Imagen que identifica al sitio Nombre del sitio Proponer un intercambio de vínculos
Línea divisoria
Página de inicio

Imagen de identificación de la sección


Una ciudad flotante
Editado
© Ariel Pérez
16 de febrero del 2002
Indicador Capítulo I
Indicador Capítulo II
Indicador Capítulo III
Indicador Capítulo IV
Indicador Capítulo V
Indicador Capítulo VI
Indicador Capítulo VII
Indicador Capítulo VIII
Indicador Capítulo IX
Indicador Capítulo X
Indicador Capítulo XI
Indicador Capítulo XII
Indicador Capítulo XIII
Indicador Capítulo XIV
Indicador Capítulo XV
Indicador Capítulo XVI
Indicador Capítulo XVII
Indicador Capítulo XVIII
Indicador Capítulo XIX
Indicador Capítulo XX
Indicador Capítulo XXI
Indicador Capítulo XXII
Indicador Capítulo XXIII
Indicador Capítulo XXIV
Indicador Capítulo XXV
Indicador Capítulo XXVI
Indicador Capítulo XXVII
Indicador Capítulo XXVIII
Indicador Capítulo XXIX
Indicador Capítulo XXX
Indicador Capítulo XXXI
Indicador Capítulo XXXII
Indicador Capítulo XXXIII
Indicador Capítulo XXXIV
Indicador Capítulo XXXV
Indicador Capítulo XXXVI
Indicador Capítulo XXXVII
Indicador Capítulo XXXVIII
Indicador Capítulo XXXIX

Una ciudad flotante
Capítulo IX

Fuerza es confesarlo; lo dicho por el doctor Dean Pitferge no era tranquilizador, y si los pasajeros la hubiesen oído, se habrían estremecido de seguro. Pero, ¿se burlaba o hablaba en serio? ¿Era cierto que seguía al Great Eastern en todas sus travesías para asistir a una catástrofe? Todo es posible tratándose de un extravagante, sobre todo si es inglés.

Pero el buque continuaba su ruta balanceándose como un bote y siguiendo sin desviarse la línea loxodrómica de los buques de vapor.

Ya se sabe que en una superficie plana el camino más corto de un punto a otro es la línea recta: en la esfera es la línea curva formada por la circunferencia de los círculos máximos.

Los buques de vapor, para abreviar su travesía tienen interés en seguir dicha curva, pero los de vela no pueden guardarla cuando tienen viento contrario. Unicamente los steamers, son dueños de seguir rigurosamente los círculos máximos, y esto fue lo que hizo el Great Eastern, remontando un poco hacia el Noroeste. Los balances continuaban. El horrible mareo, que es contagioso y epidémico, hacia rápidos progresos. Algunos pasajeros, pálidos, exangües, con las narices afiladas y las mejillas hundidas, permanecían aún sobre cubierta para respirar el aire libre. La mayor parte de ellos estaban furiosos contra el desdichado steam ship, que se portaba como una boya y contra la Sociedad de Fletadores, en cuyos prospectos decía que el "mareo era desconocido a bordo".

A las nueve de la mañana se divisó un objeto a tres millas a babor. ¿Era un cadáver, el esqueleto de una ballena o de un buque? No podía aún verse. Un grupo de pasajeros válidos, reunidos sobre la toldilla de proa observaban aquel bulto que flotaba a trescientas millas de la costa más inmediata.

El Great Eastern avanzaba hacia aquel objeto, sobre el cual asestaba todo el mundo sus anteojos. Los comentarios aumentaban; entre los americanos y los ingleses, para quienes todo pretexto de disputa es bueno; empezaban las apuestas. En medio de aquellos furibundos porfiadores, reparé en un hombre de elevada estatura cuya fisonomía me chocó, porque se observaban en ella signos inequívocos de la mayor doblez. Aquel individuo tenía estereotipado en todas sus facciones un sentimiento de odio, que no podía escapar ni a los fisonomistas ni a los fisiólogos; una arruga vertical y profunda partía de su frente; su mirada era audaz y a la vez penetrante, las cejas juntas, los hombros levantados, la cabeza alta; en fin, todos los indicios de una gran impudencia unida a la mayor truhanería. ¿Quién era aquel hombre? Lo ignoraba pero me fue antipático. Hablaba siempre en alta voz, y con un acento que parecía un insulto. Algunos acólitos dignos de él, celebraban sus chistes de mal gusto. Aquel personaje sostenía que lo que se veía era una ballena y apoyaba su opinión con apuestas considerables, que inmediatamente eran aceptadas.

Estas apuestas ascendían ya a algunos miles de dólares y las perdió al fin, pues aquel objeto era el casco de un buque. El steam ship se acercaba rápidamente a él, y ya se veía el sobre verdoso de su forro.

Era un brick desarbolado y tumbado sobre uno de sus costados. Debía desplazar quinientas o seiscientas toneladas. De sus obenques pendían trozos de cadena.

¿Había sido abandonado aquel buque por su tripulación? Tal era la cuestión, o como dicen los ingleses, la great attraction del momento.

No se veía a nadie sobre aquel casco. ¿Se habrían refugiado los náufragos en su interior? Con ayuda de mi anteojo, vi al cabo de un rato algo que se movía hacia la proa del buque; pero pronto conocí que era el resto de un foque que el viento agitaba.

A media milla de distancia todos los detalles de aquel casco fueron visibles. Era nuevo y estaba bien conservado. Su cargamento, que se había corrido a impulso del huracán, le obligaba a permanecer sobre la banda de estribor. Era indudable que aquel buque había tenido que sacrificar en un momento crítico su arboladura. El Great Eastern se aproximó a él y le dio la vuelta anunciando su presencia con innumerables silbidos que desgarraban el aire; pero el casco permanecía mudo e inanimado. En toda aquella extensión de mar hasta el horizonte no se veía nada; en los costados del buque náufrago no había ni una lancha.

La tripulación había tenido sin duda tiempo de salir; pero, ¿le fue posible llegar a tierra que estaba a trescientas millas de distancia? ¿Habrían podido resistir dos frágiles canoas el ímpetu de las olas, que tan horriblemente balanceaban al Great Eastern? ¿A qué fecha se remontaría aquella catástrofe? A juzgar por los tiempos reinantes, no había que buscar muy lejos, al Oeste, el teatro del naufragio ¿No hacía ya mucho tiempo que aquel casco derivaba a impulso de la corriente y del viento? Todas estas preguntas debían quedar sin respuesta.

Cuando el vapor pasó junto al buque náufrago, leí distintamente en su espejo de popa el nombre de Lérida pero no estaba indicada su matrícula. Por su forma por su airoso corte, por el aspecto particular de su estrave, los marineros aseguraron que era de construcción americana.

Un buque mercante, un barco de guerra no hubiera titubeado, en remolcar aquel casco, que sin duda encerraba un cargamento valioso.

Sabido es que en tales casos, las ordenanzas marítimas conceden al salvador del buque la tercera parte de su valor; pero el Great Eastern, encargado de un servicio regular, no podía remolcar aquellos restos durante millares de millas. Volver atrás para conducirle al puerto más cercano era igualmente imposible. Fue preciso, por lo tanto, abandonarlo, con gran disgusto de los marineros, y, al poco rato, aquel casco no fue más que un punto imperceptible que desapareció en el horizonte.

El grupo de pasajeros se dispersó, volviendo los unos al salón, otros a los camarotes. La bocina que dio al poco rato la señal del lunch no logró despertar a cuantos dormían o estaban abatidos por el marco.

Al mediodía el capitán Anderson dispuso que se colocasen las dos gavias y el trinquete, y el buque mejor apoyado. De esta manera balanceó menos. Los marineros trataron de orientar la cangreja arrollada a su verga con arreglo a un nuevo sistema; pero el sistema debía ser demasiado bueno, pues la vela no pudo aprovecharse en todo el viaje.

Línea divisoria

Ir al próximo capítuloIr al capítulo anterior

SubirSubir al tope de la página


© Viaje al centro del Verne desconocido. Sitio diseñado y mantenido por Ariel Pérez.
Compatible con Microsoft Internet Explorer y Netscape Navigator. Se ve mejor en 800 x 600.