Los juegos de la escalera, de la percha, de la bola, de los toneles, etc., fueron ejecutados con precisión admirable; pero el principal atractivo de la velada era la exhibición de los narigudos, asombrosos equilibristas que Europa no conoce todavía.

Esos narigudos forman una corporación particular, colocada bajo la advocación directa del dios Tingú. Vestidos cual héroes de la Edad Media, llevaban un espléndido par de alas en sus espaldas. Pero lo que especialmente los distinguía era una nariz larga con la cual llevaban adornado el rostro y sobre todo el uso que de ella hacían. Esas narices no eran otra cosa más que unos bambúes de cinco, seis y aun diez pies de longitud, rectos unos, encorvados otros, lisos éstos, verrugosos aquellos. Sobre estos apéndices, fijados con solidez, se realizaban los ejercicios de equilibrio. Una docena de los sectarios del dios Tingú se echaron de espaldas, y sus compañeros se pusieron a jugar sobre sus narices, enhiesta cual pararrayos, saltando, volteando de una en otra y ejecutando las suertes más inverosímiles.

Para terminar, a bombo y platillo se había anunciado al público la pirámide humana, en la cual unos cincuenta narigudos debían figurar la Carroza de Jaggernaut. Pero en vez de formar esta pirámide tomando los hombros como punto de apoyo, los artistas del honorable Batulcar debían sustentarse narices sobre narices. Se había marchado de la compañía uno de los que formaban la base de la carroza, y como bastaba ser vigiroso y hábil para ocupar este lugar, Picaporte había sido elegido para reemplazarle.

¡Ciertamente que el pobre mozo se sintió muy compungido -triste recuerdo de la juventud-, cuando se endosó su traje de la Edad Media adomado de alas multicolores, y se vio aplicar sobre la cara una nariz de seis pies! Pero en fin, esa nariz era su pan, y tuvo que resignarse a dejársela poner.

Picaporte entró en escena y fue a colocarse con aquellos de sus compañeros que debían figurar la base de la Carroza de Jaggernaut. Todos se tendieron por tierra con la nariz elevada hacia el cielo. Una segunda sección de equilibristas se colocó sobre los largos apéndices, una tercera después, y luego una cuarta, y sobre aquellas narices, que sólo se tocaban por la punta, se levantó un monumento humano hasta la cornisa del teatro.

Los aplausos redoblaban, y los instrumentos de la orquesta resonaban como otros tantos truenos, cuando, conmoviéndose la pirámide, el equilibrio se rompió, y saliéndose de quicio una de las narices de la base, el monumento se desmoronó cual castillo de naipes...

Picaporte tuvo la culpa de esto, pues abandonando su puesto, saltando del escenario sin el auxilio de las alas, trepando por la galería de la derecha, cayó a los pies de un espectador, exclamando:

-¡Amo mío! ¡Amo mío!

-¿Usted?

-¡Yo!

-¡Pues bien! ¡Entonces al vapor, muchacho!

Mister Fogg, mistress Auda, que le acompañaba, y Picaporte, salieron precipitadamente por los pasillos; tropezaron fuera del barracón con el honorable Batulcar, furioso, que reclamaba indemnización por la "rotura". Phileas Fogg apaciguó su furor echándole un puñado de billetes de Banco, y a las seis y media, en el momento en que iba a partir, mister Fogg y mistress Auda ponían el pie en el vapor americano, seguidos de Picaporte, con las alas a la espalda y llevando en el rostro la nariz de seis pies, que aún no había podido quitarse.

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1. Literalmente, casa de te, establecimiento donde sirven también otras cosas.

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