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Una ciudad flotante
Editado
© Ariel Pérez
16 de febrero del 2002
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Una ciudad flotante
Capítulo XXVIII

Al mediodía Drake no había enviado todavía sus padrinos a Fabián. Sin embargo, estos preliminares debieran haberse cumplido ya si Drake se hubiese decidido a pedir sobre la marcha una satisfacción por medio de las armas. ¿Aquel retraso podría infundirnos alguna esperanza? Yo sabía muy bien que los sajones entienden de otro modo que nosotros la cuestión de honor, y que el duelo ha desaparecido casi enteramente de las costumbres inglesas. Ya he dicho que no sólo la ley es severa para los duelistas, y que es imposible eludirla como sucede en Francia sino que hasta la opinión pública se ha declarado en contra de ellos. No obstante, aquella circunstancia era especial. El lance había sido buscado, deseado. El ofendido había provocado, por decirlo así, al ofensor, y todos mis razonamientos venían siempre a parar a que se había hecho inevitable este encuentro entre Fabián y Drake.

En aquellos momentos los paseantes invadieron la cubierta. Eran los fieles que salían del templo. Oficiales, marineros, pasajeros que regresaban a sus puestos o a sus camarotes.

A mediodía el cartel anunciaba:

Latitud: 40º 33' N.
Longitud: 66º 22' O.
Distancia: 214 millas.

El Great Eastern no se hallaba más que a trescientas cuarenta y ocho millas de la punta del Sandy Hook, lengua de tierra arenisca que forma la entrada de los fondeaderos de Nueva York. Pronto surcaría las aguas americanas.

Durante el almuerzo no vi a Fabián en su puesto de costumbre, pero Drake ocupaba el suyo.

Aunque bullicioso como siempre, aquel miserable me pareció que estaba inquieto. ¿Trataría de buscar en la bebida el olvido de sus remordimientos? No sé, pero lo cierto es que hacía frecuentes libaciones en unión de sus amigos habituales. Me miró varias veces de reojo, no osando o no queriendo mirar de frente a pesar de su procaz desfachatez. ¿Buscaba a Fabián entre los presentes? Lo ignoro. Me llamó la atención que se levantara bruscamente de la mesa antes de terminar la comida y al punto me levanté para observarle; pero se dirigió a su camarote, en el cual se encerró.

Subí a cubierta. El mar estaba tranquilo, puro el cielo; ni la menor nube, ni un poco de espuma. El doctor Pitferge me dio malas noticias del marinero herido. El estado del enfermo se agravaba, y, a pesar de las seguridades del médico, era difícil que se restableciera.

A las cuatro de la tarde, algunos minutos antes de la comida se señaló un buque a babor. El segundo me dijo que debía ser el City of Paris, de dos mil setecientas cincuenta toneladas, uno de los más hermosos steamers de la compañía Inman, pero se equivocaba pues cuando estuvo cerca el buque se vio que era el Saxonia de la Steam National Company. Por espacio de algunos instantes los dos buques navegaron a contrabordo, a menos de tres cables de distancia. La cubierta del Saxonia estaba llena de pasajeros que nos saludaron con un triple hurra.

A las cinco apareció otro buque en el horizonte, pero demasiado lejos para que pudiera conocerse su nacionalidad: debía ser el City of Paris. ¡Es un acontecimiento el encuentro de estos buques, de estos huéspedes del Atlántico, que se saludan al pasar! Se comprende, no obstante, que una nave no vea con indiferencia a otra pues el peligro común del elemento que desafían es un estrecho lazo que los une.

A las seis apareció un tercer vapor, el Philadelphia de la línea Inman, destinado al transporte de emigrantes de Liverpool a Nueva York. Decididamente recorríamos ya mares frecuentados y no podíamos estar lejos de tierra. Yo ardía en deseos de desembarcar.

También se aguardaba al Europa, vapor de ruedas de tres mil doscientas toneladas y mil ochocientos caballos de fuerza perteneciente a la compañía transatlántica, dedicado al servicio de pasajeros entre Havre y Nueva York, pero no se le vio. Sin duda habría remontado al Norte. A las siete y media anocheció. Por entre los últimos rayos del sol poniente apareció la luna permaneciendo algún tiempo como suspendida en el horizonte. Una lectura religiosa hecha por el capitán Anderson en el salón y acompañada de cánticos, se prolongó hasta las nueve de la noche.

Concluyó el día sin que Corsican y yo recibiéramos la visita de los padrinos de Enrique Drake.

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