Una ciudad flotante
Capítulo XIV
Durante el desayuno, me dijo Dean Pitferge que el
reverendo había desarrollado admirablemente su tema. Los
monitores, los arietes de guerra los fuertes acorazados, los torpedos
submarinos, todas aquellas máquinas habían figurado en su
discurso. El mismo se había engrandecido con toda la grandeza de
América. Si a la América le halaga ser ensalzada de ese
modo, no tengo nada que decir.
Al entrar en el gran salón principal,
leí lo siguiente:
Latitud: 50º 8' N.
Longitud: 30º 44' O.
Carrera: 225 millas.
¡Siempre el mismo resultado! No habíamos
andado más que cien millas, comprendiendo las trescientas diez
que separan a Fastenet de Liverpool, apróximadamente la tercera
parte del viaje.
Durante todo el día los oficiales, los
marineros, los pasajeros y pasajeras, continuaron descansando como el
Señor después de crear la América. Ni un piano
resonó en los salones silenciosos; los juegos de ajedrez
descansaron en sus cajas, y los naipes en su envoltura. Aquel
día tuve ocasión de presentar al doctor Pitferge el
capitán Corsican. Mi original amigo logró distraer al
capitán, a quien contó la crónica secreta del
Great Eastern, para probarle que era un buque maldecido,
embrujado, al que debía ocurrir fatalmente una desgracia. La
leyenda del mecánico soldado en una caldera, hizo mucha gracia a
Corsican, que, como buen escocés, era muy aficionado a lo
maravilloso. Sin embargo, no pudo reprimir una sonrisa de
incredulidad.
-Me parece -dijo el doctor-, que el capitán no
da mucho crédito a mis leyendas.
-¡Mucho!... ¡es mucho decir!
-replicó Corsican.
-Pero ¿me creerá en adelante,
capitán -preguntó con tono muy serio-, si le aseguro que
todas las noches aparecen fantasmas en este buque?
-¡Fantasmas! -exclamó el capitán-.
¿También hay aparecidos?
-Creo -respondió Pitferge- todo lo que cuentan
las personas serias.
Pues bien, sé por los oficiales de cuarto y por
algunos marineros, acordes todos sobre este punto, que una forma vaga
se pasea por el buque. ¿Cómo viene? No se sabe.
¿Cómo desaparece? No se sabe tampoco.
-¡Por San Dustan! -exclamó Corsican-,
¡hemos de acecharla!
-¿Esta noche? -preguntó el doctor.
-Esta noche, si le parece. ¿Usted, amigo -
añadió el capitán volviéndose a mí-,
nos acompañará?
-No -dije-; no quiero turbar el incógnito del
fantasma. Además, prefiero creer que nuestro doctor se
chancea.
-No me chanceo -respondió el obstinado
Pitferge.
-Vamos a ver, doctor -le dije- ¿Cree usted
formalmente que los muertos vienen a pasearse por las cubiertas de los
buques?
-Creo en los muertos que resucitan, y esto es, tanto
más extraño, cuanto que soy médico.
-¿Médico? -preguntó el
capitán Corsican, retrocediendo como si aquella palabra le
asustase.
-Tranquilícese usted, capitán
-respondió el doctor sonriendo amistosamente -; cuando viajo no
ejerzo mi profesión.
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