Una ciudad flotante
Capítulo XXII
En la noche del viernes al sábado, el Great
Eastern atravesó las corrientes del Gulfstream, cuyas
aguas más azules y menos frías se distinguían
sobre las capas adyacentes. La superficie de aquella corriente
comprimida entre las olas del Atlántico, es ligeramente
convexa.
Es, pues, un verdadero río que corre entre dos
riberas líquidas y uno de los más importantes del globo,
pues reduce, a simples arroyos el Amazonas y el Mississipi. Los cubos
de agua que se sacaron del mar aquella noche demostraban que su
temperatura había subido de veinte y siete grados Fahrenheit a
cincuenta y un grados, que equivale a doce grados
centígrados.
El cinco de abril había comenzado con una
salida de Sol magnifica. Las anchas olas del fondo
resplandecían. Una templada brisa del Sudoeste soplaba a
través del aparejo. Estábamos en los primeros días
hermosos del año. Aquel Sol que hubiera reverdecido los campos
del continente, hizo brillar en el buque frescos tocados. La
vegetación se retrasa algunas veces, la moda jamás.
Pronto se llenaron las calles de cubierta de grupos de paseantes, como
se ven los Campos Elíseos en un domingo del mes de mayo.
No vi en toda la mañana a Corsican, y deseando
tener noticias de Fabián, pasé a su camarote que estaba
junto al gran salón; llamé a su puerta pero no me
respondió; abrí y no encontré a nadie.
Subí a cubierta; entre los paseantes no se
hallaban mis amigos ni el doctor. Entonces se me ocurrió la idea
de averiguar en que parte del buque estaría la desventurada
Elena. ¿Qué camarote ocuparía?
¿Dónde la tendría encerrada Enrique Drake?
¿A quién estaría confiada aquella infeliz, a la
que su marido abandonaba días enteros? ¿Sin duda a alguna
camarera o alguna enfermera indiferente? Quise enterarme, y no por
curiosidad, sino por el propio interés de Elena y de
Fabián, y aunque no fuera más que para evitar un
encuentro siempre temible.
Comencé mis pesquisas por los camarotes del
gran salón de señoras, y recorrí los pasadizos de
los dos pisos que había en aquella parte del buque. Esta
averiguación era fácil, porque en la puerta de cada
camarote estaban inscritos los nombres de los pasajeros en tarjetones,
lo cual simplificaba el servicio de los camareros. No encontré
el nombre de Enrique Drake, lo que me causó poca
extrañeza pues aquel hombre debía haber preferido los
camarotes situados en la popa del Great Eastern, que daban a los
salones menos frecuentados. Por lo demás, desde él punto
de vista de comodidad no existía la menor diferencia entre los
departamentos de proa y los de popa pues la Sociedad de Fletadores no
admitía para el embarque sino una sola clase de pasajeros.
Me dirigí hacia los comedores, examinando
detenidamente los pasillos laterales colocados entre una doble hilera
de camarotes; queriendo Drake aislar a Elena no había podido
escoger un lugar más a propósito.
La mayor parte de aquellos camarotes estaban
desocupados; recorrí los corredores laterales, puerta por puerta
viendo en ellas algunos nombres, pero no el de Enrique Drake. Iba ya a
retirarme, desanimado, cuando llegó a mis oídos un vago
murmullo, casi imperceptible procedente del fondo del corredor de la
izquierda. Me dirigí, hacia aquel lugar. Los sonidos eran
más pronunciados y percibí una especie de cántico
plañidero, cuyas palabras no llegaban hasta mí.
Escuché. Era una mujer que cantaba; pero en aquella voz
inconsciente se notaba un profundo dolor. Aquella voz debía ser
la de la pobre loca. Mis presentimientos no podían
engañarme. Me acerqué muy despacio al camarote, que
tenía el número 775; era el último de aquel
obscuro corredor, y debía recibir la luz por una de las
portillas inferiores abiertas en el casco del Great Eastern. En
la puerta de aquel camarote no había nombre alguno; Drake no
tenía interés en que se conociese el sitio donde
tenía confinada a Elena. La voz de la infortunada llegaba
distintamente hasta mí. Su canto era una sucesión de
frases incoherentes e interrumpidas a cada instante; una mezcla de
tristeza y dulzura. Hubiérase dicho que una persona bajo la
influencia de un sueño magnético, recitaba estrofas sin
ilación. Aunque no tenía medios para establecer la
identidad, no me quedó duda de que la que cantaba de aquel modo
era Elena.
Estuve escuchando algunos minutos, e iba ya a
retirarme cuando oí pasos en el saloncito. ¿Sería
Drake? Por interés de Elena y de Fabián no quería
ser sorprendido en aquel lugar. Felizmente el corredor daba vuelta a
las dos hileras de camarotes y, me permitía subir a cubierta sin
ser visto; pero tenía curiosidad de saber quién
venía. La semiobscuridad me favorecía y
colocándome en un rincón del corredor pude ver sin ser
visto.
El ruido de los pasos había cesado y,
¡extraña coincidencia!, con él el canto de Elena.
Pronto volvió a empezar otra vez el canto y el piso
volvió a crujir bajo la presión de pasos lentos.
Asomé la cabeza y en el fondo del corredor, a la tenue claridad
de la imposta de los camarotes, reconocí a Fabián.
¡Era mi desventurado amigo! ¿Qué
instinto le conducía a aquel lugar? ¿Había
descubierto antes que yo el retiro de la joven? No sabía
qué pensar. Fabián se acercaba lentamente, tentando los
tabiques, aplicando el oído, siguiendo, como guiado por un hilo,
aquella voz que lo atraía a pesar suyo tal vez, y sin saberlo
él mismo. Y, sin embargo, me parecía que el canto se iba
debilitando a medida que él se acercaba y que aquel hilo iba a
romperse. Fabián llegó junto al camarote y se detuvo.
¡Cómo debía palpitar su
corazón al escuchar aquellos tristes acentos! ¡Cómo
debía estremecerse su ser! ¡Imposible era que aquella voz
no despertase en él algún recuerdo! Pero, si ignoraba que
Drake estuviese a bordo, ¿cómo había podido
sospechar la presencia de Elena?
No; era imposible; sólo le atraían
aquellos tristes acentos que correspondían al inmenso dolor que
le embargaba.
Fabián continuaba escuchando.
¿Qué iba a hacer?
¿Llamaría a la loca? ¿Y si Elena
apareciese de improviso? Todo era posible y peligroso en aquella
situación y, sin embargo, Fabián se aproximó
más a la puerta. El canto, que languidecía poco a poco,
cesó de repente, oyéndose luego un grito desgarrador.
¿Sintió acaso Elena por una
comunicación magnética la proximidad de aquel a quien
amaba? La actitud de Fabián era espantosa; estaba abismado en
sí mismo. ¿Iba a derribar aquella puerta? Así lo
creí y me precipité hacia él. Me reconoció;
yo tiré de él, y se dejó arrastrar sin oponer
resistencia.
-¿Sabe usted quién es esa desgraciada?
-me preguntó luego con voz sorda.
-No, Fabián, no lo sé.
-Es la loca -dijo-. Pero esa locura no es incurable.
Un poco de amor curaría a esa pobre mujer.
-Vámonos, Fabián, vámonos -le
dije.
Llegamos sobre cubierta; Fabián se
separó de mí sin decir una palabra, pero no le
perdí de vista hasta que entró en su camarote.
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