Una ciudad flotante
Capítulo XVIII
Al amanecer del 3 de abril, el horizonte se presentaba
a la vista con ese matiz especial, que los ingleses llaman
blink. Era una reverberación blanquecina que indicaba
próximos hielos. En efecto, el Great Eastern navegaba
entonces por aquellas aguas donde flotaban los primeros témpanos
de hielo, desprendidos de los bancos que salen del estrecho de Davis.
Para evitar un choque con aquellas inmensas masas, se organizó
una vigilancia especial.
Soplaba una fuerte brisa del Oeste; jirones de nubes,
verdaderos andrajos de vapores, cubrían la superficie del mar; a
través de sus claros se distinguía el azul del cielo. Un
rumor sordo salía del fondo de las olas agitadas por los
vientos, y las gotas de agua pulverizadas se convertían en
espuma.
Ni Fabián, ni Corsican, ni Pitferge
habían subido aún a cubierta; me dirigí a proa
donde la proximidad de los costados del buque formaba un ángulo
muy resguardado, una especie de retiro en el que un ermitaño
hubiera podido vivir alejado del mundo. Me coloque en aquel
rincón, sentado en una claraboya y con los pies sobre una enorme
polea. El viento, que azotaba el estrave del buque, pasaba sobre mi
cabeza sin rozarla. El sitio era bueno para soñar; desde
allí abarcaban mis ojos toda la inmensidad del buque y
podía seguir sus largas líneas ligeramente encorvadas que
se elevaban hacia la popa. En primer término, un gaviero
encaramado a los obenques del trinquete se sostenía con una mano
y trabajaba con la otra con una destreza admirable. Más abajo se
paseaba un marinero de cuarto, yendo y viniendo de un lado a otro, con
las piernas abiertas y dirigiendo una mirada penetrante a través
de sus párpados arrugados a causa de la bruma. En segundo
término, divisaba en el puentecillo a un oficial que de espaldas
al viento y calado el capuchón, arrostraba las ráfagas
del viento. Del mar sólo se distinguía una línea
estrecha del horizonte trazada por detrás de los tambores. El
buque impulsado por sus potentes máquinas, cortaba las olas con
su agudo estrave y se estremecía como los costados de una
caldera cuyos fuegos se hallasen continuamente avivados. Algunos
torbellinos de vapor, arrancados por aquella brisa que los condensaba
con suma rapidez, se retorcían en las extremidades de los tubos
de escape. Pero el colosal buque de proa al viento, y sobre tres olas,
apenas sentía las agitaciones de aquel mar, sobre el cual un
transatlántico, menos indiferente a las ondulaciones, hubiera
sido traído y llevado como una pelota.
A las doce y media el cartel anunció 44º
53' latitud Norte, y 47º 6' longitud Oeste.
¡Sólo habíamos andado doscientas veinte y siete
millas en veinticuatro horas! Los novios debían maldecir
aquellas ruedas que no rodaban, aquella hélice cada vez
más lenta y aquel insuficiente vapor que no obraba conforme a
sus deseos.
A las tres de la tarde, el cielo, despejado por el
viento, resplandeció.
Las líneas del horizonte formadas de limpios
trazos, parecían ensancharse en torno del punto central que
ocupaba el Great Eastern.
Calmó la brisa pero el mar continuó
aún mucho tiempo levantando anchas olas de un color verde sucio,
y con bordes de espuma. Tan poco viento no correspondía a una
mar tan gruesa; aquellas ondulaciones eran desproporcionadas; el
Atlántico gruñía aún.
A las tres y treinta y cinco minutos se divisó
un buque a babor; era una fragata americana, la Illinois, que
llevaba rumbo a Inglaterra.
En aquel instante, el teniente H. me manifestó
que doblábamos la punta del banco de New Found Land,
nombre que dan los ingleses al de Terranova. En aquellas aguas es donde
se pescan esas inmensas cantidades de bacalao, cuya tercera parte
bastaría para alimentar a Inglaterra y América si se
desarrollaran todos sus huevos. Pasó el día sin novedad.
La cubierta estaba tan concurrida como de ordinario por los pasajeros.
Hasta entonces la casualidad no había puesto frente a frente a
Fabián con Enrique Drake, al cual, ni el capitán
Archibaldo ni yo, perdíamos de vista. Por la noche se
reunió en el salón la tertulia de costumbre, y se
repitieron los mismos ejercicios de lectura y canto que arrancaban los
mismos aplausos prodigados a los mismos aficionados. Se suscitó
una cuestión bastante viva entre un habitante del Norte y otro
de Tejas, que quería "«un emperador para los estados
del Sur". Afortunadamente aquella discusión política
que amenazaba degenerar en riña fue interrumpida por la llegada
de un telegrama imaginario dirigido al Ocean Time y concebido en
estos términos:
"El capitán Semmes, ministro de la Guerra,
ha hecho pagar al Sur las averías del Alabama".
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