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Una ciudad flotante
Editado
© Ariel Pérez
16 de febrero del 2002
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Una ciudad flotante
Capítulo XXXI

La tierra anunciada en el momento mismo en que se cerraba el mar en el cuerpo del pobre marinero, era baja y amarillenta. Aquella línea de dunas poco elevadas, era Long Island, la isla larga, gran banco de arena animado por la vegetación que cubre la costa americana desde la punta Montaukc hasta Brooklyn, el suburbio de Nueva York.

Numerosas goletas de cabotaje bordeaban aquella isla, sembrada de casas de recreo, por ser la campiña preferida de los habitantes de Nueva York.

Los pasajeros saludaron con la mano aquella tierra tan deseada después de una travesía tan larga y en la que no habían faltado incidentes penosos. Todos asestaban sus anteojos hacia aquella primera muestra del continente americano, y cada cual la contemplaba y veía de diversa manera, conforme a sus deseos. Los yankees saludaban en ella a la madre patria; los sudistas miraban con cierto desdén aquella tierra del Norte: el desdén del vencido hacia el vencedor. Los canadienses la observaban como hombres que les falta poco para llamarse ciudadanos de la Unión. Los californianos, traspasando todas aquellas llanuras del Far West y atravesando las Montañas Rocosas, ponían ya el pie en sus inagotables criaderos de oro. Los mormones, con la frente erguida y el gesto despreciativo, apenas examinaban aquellas playas; dirigían sus miradas más allá, a su desierto inaccesible, a su lago Salado, a su ciudad de los Santos. En cuanto a los dos novios, aquel continente era para ellos la tierra de promisión.

-Sin embargo, el cielo se iba obscureciendo cada vez más. Todo el horizonte del Sur estaba encapotado; gruesos y espesos nubarrones iban aproximándose al cenit. La pesadez del aire aumentaba; un calor sofocante penetraba la atmósfera como si el Sol de julio cayese a plomo sobre ella. ¿No habrían terminado aún los incidentes de aquella eterna travesía?

-¿Quiere usted que le asombre? -me dijo él doctor, que estaba a mi lado.

-Asómbreme usted, doctor.

-Pues bien, antes de terminar el día tendremos tempestad.

-¿Tempestad en el mes de abril?

-El Great Eastern se burla de ellas -replicó Pitferge encogiéndose de hombros-. Vamos a tener un huracán hecho para él. Mire usted, esas nubes de mal agüero que invaden el cielo; se parecen a los animales de los tiempos geológicos, y antes de poco se devorarán.

-Confieso que el horizonte está amenazador. Su aspecto es tempestuoso, y de aquí a tres meses sería de su parecer, querido doctor, pero hoy no.

-Pues yo le digo -respondió Pitferge, animándose- que la tempestad estallará dentro de pocas horas. La presiento corno un storm glass. Mire usted esos vapores que se condensan en lo alto del cielo, observe esos cirrus, esas colas de gato que se cierran en una sola nube y esos anillos espesos que cierran el horizonte. En breve habrá condensación rápida de vapores, y, por consiguiente una producción de electricidad. Pero de pronto el barómetro ha bajado súbitamente a setecientos veinte y un milímetros y los vientos que reinan son los del Sudoeste, los únicos que producen tempestades en invierno.

-Sus observaciones podrán ser exactas, doctor -le respondí, como hombre que no quiero ceder-. Pero, ¿quién ha sufrido tempestades en esta estación y en estas latitudes?

-Se citan casos en los anuarios. Los inviernos templados se distinguen con frecuencia por tempestades. Si hubiera vivido usted en 1772, o para no ir tan lejos, en 1824, habría oído retumbar el trueno en febrero en el primer caso, y en diciembre en el segundo. En el mes de enero de 1837 cayó un rayo cerca de Drammen en Noruega causando estragos y daños de consideración, y en el mes de febrero de este último año, cayeron también en los barcos de pesca de Tréport, en el canal de la Mancha. Si tuviese tiempo para consultar la estadística le confundiría.

-En fin, doctor, puesto que se empeña... Allá veremos. ¿Tiene usted miedo del rayo?

-¡Yo! El rayo es mi amigo, es mi médico.

-¡Su médico!

-Sin duda. Aquí donde usted me ve, he sido atacado por el rayo el 13 de julio de 1837 estando en Kiew, cerca de Londres, y me curó una parálisis del brazo derecho que había resistido a todos los esfuerzos de la medicina.

-¿Se chancea?

-De ningún modo. Es un tratamiento económico, tratamiento por la electricidad. Amigo mío, existen muchos ejemplos, muy auténticos, que demuestran que el rayo sabe más que los doctores más sabios; su intervención es muy útil en casos desesperados.

-No importa -le dije-, tendré siempre poca confianza en su médico y no pienso llamarle.

-Porque no le ha visto ejercer. Escuche un ejemplo que recuerdo. En 1817, en Connecticut, un campesino que padecía de un asma tenida por incurable fue herido por un rayo y quedó curado radicalmente.

-Aquél fue un rayo pectoral. El doctor hubiera sido capaz de reducir el rayo píldoras.

-¡Ría usted, ignorante, ría cuanto quiera! ¡No entiende una palabra de tiempo ni de medicina!

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