Una ciudad flotante
Capítulo XXXVII
El Niágara no es un río, ni siquiera un
riachuelo, es un simple desagüe, una sangría natural, un
canal de treinta y seis millas de largo que vierte las aguas del lago
Superior, del Michigan, del Hurón y del Erie en el Ontario. La
diferencia de nivel entre estos dos últimos lagos, es de
trescientos cuarenta pies ingleses; esta diferencia repartida por igual
en todo el curso de las aguas, apenas había creado una cascada;
pero las cataratas solas absorben la mitad de ella. De esto procede su
fuerza formidable.
Aquel raudal del Niágara separa los Estados
Unidos del Canadá. Su orilla derecha es americana, la izquierda
inglesa. A un lado hay policías; al otro ni sombra de ellos.
El doce de abril, al amanecer, el doctor y yo bajamos
por las anchas calles de Niagara Falls, aldea fundada al lado de
las cataratas a trescientas millas de Albany, especie de pueblecillo
lacustre, edificado en un sitio pintoresco, lleno de palacios suntuosos
y de quintas agradables, que los yanquees y los canadienses
habitan en buena estación.
El tiempo era magnífico; el sol brillaba en un
cielo frío. Se oían sordos y lejanos mugidos, y se
distinguían en el horizonte algunos vapores que no debían
ser nubes.
-¿Es la catarata? -pregunté al
doctor.
-Paciencia -me respondió Pitferge-. Pronto
llegaremos a orillas del Niágara.
Las aguas del río corrían
tranquilamente; eran claras y poco profundas, asomando sobre la
superficie numerosos picos de rocas parduscas. Los rugidos de la
catarata eran cada vez más pronunciados; pero no se la
veía todavía. Un puente de madera sostenido por arcos de
hierro, unía la orilla izquierda con una isla situada en medio
de la corriente. El doctor me condujo a él. Hacia la parte
superior del río, se extendía éste hasta perderse
de vista; hacia la inferior, es decir, a nuestra derecha se
advertía el primer desnivel de un rápido; más
allá, a media milla del puente, desaparecía el terreno
por completo, sobre el que se cernía una densa polvareda de
agua. Allí estaba la cascada americana que aún
podíamos ver. Más allá se dibujaba un paisaje
tranquilo; algunas colinas, casas de campo, es decir, la orilla
canadiense.
-¡No mire, usted! ¡no mire! -me
gritó el doctor-. ¡Cierre los ojos! ¡no los abra
hasta que yo se lo diga!
No le hice caso y miré a todas partes. Pasado
el puente, pisamos la isla. Era la Goat Island, la isla de la
Cabra, un trozo de tierra de setenta acres, poblado de árboles,
cruzado de alamedas soberbias por las que podían circular los
carruajes, y arrojado como un ramillete entre las vertientes americanas
y canadienses, separadas por una distancia de trescientas yardas. Los
mugidos del agua redoblaban las nubes de vapor húmedo que
rodaban por el aire.
-¡Mire usted! -exclamó el doctor.
Al salir de un bosquecillo, apareció el
Niágara a nuestra vista con todo su esplendor. En aquel sitio
formaba un recodo brusco, y rodeándose para formar la catarata
canadiense el horse shoe fall, la herradura se precipitaba desde
una altura de ciento cincuenta y ocho pies por dos millas de
anchura.
La naturaleza lo ha combinado todo en aquel sitio para
recrear la vista. Aquel recodo del Niágara favorecía
singularmente los efectos de luz y sombra. El Sol, hiriendo las aguas
en todos los ángulos, variaba caprichosamente los colores, y el
que no ha visto aquellos efectos de luz no puede aceptarlos sin
dificultad. En efecto, cerca del Goat Island, la espuma es
blanca, es nieve inmaculada, una corriente de plata derretida que se
precipita en el vacío. En el centro de la catarata, las aguas
son de un verde mar admirable lo cual indica cuán profunda es la
capa de agua y tanto, que un buque, el Detroit, que calaba
veinte pies, lanzado a la corriente, pudo descender por la catarata sin
tocar. Por el contrario, hacia la orilla canadiense los torbellinos,
como si estuviesen metalizados por los rayos luminosos,
resplandecían semejando oro fundido al precipitarse al abismo.
Debajo, el río es invisible. Sólo se distingue el vapor y
los remolinos. Yo vislumbré, no obstante, enormes hielos
aglomerados por el frío del invierno que afectaban la forma de
monstruos que, con las fauces abiertas, absorbían de hora en
hora los cientos de millares de toneladas que derrama en ellos el
inagotable Niágara. A una media milla más abajo de la
catarata el río adquiría de nuevo su aspecto apacible, y
presentaba una superficie compacta que las primeras brisas de abril no
podían derretir aún.
-¡Ahora al centro del torrente! -me dijo el
doctor-. ¿Qué quería decir? No le entendía
pero me enseñó una torre construida sobre el picode una
roca a algunos centenares de pies de la orilla y al borde mismo de un
precipicio. Aquel monumento audaz, elevado en 1833, por un tal Judge
Porter, se llama Terrapin Tower.
Descendimos por las cuestas laterales de Goat
Island. Al llegar a la altura del curso superior del
Niágara, vi un puente, o más bien algunas tablas echada
sobre las cabezas de las rocas, que unían la torre a la orilla.
Aquel puente costeaba el abismo, tan sólo algunos pasos de
distancia. El torrente mugía por debajo. Pasamos atrevidamente
por aquellos maderos, y en breves instantes llegamos al peñasco
principal que sustentaba a Terrapin Tower. Aquella torre redonda
de cuarenta y cinco pies de altura es de piedra. En su cima tiene una
balaustrada circular rodeando un techo cubierto de estuco rojizo. La
escalera de caracol es de madera y en ella se ven escritos millares de
nombres. El que llega a lo alto de la torre, se agarra a la balaustrada
y mira.
La torre está en plena catarata. Desde su
cumbre las miradas abarcan todo el abismo, y penetran hasta en las
gargantas de aquellos monstruos de hielo que se tragan el torrente. Se
siente como se estremece la roca que sostiene la torre. En torno de
ésta se descubren hundimientos espantosos, como si el lecho de
río fuese cediendo. Allí es inútil hablar, porque
no se oyen las palabras. De los inmensos remolinos de agua salen
formidables truenos, las líneas líquidas humean y silban
como flechas, la espuma salta hasta la cima de la torre, y el agua
pulverizada se esparce por el aire formando un espléndido arco
iris.
Por un simple efecto de óptica la torre parece
que anda con una rapidez aterradora pero, afortunadamente,
retirándose de la cascada; pues si la ilusión fuese al
contrario, el vértigo sería irresistible y nadie
podría mirar aquel abismo. Jadeantes, nos retiramos un momento
al piso alto de la torre. Entonces, el doctor me dijo:
-Este Terrapin Tower, amigo mío,
caerá el día menos pensado en el abismo, y tal vez antes
de lo que se cree.
-¿De veras?
-Sin duda alguna. La gran cascada canadiense retrocede
insensiblemente, pero retrocede. Cuando se construyó la torre en
1833, distaba mucho más que hoy de la catarata. Los
geólogos pretenden que el salto estaba hace treinta y cinco mil
años en Queenstown, siete millas más abajo de la
posición que hoy ocupa. Según Bacwell, retrocederá
en lo sucesivo un metro por año, y, según sir
Carlos Lyell, solamente un pie. Llegará, pues, un momento en que
la roca que sostiene la torre, roída por las aguas,
resbalará por las pendientes de las cataratas.
Pues bien, el día en que se derrumbe el
Terrapin Tower, habrá en la torre algunos curiosos que
caerán al Niágara con ella.
Miré al doctor como para preguntarle si
figuraría en el número de aquellos curiosos. Pero me
indicó que le siguiera y volvimos a contemplar de nuevo la
horse shoe fall y el paisaje que le rodea. Entonces
distinguimos, algo escorzada, la cascada americana separada por la
punta de la isla en donde se ha formado una catarata central de cien
pies de anchura.
Este salto americano, igualmente admirable, es recto,
sin sinuosidades, y tiene ciento sesenta y cuatro pies de altura; mas,
para contemplarlo en todo su desarrollo, es necesario colocarse
enfrente del mismo, en la orilla canadiense.
Todo el día anduvimos recorriendo las orillas
del Niágara atraídos irresistiblemente por aquella torre
en donde los mugidos del agua, la niebla de los vapores, el juego de
los rayos solares, la embriaguez y los olores de la catarata, nos
mantenían en perpetuo éxtasis. Después regresamos
a Goat Island para contemplar la gran cascada por todos sus
lados, sin cansarnos nunca de verla. El doctor hubiera querido
conducirme a la "gruta de los vientos", abierta detrás
de la cascada central, a la cual se llega por una escalera practicada
en la punta de la isla; pero se había prohibido la subida a
causa de los desprendimientos que ocurrían hacía
algún tiempo en aquellas rocas quebradizas.
A las cinco de la tarde entramos en Cataract
House, y después de comer rápidamente, volvimos a
Goat Island. El doctor quiso ver de nuevo "Las tres
hermanas", admirables islotes situados a la cabeza de la isla, y
cuando se hizo de noche, me llevó de nuevo al tembloroso
peñasco de Terrapin Tower.
El Sol se había puesto detrás de las
sombrías colinas. Los últimos resplandores del día
habían desaparecido. La Luna casi llena brillaba en todo su
esplendor y la sombra de la torre se prolongaba sobre el abismo. Por la
parte de arriba las aguas tranquilas resbalaban bajo ligeras brumas. La
orilla canadiense, sumida en tinieblas, contrastaba con las masas
más claras del Goat Island y de la aldea de Niagara
Falls. Bajo nuestros pies la inmensa sima agrandada por la penumbra
parecía un abismo infinito en el cual mugía la enorme
catarata. ¡Qué impresión! ¿Qué
artista podría reproducirla con la pluma o el pincel?
Una luz movible apareció en el horizonte: era
el fanal de un tren que pasaba por el puente del Niágara,
suspendido a dos millas de nosotros. Hasta la media noche permanecimos
así, mudos, inmóviles, en la cima de la torre,
irresistiblemente inclinados sobre el torrente, que nos fascinaba.
En fin, en un momento en que los rayos de la Luna
herían cierto ángulo de aquel polvo líquido,
vislumbré una faja láctea, una cinta diáfana que
temblaba en la sombra. Era un arco iris lunar; una pálida
irradiación del astro de las noches, cuyo ligero resplandor se
descomponía atravesando las brumas de la catarata.
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