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Una ciudad flotante
Editado
© Ariel Pérez
16 de febrero del 2002
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Una ciudad flotante
Capítulo XXXVII

El Niágara no es un río, ni siquiera un riachuelo, es un simple desagüe, una sangría natural, un canal de treinta y seis millas de largo que vierte las aguas del lago Superior, del Michigan, del Hurón y del Erie en el Ontario. La diferencia de nivel entre estos dos últimos lagos, es de trescientos cuarenta pies ingleses; esta diferencia repartida por igual en todo el curso de las aguas, apenas había creado una cascada; pero las cataratas solas absorben la mitad de ella. De esto procede su fuerza formidable.

Aquel raudal del Niágara separa los Estados Unidos del Canadá. Su orilla derecha es americana, la izquierda inglesa. A un lado hay policías; al otro ni sombra de ellos.

El doce de abril, al amanecer, el doctor y yo bajamos por las anchas calles de Niagara Falls, aldea fundada al lado de las cataratas a trescientas millas de Albany, especie de pueblecillo lacustre, edificado en un sitio pintoresco, lleno de palacios suntuosos y de quintas agradables, que los yanquees y los canadienses habitan en buena estación.

El tiempo era magnífico; el sol brillaba en un cielo frío. Se oían sordos y lejanos mugidos, y se distinguían en el horizonte algunos vapores que no debían ser nubes.

-¿Es la catarata? -pregunté al doctor.

-Paciencia -me respondió Pitferge-. Pronto llegaremos a orillas del Niágara.

Las aguas del río corrían tranquilamente; eran claras y poco profundas, asomando sobre la superficie numerosos picos de rocas parduscas. Los rugidos de la catarata eran cada vez más pronunciados; pero no se la veía todavía. Un puente de madera sostenido por arcos de hierro, unía la orilla izquierda con una isla situada en medio de la corriente. El doctor me condujo a él. Hacia la parte superior del río, se extendía éste hasta perderse de vista; hacia la inferior, es decir, a nuestra derecha se advertía el primer desnivel de un rápido; más allá, a media milla del puente, desaparecía el terreno por completo, sobre el que se cernía una densa polvareda de agua. Allí estaba la cascada americana que aún podíamos ver. Más allá se dibujaba un paisaje tranquilo; algunas colinas, casas de campo, es decir, la orilla canadiense.

-¡No mire, usted! ¡no mire! -me gritó el doctor-. ¡Cierre los ojos! ¡no los abra hasta que yo se lo diga!

No le hice caso y miré a todas partes. Pasado el puente, pisamos la isla. Era la Goat Island, la isla de la Cabra, un trozo de tierra de setenta acres, poblado de árboles, cruzado de alamedas soberbias por las que podían circular los carruajes, y arrojado como un ramillete entre las vertientes americanas y canadienses, separadas por una distancia de trescientas yardas. Los mugidos del agua redoblaban las nubes de vapor húmedo que rodaban por el aire.

-¡Mire usted! -exclamó el doctor.

Al salir de un bosquecillo, apareció el Niágara a nuestra vista con todo su esplendor. En aquel sitio formaba un recodo brusco, y rodeándose para formar la catarata canadiense el horse shoe fall, la herradura se precipitaba desde una altura de ciento cincuenta y ocho pies por dos millas de anchura.

La naturaleza lo ha combinado todo en aquel sitio para recrear la vista. Aquel recodo del Niágara favorecía singularmente los efectos de luz y sombra. El Sol, hiriendo las aguas en todos los ángulos, variaba caprichosamente los colores, y el que no ha visto aquellos efectos de luz no puede aceptarlos sin dificultad. En efecto, cerca del Goat Island, la espuma es blanca, es nieve inmaculada, una corriente de plata derretida que se precipita en el vacío. En el centro de la catarata, las aguas son de un verde mar admirable lo cual indica cuán profunda es la capa de agua y tanto, que un buque, el Detroit, que calaba veinte pies, lanzado a la corriente, pudo descender por la catarata sin tocar. Por el contrario, hacia la orilla canadiense los torbellinos, como si estuviesen metalizados por los rayos luminosos, resplandecían semejando oro fundido al precipitarse al abismo. Debajo, el río es invisible. Sólo se distingue el vapor y los remolinos. Yo vislumbré, no obstante, enormes hielos aglomerados por el frío del invierno que afectaban la forma de monstruos que, con las fauces abiertas, absorbían de hora en hora los cientos de millares de toneladas que derrama en ellos el inagotable Niágara. A una media milla más abajo de la catarata el río adquiría de nuevo su aspecto apacible, y presentaba una superficie compacta que las primeras brisas de abril no podían derretir aún.

-¡Ahora al centro del torrente! -me dijo el doctor-. ¿Qué quería decir? No le entendía pero me enseñó una torre construida sobre el picode una roca a algunos centenares de pies de la orilla y al borde mismo de un precipicio. Aquel monumento audaz, elevado en 1833, por un tal Judge Porter, se llama Terrapin Tower.

Descendimos por las cuestas laterales de Goat Island. Al llegar a la altura del curso superior del Niágara, vi un puente, o más bien algunas tablas echada sobre las cabezas de las rocas, que unían la torre a la orilla. Aquel puente costeaba el abismo, tan sólo algunos pasos de distancia. El torrente mugía por debajo. Pasamos atrevidamente por aquellos maderos, y en breves instantes llegamos al peñasco principal que sustentaba a Terrapin Tower. Aquella torre redonda de cuarenta y cinco pies de altura es de piedra. En su cima tiene una balaustrada circular rodeando un techo cubierto de estuco rojizo. La escalera de caracol es de madera y en ella se ven escritos millares de nombres. El que llega a lo alto de la torre, se agarra a la balaustrada y mira.

La torre está en plena catarata. Desde su cumbre las miradas abarcan todo el abismo, y penetran hasta en las gargantas de aquellos monstruos de hielo que se tragan el torrente. Se siente como se estremece la roca que sostiene la torre. En torno de ésta se descubren hundimientos espantosos, como si el lecho de río fuese cediendo. Allí es inútil hablar, porque no se oyen las palabras. De los inmensos remolinos de agua salen formidables truenos, las líneas líquidas humean y silban como flechas, la espuma salta hasta la cima de la torre, y el agua pulverizada se esparce por el aire formando un espléndido arco iris.

Por un simple efecto de óptica la torre parece que anda con una rapidez aterradora pero, afortunadamente, retirándose de la cascada; pues si la ilusión fuese al contrario, el vértigo sería irresistible y nadie podría mirar aquel abismo. Jadeantes, nos retiramos un momento al piso alto de la torre. Entonces, el doctor me dijo:

-Este Terrapin Tower, amigo mío, caerá el día menos pensado en el abismo, y tal vez antes de lo que se cree.

-¿De veras?

-Sin duda alguna. La gran cascada canadiense retrocede insensiblemente, pero retrocede. Cuando se construyó la torre en 1833, distaba mucho más que hoy de la catarata. Los geólogos pretenden que el salto estaba hace treinta y cinco mil años en Queenstown, siete millas más abajo de la posición que hoy ocupa. Según Bacwell, retrocederá en lo sucesivo un metro por año, y, según sir Carlos Lyell, solamente un pie. Llegará, pues, un momento en que la roca que sostiene la torre, roída por las aguas, resbalará por las pendientes de las cataratas.

Pues bien, el día en que se derrumbe el Terrapin Tower, habrá en la torre algunos curiosos que caerán al Niágara con ella.

Miré al doctor como para preguntarle si figuraría en el número de aquellos curiosos. Pero me indicó que le siguiera y volvimos a contemplar de nuevo la horse shoe fall y el paisaje que le rodea. Entonces distinguimos, algo escorzada, la cascada americana separada por la punta de la isla en donde se ha formado una catarata central de cien pies de anchura.

Este salto americano, igualmente admirable, es recto, sin sinuosidades, y tiene ciento sesenta y cuatro pies de altura; mas, para contemplarlo en todo su desarrollo, es necesario colocarse enfrente del mismo, en la orilla canadiense.

Todo el día anduvimos recorriendo las orillas del Niágara atraídos irresistiblemente por aquella torre en donde los mugidos del agua, la niebla de los vapores, el juego de los rayos solares, la embriaguez y los olores de la catarata, nos mantenían en perpetuo éxtasis. Después regresamos a Goat Island para contemplar la gran cascada por todos sus lados, sin cansarnos nunca de verla. El doctor hubiera querido conducirme a la "gruta de los vientos", abierta detrás de la cascada central, a la cual se llega por una escalera practicada en la punta de la isla; pero se había prohibido la subida a causa de los desprendimientos que ocurrían hacía algún tiempo en aquellas rocas quebradizas.

A las cinco de la tarde entramos en Cataract House, y después de comer rápidamente, volvimos a Goat Island. El doctor quiso ver de nuevo "Las tres hermanas", admirables islotes situados a la cabeza de la isla, y cuando se hizo de noche, me llevó de nuevo al tembloroso peñasco de Terrapin Tower.

El Sol se había puesto detrás de las sombrías colinas. Los últimos resplandores del día habían desaparecido. La Luna casi llena brillaba en todo su esplendor y la sombra de la torre se prolongaba sobre el abismo. Por la parte de arriba las aguas tranquilas resbalaban bajo ligeras brumas. La orilla canadiense, sumida en tinieblas, contrastaba con las masas más claras del Goat Island y de la aldea de Niagara Falls. Bajo nuestros pies la inmensa sima agrandada por la penumbra parecía un abismo infinito en el cual mugía la enorme catarata. ¡Qué impresión! ¿Qué artista podría reproducirla con la pluma o el pincel?

Una luz movible apareció en el horizonte: era el fanal de un tren que pasaba por el puente del Niágara, suspendido a dos millas de nosotros. Hasta la media noche permanecimos así, mudos, inmóviles, en la cima de la torre, irresistiblemente inclinados sobre el torrente, que nos fascinaba.

En fin, en un momento en que los rayos de la Luna herían cierto ángulo de aquel polvo líquido, vislumbré una faja láctea, una cinta diáfana que temblaba en la sombra. Era un arco iris lunar; una pálida irradiación del astro de las noches, cuyo ligero resplandor se descomponía atravesando las brumas de la catarata.

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