Una ciudad flotante
Capítulo XXI
A las cuatro de la tarde se despejó el cielo,
que hasta entonces se había mantenido cubierto. El mar se
había calmado y el buque ya no arfaba. Parecía que
estábamos en tierra firme. La inmovilidad del Great
Eastern sugirió a los pasajeros la idea de organizar
carreras. El hipódromo de Epson no hubiera ofrecido mejor pista;
y por lo que hace a los caballos, a falta del Gladiator y de la
Touque debían reemplazarse por escoceses de pura sangre,
que bien valían tanto como aquéllos. No tardó en
circular la noticia y al punto los sportsmen y los demás
pasajeros abandonaron el salón y sus camarotes. Un
inglés, el honorable Mac Karty, fue nombrado comisario y los
corredores se presentaron sin tardanza. Estos eran seis marineros,
especie de centauros, a la vez caballos y jockeys, dispuestos
todos a disputar el gran premio del Great Eastern.
Las dos calles de cubierta formaban el campo de las
carreras. Los corredores debían dar tres veces la vuelta al
buque recorriendo así un trayecto de mil trescientos metros. Era
suficiente. Las tribunas, es decir, las toldillas y los puentecillos
fueron invadidos por una muchedumbre de curiosos, armados de gemelos y
algunos de gafas con guardapolvos de gasa verde sin duda para
preservarse del polvo del Atlántico. Faltaban los carruajes, es
verdad, pero no el espacio para hacerlos entrar en fila. Las
señoras, lujosamente ataviadas, ocupaban la toldilla de popa. El
golpe de vista era magnífico. Fabián, Corsican, Pitferge
y yo nos colocamos en la toldilla de proa. Aquel punto era el que
podía llamarse el recinto del peso. En él se hallaban
reunidos los verdaderos gentlemen riders. Delante de nosotros se
levantaba el poste de salida y de llegada. Empezaron las apuestas con
entusiasmo británico; se cruzáron enormes sumas tan
sólo al ver el aire, y apostura de los corredores cuyas proezas
no se hallaban aún insertadas en el studbook. Yo no pude
menos de mirar con cierta inquietud a Enrique Drake, mezclándose
en aquellos preparativos con su acostumbrada desenvoltura, discutiendo,
disputando, decidiendo en un tono que no admitía réplica.
Afortunadamente, aunque Fabián se había interesado en la
carrera apostando algunas libras, parecía indiferente a todo
aquel juego, pues mantenía alejado con la frente siempre
pensativa y la imaginación en otra parte.
Entre los corredores que se presentaron, dos
especialmente habían llamado la atención pública.
El uno era un escocés de Dundee, llamado Wilmore, hombrecillo
delgado, de corta estatura listo, de poco hueso, ancho pecho, mirada
viva y penetrante y parecía ser uno de los preferidos. El otro,
mocetón, bien plantado, llamado O'Kelly, y largo como un
caballo de carrera. Balanceaba a los ojos de los inteligentes, las
probabilidades que existían a favor de Wilmore.
Apostaron a su favor tres contra uno, y yo, por mi
parte, participando de la preocupación general, iba a arriesgar
en su favor algunos dólares, cuando el doctor me dijo:
-Apueste usted por el pequeño; el grande
está descalificado.
-¿Qué quiere usted decir?
-Quiero decir -replicó con seriedad el doctor-
que no es de pura raza. Podrá tener cierta ligereza inicial,
pero carece de resistencia. El pequeño, por el contrario, es de
raza; repare qué tieso es. Vea usted ése pecho tan bien
desarrollado, sin rigidez. Ese hombre ha debido ejercitarse más
de una vez, corriendo a la pata coja, es decir, saltando sucesivamente
sobre uno y otro pie, y produciendo lo menos doscientos movimientos por
minuto. Apueste usted por él, créame; no le
pesará.
Seguí el consejo de mi sabio doctor y
aposté por Wilmore. Los otros cuatro corredores no
merecían que se hablase de ellos. Se sortearon los puestos. La
suerte favoreció al irlandés, a quien tocó la
cuerda.
Los seis corredores se colocaron en línea a la
altura del poste. No había que temer falsas salidas, lo cual
simplificaba el trabajo del comisario.
Se dio la señal, que fue acogida con
entusiastas hurras. Los inteligentes reconocieron enseguida que Wilmore
y O'Kelly eran andarines de profesión. Sin ocuparse en sus
rivales, que les adelantaban sofocándose corrían con el
cuerpo un poco inclinado, erguida la cabeza, el antebrazo pegado al
esternón, y los puños adelantados, y acompañando
cada movimiento del pie, opuesto por un movimiento alternativo. Iban
descalzos; sus talones no tocaban nunca en el suelo, dejándoles
la necesaria elasticidad para conservar la fuerza adquirida.
En una palabra todos sus movimientos se relacionaban y
completaban. A la segunda vuelta O'Kelly y Wilmore, siempre en la
misma línea se habían adelantado mucho a sus adversarios,
que parecían echar los pulmones por la boca demostrando la
verdad de este axioma que repetía el doctor:
-No se corre con las piernas, sino con el pecho.
Buenos son los músculos; pero valen más los pulmones.
En la penúltima vuelta los gritos de los
espectadores saludaron de nuevo a sus respectivos favoritos. Por todas
partes estallaban los ¡bravos! y los aplausos.
-El pequeño ganará -me dijo Pitferge-.
Está tranquilo y el otro jadeante.
En efecto, Wilmore tenía el rostro
pálido pero tranquilo, mientras que O'Kelly humeaba como
paja mojada. Corría a fuerza del látigo, como se dice en
la jerga de los sportsmen pero ambos se sostenían en la
misma línea; por último, traspasaron las escotillas de la
máquina. Llegaron al poste de la arribada...
-¡Bravo por Wilmore! -gritaban unos.
-¡Bravo por O'Kelly! -decían
otros.
-Wilmore ha ganado.
-No, que hay empate.
La verdad era que Wilmore, había ganado, pero,
apenas por medio paso, y así lo decidió el honorable
Mac-Karty. Sin embargo, se prolongó la discusión y aun
pasaron a palabras mayores. Los partidarios del irlandés, y
especialmente Enrique Drake, sostenían que había dead
head, que la carrera era nula y debía empezarse de
nuevo.
Pero en aquel momento, cediendo a un involuntario
impulso, Fabián se había acercado a Enrique Drake,
diciéndole con frialdad:
-Se equivoca usted, señor; el vencedor es el
escocés.
Drake avanzó con viveza hacia
Fabián.
-¿Qué dice? -le preguntó con aire
amenazador.
-Digo que no tiene usted razón -replicó
con calma Fabián.
-Sin duda porqué habrá apostado a favor
de Wilmore.
-He jugado, como usted, a favor de O'Kelly
-replicó Fabián con el mismo aplomo-; he perdido y
pago.
-Señor mío -exclamó Drake-,
¿pretende usted acaso darme...?
Pero no acabó la frase. El capitán
Corsican se había interpuesto entre Fabián y él,
con la intención de tomar la cuestión por su cuenta.
Trató a Drake con una dureza y un desprecio
significativo; pero, por lo visto, Drake no quería
habérselas con él. Así fue que cuando acabó
de hablar Corsican, Drake se cruzó de brazos y, mirando a
Fabián, dijo con maligna sonrisa:
-Por lo visto, necesita usted amigos que le
defiendan.
Fabián, pálido de coraje, se
precipitó contra Drake, pero le detuve.
Por su parte, los compañeros de aquel
bribón se lo llevaron, no sin que antes hubiera dirigido a
Fabián una mirada rencorosa.
Corsican y yo bajamos con Fabián, que se
limitó a decir con voz tranquila:
-En la primera ocasión, abofetearé a ese
miserable.
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