Una ciudad flotante
Capítulo XXXI
La tierra anunciada en el momento mismo en que se
cerraba el mar en el cuerpo del pobre marinero, era baja y amarillenta.
Aquella línea de dunas poco elevadas, era Long Island, la
isla larga, gran banco de arena animado por la vegetación que
cubre la costa americana desde la punta Montaukc hasta Brooklyn, el
suburbio de Nueva York.
Numerosas goletas de cabotaje bordeaban aquella isla,
sembrada de casas de recreo, por ser la campiña preferida de los
habitantes de Nueva York.
Los pasajeros saludaron con la mano aquella tierra tan
deseada después de una travesía tan larga y en la que no
habían faltado incidentes penosos. Todos asestaban sus anteojos
hacia aquella primera muestra del continente americano, y cada cual la
contemplaba y veía de diversa manera, conforme a sus deseos. Los
yankees saludaban en ella a la madre patria; los sudistas
miraban con cierto desdén aquella tierra del Norte: el
desdén del vencido hacia el vencedor. Los canadienses la
observaban como hombres que les falta poco para llamarse ciudadanos de
la Unión. Los californianos, traspasando todas aquellas llanuras
del Far West y atravesando las Montañas Rocosas,
ponían ya el pie en sus inagotables criaderos de oro. Los
mormones, con la frente erguida y el gesto despreciativo, apenas
examinaban aquellas playas; dirigían sus miradas más
allá, a su desierto inaccesible, a su lago Salado, a su ciudad
de los Santos. En cuanto a los dos novios, aquel continente era para
ellos la tierra de promisión.
-Sin embargo, el cielo se iba obscureciendo cada vez
más. Todo el horizonte del Sur estaba encapotado; gruesos y
espesos nubarrones iban aproximándose al cenit. La pesadez del
aire aumentaba; un calor sofocante penetraba la atmósfera como
si el Sol de julio cayese a plomo sobre ella. ¿No habrían
terminado aún los incidentes de aquella eterna
travesía?
-¿Quiere usted que le asombre? -me dijo
él doctor, que estaba a mi lado.
-Asómbreme usted, doctor.
-Pues bien, antes de terminar el día tendremos
tempestad.
-¿Tempestad en el mes de abril?
-El Great Eastern se burla de ellas
-replicó Pitferge encogiéndose de hombros-. Vamos a tener
un huracán hecho para él. Mire usted, esas nubes de mal
agüero que invaden el cielo; se parecen a los animales de los
tiempos geológicos, y antes de poco se devorarán.
-Confieso que el horizonte está amenazador. Su
aspecto es tempestuoso, y de aquí a tres meses sería de
su parecer, querido doctor, pero hoy no.
-Pues yo le digo -respondió Pitferge,
animándose- que la tempestad estallará dentro de pocas
horas. La presiento corno un storm glass. Mire usted esos
vapores que se condensan en lo alto del cielo, observe esos
cirrus, esas colas de gato que se cierran en una sola nube y
esos anillos espesos que cierran el horizonte. En breve habrá
condensación rápida de vapores, y, por consiguiente una
producción de electricidad. Pero de pronto el barómetro
ha bajado súbitamente a setecientos veinte y un
milímetros y los vientos que reinan son los del Sudoeste, los
únicos que producen tempestades en invierno.
-Sus observaciones podrán ser exactas, doctor
-le respondí, como hombre que no quiero ceder-. Pero,
¿quién ha sufrido tempestades en esta estación y
en estas latitudes?
-Se citan casos en los anuarios. Los inviernos
templados se distinguen con frecuencia por tempestades. Si hubiera
vivido usted en 1772, o para no ir tan lejos, en 1824, habría
oído retumbar el trueno en febrero en el primer caso, y en
diciembre en el segundo. En el mes de enero de 1837 cayó un rayo
cerca de Drammen en Noruega causando estragos y daños de
consideración, y en el mes de febrero de este último
año, cayeron también en los barcos de pesca de
Tréport, en el canal de la Mancha. Si tuviese tiempo para
consultar la estadística le confundiría.
-En fin, doctor, puesto que se empeña...
Allá veremos. ¿Tiene usted miedo del rayo?
-¡Yo! El rayo es mi amigo, es mi
médico.
-¡Su médico!
-Sin duda. Aquí donde usted me ve, he sido
atacado por el rayo el 13 de julio de 1837 estando en Kiew, cerca de
Londres, y me curó una parálisis del brazo derecho que
había resistido a todos los esfuerzos de la medicina.
-¿Se chancea?
-De ningún modo. Es un tratamiento
económico, tratamiento por la electricidad. Amigo mío,
existen muchos ejemplos, muy auténticos, que demuestran que el
rayo sabe más que los doctores más sabios; su
intervención es muy útil en casos desesperados.
-No importa -le dije-, tendré siempre poca
confianza en su médico y no pienso llamarle.
-Porque no le ha visto ejercer. Escuche un ejemplo que
recuerdo. En 1817, en Connecticut, un campesino que padecía de
un asma tenida por incurable fue herido por un rayo y quedó
curado radicalmente.
-Aquél fue un rayo pectoral. El doctor hubiera
sido capaz de reducir el rayo píldoras.
-¡Ría usted, ignorante, ría cuanto
quiera! ¡No entiende una palabra de tiempo ni de medicina!
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