Una ciudad flotante
Capítulo V
Se reanudó la operación. Con la ayuda
del anchor boat se aminoró el peso de las cadenas, y las
áncoras se desprendieron de su tenaz fondo. La una y cuarto daba
en los relojes de Birkenhead; la salida no podía retrasarse si
había de aprovecharse la marea para que zarpara el steam
ship. El capitán y el práctico subieron al puente, se
colocó un piloto junto al aparato de señales de
hélice y otro junto al de las ruedas; el timonel se situó
entre ambos y cerca de la pequeña rueda destinada a mover el
gobernalle. Por prudencia y por si fallaba la máquina de vapor,
otros cuatro timoneles vigilaban en la popa dispuestos a hacer
maniobrar la rueda situada sobre los enjaretados. El Great
Eastern estaba de proa a la corriente, de modo que sólo
necesitaba ir contra las aguas para descender por el río.
Se dio la señal de partir. Las paletas azotaron
lentamente las primeras capas de agua. La hélice giraba a la
popa y el enorme buque empezó a moverse.
Casi todos los viajeros contemplaban desde la toldilla
el doble paisaje erizado de chimeneas de fábricas, que
presentaban a la derecha a Liverpool y a la izquierda a Birkenhead. El
Mersey, lleno de buques, los unos amarrados, los otros bajando o
subiendo por él, sólo ofrecía a nuestro steam
ship pasos sinuosos. Pero obediente al práctico, sensible a
los menores movimientos del timón, se deslizaba por los pasos
más estrechos, evolucionando como una ballenera a impulso del
remo de un vigoroso timonel. Hubo un momento en que creí que
íbamos a embestir a un velero de tres palos que navegaba a
través de la corriente y cuyo bauprés rozó el
casco del Great Eastern, pero se evitó el choque; y
cuando desde la cubierta de nuestro steam ship contemplé
aquel buque que no tendría menos de setecientas u ochocientas
toneladas, me pareció uno de esos barquitos que los niños
arrojan a los estanques del Green Park o de la Serpentine
River.
Poco después el Great Eastern llegaba a
los muelles de embarco de Liverpool. Los cuatro cañones que
debían saludar a la ciudad enmudecieron por respeto a los
muertos que el tender desembarcaba en aquel momento; pero
¡vivas! formidables substituyeron a las detonaciones, que son la
última expresión de la cortesía nacional.
Resonaron aplausos, se levantaron los brazos, se agitaron
pañuelos, con ese entusiasmo que los ingleses prodigan tanto a
la partida de todo buque aunque sólo sea una simple canoa que
salga a pasear por la bahía. ¡Y cómo
respondían a aquellos saludos! ¡Cuántos ecos
hallaron en los muelles! Millares de curiosos coronaban las murallas de
Liverpool y de Birkenhead. Innumerables botes cargados de espectadores
hormigueaban por el Mersey.
La tripulación del Lord Clyde, buque de
guerra fondeado en la dársena se encaramó a las vergas,
saludando al gigante con sus aclamaciones.
Desde lo alto de las toldillas de los buques fondeados
en el río, las músicas nos enviaban terribles
armonías que el ruido de los hurras no podían dominar.
Izábanse y arriábanse incesantemente las banderas en
honor del Great Eastern; pero bien pronto los gritos empezaron a
perderse en lontananza; nuestro steam ship pasó junto al
Trípoli, paquebote de la línea de Cunard, destinado al
transporte de emigrantes, y que a pesar de sus dos mil toneladas,
parecía una lancha.
Las casas hacíanse poco a poco más raras
a ambas orillas del río, y las chimeneas cesaron de obscurecer
el paisaje. El campo aparecía cortado por paredes de ladrillos,
y se veían largas y uniformes hileras de viviendas de obreros.
Por último aparecieron las quintas, y en la margen izquierda del
Mersey, desde la plataforma del faro y los flancos del bastión,
algunos postreros hurras nos saludaron por última vez.
A las tres el Great Eastern había
franqueado los canales del Mersey y entrado en el de San Jorge.
El viento del sudoeste soplaba con violencia; nuestro
pabellón, rígidamente extendido, no presentaba ni un
pliegue; el mar hinchaba ya sus olas, pero el buque no lo
sentía.
A las cuatro el capitán Anderson mandó
parar el buque en vista de que el tender forzaba su
máquina para alcanzarnos. Volvía a su bordo el segundo
médico del steam ship. En cuanto el tender
atracó al Great Eastern arrojaron desde éste una
escala de cuerda por la cual subió el médico, no sin gran
trabajo. Nuestro práctico, más ágil que él,
se deslizó por el mismo camino hasta su canoa que lo esperaba
llevando cada remero un salvavidas. Y pocos momentos después
llegó a una pequeña y preciosa goleta que le aguardaba a
sotavento.
Se emprendió de nuevo la marcha. Al empuje de
sus ruedas y de su hélice se aceleró la velocidad del
Great Eastern y, a pesar de ser el viento contrario, el buque no
daba balances ni cabeceaba. Pronto las sombras cubrieron el mar, y las
costas del condado de Gales, limitadas por la punta de Holy
Head, se perdieron en la noche.
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