Una ciudad flotante
Capítulo XI
A las doce y media de aquella mañana
fijó un timonel la siguiente nota a la puerta del gran
salón:
Latitud: 51º 15' N.
Longitud: 18º 13' O.
Distancia: Fastenet, 323 millas.
Lo que indicaba que al mediodía
estábamos a trescientas veintitrés millas del faro de
Fastenet, el último que vimos en la costa de Irlanda y a los
51º 15' de latitud Norte y 18º 13' de longitud Oeste
del meridiano de Greenwich. El capitán hacía conocer
así diariamente a los pasajeros el sitio en que nos
encontrábamos; de modo que consultando aquellas notas y
refiriendo sus indicaciones a un mapa se podía seguir el rumbo
del Great Eastern. Hasta entonces el steam ship
sólo había navegado trescientas veintitrés millas
en treinta y seis horas horas. Aquello era insuficiente, pues un
paquebote que se estime en algo, debe navegar lo menos trescientas
millas en veinticuatro horas.
Me separé del doctor, y pasé el resto
del día con Fabián. Nos habíamos retirado a la
popa a lo cual llamaba Pitferge "ir a pasearse por el campo".
Allí, aislados y apoyados en la borda contemplábamos el
mar inmenso. Las olas exhalaban penetrantes olores que llegaban hasta
nosotros, y los rayos de luz refractados producían
pequeños arcos iris que jugueteaban entre la espuma. La
hélice hervía a cuarenta pies bajo nuestros ojos, y
cuando se sumergían sus ramas azotaban las olas con más
furia, haciendo centellear su cobre. El mar parecía una vasta
aglomeración de esmeraldas líquidas. La vedijosa estela
del buque se prolongaba hasta perderse de vista confundiéndose
en una misma vía láctea los remolinos de las ruedas y los
de la hélice. Aquella blancura sobre la cual se
distinguían caprichosos dibujos, me parecía un inmenso
encaje de punto de Inglaterra tendido sobre un fondo azul. Cuando las
gaviotas de alas blancas festoneadas de negro volaban por encima de las
aguas, su plumaje relucía y se iluminaba con rápidos
reflejos.
Fabián contemplaba silencioso la magia de las
olas. ¿Qué veía en aquel líquido espejo que
se prestaba a los más extraños caprichos de la
imaginación? ¿Pasaba por delante de sus ojos alguna
fugitiva imagen que le dirigía un adiós supremo?
¿Distinguía alguna sombra sumergida en aquellos
remolinos? Me parecía más triste que de costumbre y no me
atrevía a preguntarle la causa de su tristeza.
Después de nuestra larga ausencia a él
le tocaba confiarme sus penas y a mí esperar sus confidencias.
No me dijo acerca de su existencia pasada sino lo que quiso que yo
conociese; su vida de guarnición en las Indias, sus
cacerías, sus aventuras; pero respecto a las impresiones de su
corazón, a la causa de aquellos suspiros que hinchaban su pecho,
ni una palabra. Sin duda Fabián no era de esos que buscan un
lenitivo a sus dolores, confiándolos a un amigo, y se resignaba
a padecer.
Ambos permanecíamos asomados al mar, y cuando
me volví observé que las dos enormes ruedas
emergían alternativamente a impulso de los balances del
buque.
De pronto, Fabián me dijo:
-Esa estela es verdaderamente magnífica;
dijérase que sus ondulaciones se complacen en trazar letras.
¡Mire usted cuántas y cuántas! ¿ Me equivoco
acaso? ¡No! ¡no! son letras. ¡Siempre las mismas!
La imaginación sobreexcitada de Fabián
veía en aquellos remolinos lo que él quería ver.
Pero, ¿qué significaban aquellas letras?
¿Qué recuerdo evocaban en el
corazón de Fabián? Este se había sumido de nuevo
en su contemplación silenciosa hasta que me dijo
bruscamente:
-¡Vámonos! ¡Ese abismo me
atrae!
-¿Qué tiene usted, Fabián? -le
pregunté estrechando sus dos manos-, ¿qué tiene,
amigo mío?
-Tengo -dijo oprimiéndose el pecho-, tengo
aquí un mal que ha de matarme...
-¿Un mal? -le dije-, ¿un mal
incurable?
-Sí. ¡Oh, sí!
Y sin añadir más, Fabián
bajó al salón, y entró en su camarote.
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