Una ciudad flotante
Capítulo III
En efecto, el Great Eastern se preparaba a
zarpar. De sus cinco chimeneas se escapaban ya algunas espirales de
humo negro. Un vaho caliente salía a través de los
profundos pozos que daban paso a la máquina.
Algunos marineros bruñían los cuatro
gruesos cañones que debían saludar a Liverpool a nuestro
paso. Los gavieros corrían por las vergas, o tesaban los
obenques en sus vigotas, amarrando en el interior de las mesas de
guarnición. A eso de las once, los tapiceros acabaron de
remachar los últimos clavos y los pintores de dar la
última mano de pintura. Después, todos embarcaron en el
tender que los aguardaba. Cuando la presión fue
suficiente dirigióse el vapor a los cilindros de la
máquina motora del timón, y entonces pudieron cerciorarse
los mecánicos que aquel ingenioso aparato funcionaría con
regularidad.
El tiempo era bueno; el sol rasgaba con sus rayos las
nubes que se disipaban rápidamente, y aunque en él mar el
viento debía ser muy fuerte y soplar con violencia la brisa esto
no debía importarle al Great Eastern.
Todos los oficiales estaban a bordo, y repartidos en
distintos puntos del buque para preparar el aparejo. El estado mayor se
componía de un capitán, un segundo, dos oficiales
segundos, cinco tenientes, de los cuales uno era francés M. H. y
un voluntario, también francés.
El capitán Anderson era un marino de gran
reputación entre el comercio inglés. A él se
debió la colocación del cable transatlántico.
Es verdad que si tuvo mayor éxito que sus
antecesores, fue porque trabajó en condiciones mucho más
favorables, pues tenía a su disposición el Great
Eastern. Pero, sea lo que fuere, este éxito le valió
el título de sir que le otorgó la reina. A
mí me pareció un comandante muy amable.
Era un hombre de cincuenta años, de cabello
rubio leonado, de ese color cuyo matiz se conserva a despecho del
tiempo y de la edad, de elevada estatura, cara ancha y risueña
fisonomía tranquila y aire muy inglés; su paso era lento
y uniforme; su voz firme; guiñaba un poco los ojos, nunca
llevaba las manos metidas en los bolsillos, calzaba siempre guantes y
vestía con suma elegancia con la particularidad de que llevaba
siempre, la punta del pañuelo fuera del bolsillo de su levita
azul adornada con tres galones de oro.
El segundo del buque contrastaba singularmente con el
capitán Anderson. Es fácil describirlo: era un hombre
pequeño y vivo, de rostro atezado, ojos inyectados de sangre,
barba negra y muy espesa y piernas arqueadas que desafiaban todas las
sorpresas de los balances.
Marino activo, vigilante, fuerte, en todo lo relativo
a detalles, daba sus órdenes con voz breve, órdenes que
repetía el contramaestre con ese rugido de león
resfriado, que es peculiar a la marina inglesa. Este piloto se llamaba
W... y, según creo, era un oficial de la armada destacado, con
permiso especial, a bordo del Great Eastern. En fin,
tenía todo el aire de un "lobo de mar" y debía
ser de la escuela o aquel almirante francés, un valiente a toda
prueba que en el momento del combate, decía invariablemente a
sus hombres: "¡Animo, muchachos, y cuidado con tropezar,
pues ya saben que tengo la costumbre de hacerme ascender"
Aparte de este estado mayor, las máquinas
estaban bajo la dirección de un jefe, auxiliado por ocho o diez
ingenieros1, bajo cuyas
órdenes maniobraba un batallón de doscientos cincuenta
hombres, tanto carboneros como fogoneros y engrasadores, que no
salían de las profundidades del buque.
Por otra parte, con diez calderas, de diez hornos cada
una formando un total de cien fuegos, aquel batallón estaba
ocupado día y noche en alimentarlos.
Todos estaban en su puesto. El práctico que
debía dar salida al Great Eastern, a través de los
canales del Mersey, estaba a bordo desde la víspera. Yo
había visto también un práctico francés, de
la isla Moléne, cerca de Ouessant, que debía hacer con
nosotros la travesía de Liverpool a Nueva York, y al retorno dar
entrada al buque en la rada de Brest.
-Empiezo a creer que saldremos hoy -dije al teniente
H.
-Sólo esperamos a nuestros viajeros -me
respondió mi compatriota.
-¿Son muchos?
-Mil doscientos o mil trescientos.
Esto es la población de una gran aldea.
A las once y media se divisó el tender
lleno de pasajeros, hacinados en las cámaras, apiñados en
los puentes, tendidos sobre los tambores, y subidos en los montones de
equipajes que había sobre cubierta.
Eran, como supe después, californianos,
canadienses, peruanos, americanos del sur, ingleses, alemanes y dos o
tres franceses. Entre todos se distinguían el célebre
Cyrus Field, de Nueva York; el honorable John Rose del Canadá;
el honorable Mac Alpine, de Nueva York; mister y mistress
Witney, de Mont Real; el capitán Mac Ph... y su mujer. Entre los
franceses se encontraba el fundador de la Sociedad de Fletadores del
Great Eastern, M. Julio D... representante de aquel Telegraph
Construction and Maitenance Company, que había contribuido
al negocio con veinte mil libras.
El tender atracó al pie de la escalera
de estribor. Entonces empezó la interminable ascensión de
equipajes y pasajeros; pero sin precipitación, sin gritos, como
si todo el mundo llegase tranquilamente a su casa. En cuanto a los
franceses, creyeron deber subir como por asalto y se portaron como
verdaderos zuavos.
Desde el momento en que cada pasajero puso el pie
sobre la cubierta del steam ship, su primer cuidado fue bajar a
los comedores y señalar el lugar de su cubierto. Su tarjeta o su
nombre, escrito con lápiz en un pedazo de papel bastaba para
asegurarles su toma de posesión.
Por otra parte, en aquel momento se servía un
lunch, y en pocos instantes las mesas se llenaron de comensales,
que como buenos anglosajones, sabían luchar perfectamente,
esgrimiendo el tenedor contra el fastidio de una travesía.
Yo me había quedado sobre cubierta a fin de
observar los detalles del embarco. A las doce y media, estaban ya
transbordados los equipajes.
Allí vi mezclados mil bultos de todas las
formas y tamaños; cajas enormes como vagones, que podían
contener un mobiliario entero; pequeñas maletas de viaje de suma
elegancia; sacos de formas caprichosas, y maletas inglesas o
americanas, notables por el lujo de sus correas con múltiples
hebillas, por el brillo de sus adornos de cobre, y por sus gruesas
fundas de tela sobre las cuales se destacaban dos o tres grandes
iniciales, hechas con abecedarios de hoja de lata. Pronto
desapareció todo aquello en los almacenes, es decir, en los
depósitos del entre puente, y los últimos obreros,
conductores o guías, descendieron al tender que se
alejó después de haber ensuciado los costados del
Great Eastern con las escorias de su humo.
Me volví a proa y de pronto me encontré
frente a frente con el joven que había visto en el muelle de New
Prince. Al verme se detuvo y me tendió la mano, que
estrechó al instante, con efusión.
-¡Usted aquí, Fabián! -
exclamé.
-En persona amigo mío.
-¿No me había equivocado? ¿Era
pues, usted, el que vi hace algunos días en el muelle?
-Tal vez, pero no recuerdo haberle visto.
-¿Va usted a América?
-Sí, ¿ Se pueden disfrutar algunos meses
de licencia mejor que corriendo el mundo?
-¡Qué feliz casualidad lo ha hecho
escoger el Great Eastern para dar ese paseo de turista!
-No ha sido una casualidad, querido, amigo. Leí
en un periódico que iba usted a tomar pasaje a bordo del
Great Eastern, y como no nos habíamos visto hacía
algunos años, he embarcado en este buque para hacer el viaje
juntos.
-¿Ha llegado usted de la India?
-En el Godavery, que me dejó anteayer en
Liverpool.
-¿Y viaja usted, Fabián...? -le
pregunté observando su pálido y triste semblante.
-Para distraerme, si puedo -respondió el
capitán Fabián Mac Elwin, estrechándome la mano
con emoción.
1. Nombre que dan en la
marina inglesa a los maquinistas.
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