Una ciudad flotante
Capítulo IX
Fuerza es confesarlo; lo dicho por el doctor Dean
Pitferge no era tranquilizador, y si los pasajeros la hubiesen
oído, se habrían estremecido de seguro. Pero, ¿se
burlaba o hablaba en serio? ¿Era cierto que seguía al
Great Eastern en todas sus travesías para asistir a una
catástrofe? Todo es posible tratándose de un
extravagante, sobre todo si es inglés.
Pero el buque continuaba su ruta balanceándose
como un bote y siguiendo sin desviarse la línea
loxodrómica de los buques de vapor.
Ya se sabe que en una superficie plana el camino
más corto de un punto a otro es la línea recta: en la
esfera es la línea curva formada por la circunferencia de los
círculos máximos.
Los buques de vapor, para abreviar su travesía
tienen interés en seguir dicha curva, pero los de vela no pueden
guardarla cuando tienen viento contrario. Unicamente los
steamers, son dueños de seguir rigurosamente los
círculos máximos, y esto fue lo que hizo el Great
Eastern, remontando un poco hacia el Noroeste. Los balances
continuaban. El horrible mareo, que es contagioso y epidémico,
hacia rápidos progresos. Algunos pasajeros, pálidos,
exangües, con las narices afiladas y las mejillas hundidas,
permanecían aún sobre cubierta para respirar el aire
libre. La mayor parte de ellos estaban furiosos contra el desdichado
steam ship, que se portaba como una boya y contra la Sociedad de
Fletadores, en cuyos prospectos decía que el "mareo era
desconocido a bordo".
A las nueve de la mañana se divisó un
objeto a tres millas a babor. ¿Era un cadáver, el
esqueleto de una ballena o de un buque? No podía aún
verse. Un grupo de pasajeros válidos, reunidos sobre la toldilla
de proa observaban aquel bulto que flotaba a trescientas millas de la
costa más inmediata.
El Great Eastern avanzaba hacia aquel objeto,
sobre el cual asestaba todo el mundo sus anteojos. Los comentarios
aumentaban; entre los americanos y los ingleses, para quienes todo
pretexto de disputa es bueno; empezaban las apuestas. En medio de
aquellos furibundos porfiadores, reparé en un hombre de elevada
estatura cuya fisonomía me chocó, porque se observaban en
ella signos inequívocos de la mayor doblez. Aquel individuo
tenía estereotipado en todas sus facciones un sentimiento de
odio, que no podía escapar ni a los fisonomistas ni a los
fisiólogos; una arruga vertical y profunda partía de su
frente; su mirada era audaz y a la vez penetrante, las cejas juntas,
los hombros levantados, la cabeza alta; en fin, todos los indicios de
una gran impudencia unida a la mayor truhanería.
¿Quién era aquel hombre? Lo ignoraba pero me fue
antipático. Hablaba siempre en alta voz, y con un acento que
parecía un insulto. Algunos acólitos dignos de él,
celebraban sus chistes de mal gusto. Aquel personaje sostenía
que lo que se veía era una ballena y apoyaba su opinión
con apuestas considerables, que inmediatamente eran aceptadas.
Estas apuestas ascendían ya a algunos miles de
dólares y las perdió al fin, pues aquel objeto era el
casco de un buque. El steam ship se acercaba rápidamente
a él, y ya se veía el sobre verdoso de su forro.
Era un brick desarbolado y tumbado sobre uno de
sus costados. Debía desplazar quinientas o seiscientas
toneladas. De sus obenques pendían trozos de cadena.
¿Había sido abandonado aquel buque por
su tripulación? Tal era la cuestión, o como dicen los
ingleses, la great attraction del momento.
No se veía a nadie sobre aquel casco.
¿Se habrían refugiado los náufragos en su
interior? Con ayuda de mi anteojo, vi al cabo de un rato algo que se
movía hacia la proa del buque; pero pronto conocí que era
el resto de un foque que el viento agitaba.
A media milla de distancia todos los detalles de aquel
casco fueron visibles. Era nuevo y estaba bien conservado. Su
cargamento, que se había corrido a impulso del huracán,
le obligaba a permanecer sobre la banda de estribor. Era indudable que
aquel buque había tenido que sacrificar en un momento
crítico su arboladura. El Great Eastern se
aproximó a él y le dio la vuelta anunciando su presencia
con innumerables silbidos que desgarraban el aire; pero el casco
permanecía mudo e inanimado. En toda aquella extensión de
mar hasta el horizonte no se veía nada; en los costados del
buque náufrago no había ni una lancha.
La tripulación había tenido sin duda
tiempo de salir; pero, ¿le fue posible llegar a tierra que
estaba a trescientas millas de distancia? ¿Habrían podido
resistir dos frágiles canoas el ímpetu de las olas, que
tan horriblemente balanceaban al Great Eastern? ¿A
qué fecha se remontaría aquella catástrofe? A
juzgar por los tiempos reinantes, no había que buscar muy lejos,
al Oeste, el teatro del naufragio ¿No hacía ya mucho
tiempo que aquel casco derivaba a impulso de la corriente y del viento?
Todas estas preguntas debían quedar sin respuesta.
Cuando el vapor pasó junto al buque
náufrago, leí distintamente en su espejo de popa el
nombre de Lérida pero no estaba indicada su matrícula.
Por su forma por su airoso corte, por el aspecto particular de su
estrave, los marineros aseguraron que era de construcción
americana.
Un buque mercante, un barco de guerra no hubiera
titubeado, en remolcar aquel casco, que sin duda encerraba un
cargamento valioso.
Sabido es que en tales casos, las ordenanzas
marítimas conceden al salvador del buque la tercera parte de su
valor; pero el Great Eastern, encargado de un servicio regular,
no podía remolcar aquellos restos durante millares de millas.
Volver atrás para conducirle al puerto más cercano era
igualmente imposible. Fue preciso, por lo tanto, abandonarlo, con gran
disgusto de los marineros, y, al poco rato, aquel casco no fue
más que un punto imperceptible que desapareció en el
horizonte.
El grupo de pasajeros se dispersó, volviendo
los unos al salón, otros a los camarotes. La bocina que dio al
poco rato la señal del lunch no logró despertar a
cuantos dormían o estaban abatidos por el marco.
Al mediodía el capitán Anderson dispuso
que se colocasen las dos gavias y el trinquete, y el buque mejor
apoyado. De esta manera balanceó menos. Los marineros trataron
de orientar la cangreja arrollada a su verga con arreglo a un nuevo
sistema; pero el sistema debía ser demasiado bueno, pues la vela
no pudo aprovecharse en todo el viaje.
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