Una ciudad flotante
Capítulo XXXIV
Al siguiente día, martes nueve de abril, a las
once, el Great Eastern levaba el ancla y se disponía a
entrar en el Hudson. El práctico maniobraba con seguridad
incomparable. Durante la noche la tempestad se había disipado;
los últimos nubarrones desaparecían en el lejano
horizonte. La mar se animaba bajo las evoluciones de una flotilla de
goletas que bordeaban la costa.
Era un pequeño buque de vapor que traía
la comisión sanitaria de Nueva York. Provisto de un
balancín que subía y bajaba sobre cubierta marchaba con
una rapidez extraordinaria y me daba una idea de aquellos
pequeños tenders americanos, construidos bajo un mismo
modelo, de los cuales unos veinte nos rodearon bien pronto.
No tardamos mucho en traspasar el Light Boat,
faro flotante que marca los pasos del Hudson. Costeamos la punta de
Sandy Hook, arenosa lengua de tierra que termina en un faro, y
desde la cual algunos curiosos nos saludaban con hurras.
A la una después de haber navegado a lo largo
de los muelles de Nueva York, el Great Eastern fondeaba en el
Hudson, y las áncoras enganchándose en los cables
telegráficos del río, estuvieron a punto de romperlos al
partir.
Entonces empezó el desembarque de todos
aquellos compañeros de viaje, de aquellos compatriotas, de una
travesía a quienes no debía volver a encontrar los
californianos, los del Sur, los mormones, los novios... Esperé a
Fabián y a Corsican.
Hube de referir al capitán Anderson los
incidentes del duelo que había ocurrido a bordo. Los
médicos hicieron su correspondiente informe y como no tuvo que
intervenir la justicia en la muerte de Drake se dieron las
órdenes oportunas para que se llenaran en tierra los
últimos deberes para con su cadáver.
En aquel momento, el estadístico Cokburn, que
en todo el viaje no me había hablado, me dijo:
-¿Sabe usted, amigo mío, cuántas
vueltas han dado las ruedas durante la travesía?
-No, señor.
-Cien mil setecientas veintitrés.
-¡Ah, de veras! ¿Y la hélice?
-Seiscientas ocho mil ciento treinta.
-Agradecidísimo, señor.
Y el estadístico Cokburn se marchó sin
saludarme.
En aquel instante se unieron conmigo Fabián y
Corsican; Fabián me estrechó con efusión la
mano.
-Elena -me dijo- curará. Ha recobrado por un
momento la razón. ¡Ah! ¡Dios es justo, y se la
devolverá por entero!
Hablando de esta suerte, Fabián confiaba en el
porvenir. En cuanto a Corsican me dio un fuerte abrazo sin ceremonias,
pero de una manera algo ruda.
-Hasta la vista -me gritó cuándo
tomó asiento en el tender donde se encontraban ya
Fabián y Elena en compañía de mistress
R..., la hermana del capitán Mac Elwin, que había acudido
a recibirle. El tender se alejó, llevándose aquel
primer grupo de pasajeros al desembarcadero de la Aduana.
Los miraba alejarse y al ver a Elena entre
Fabián y la hermana de éste, no dudé ya que los
cuidados, la adhesión y el amor lograsen devolver la
razón a aquella pobre alma extraviada por el dolor.
De pronto recibí un abrazo, me volví y
reconocí al doctor Pitferge.
-Y ahora -me dijo-, ¿qué va a hacer
usted?
-Puesto que el Great Eastern ha de permanecer
ciento noventa y dos horas en Nueva York, y debo volver a embarcarme en
él, tengo ciento noventa y dos horas que pasar en América
o lo que es igual, ocho días, que empleándolos bien
bastan para ver a Nueva York, el Hudson, el valle de Mohawk, el lago
Erie, el Niágara y todo ese país cantado por Cooper.
-¡Ah! ¿va usted al Niágara?
-exclamó Dean Pitferge-. A fe que me alegraría de volver
a verlo, y si mi proposición no le pareciese importuna...
El buen doctor me divertía con sus
extravagancias. Su proposición me interesaba pues en él
encontraba yo un guía muy instruido.
-¡Vengan esos cinco! -le dije.
Un cuarto de hora después, nos
encontrábamos en el tender, y a las tres de la tarde
después de haber remontado el Broadway, nos alojamos en
dos habitaciones del Fifth Avenue Hotel.
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