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Una ciudad flotante
Editado
© Ariel Pérez
16 de febrero del 2002
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Una ciudad flotante
Capítulo XVIII

Al amanecer del 3 de abril, el horizonte se presentaba a la vista con ese matiz especial, que los ingleses llaman blink. Era una reverberación blanquecina que indicaba próximos hielos. En efecto, el Great Eastern navegaba entonces por aquellas aguas donde flotaban los primeros témpanos de hielo, desprendidos de los bancos que salen del estrecho de Davis. Para evitar un choque con aquellas inmensas masas, se organizó una vigilancia especial.

Soplaba una fuerte brisa del Oeste; jirones de nubes, verdaderos andrajos de vapores, cubrían la superficie del mar; a través de sus claros se distinguía el azul del cielo. Un rumor sordo salía del fondo de las olas agitadas por los vientos, y las gotas de agua pulverizadas se convertían en espuma.

Ni Fabián, ni Corsican, ni Pitferge habían subido aún a cubierta; me dirigí a proa donde la proximidad de los costados del buque formaba un ángulo muy resguardado, una especie de retiro en el que un ermitaño hubiera podido vivir alejado del mundo. Me coloque en aquel rincón, sentado en una claraboya y con los pies sobre una enorme polea. El viento, que azotaba el estrave del buque, pasaba sobre mi cabeza sin rozarla. El sitio era bueno para soñar; desde allí abarcaban mis ojos toda la inmensidad del buque y podía seguir sus largas líneas ligeramente encorvadas que se elevaban hacia la popa. En primer término, un gaviero encaramado a los obenques del trinquete se sostenía con una mano y trabajaba con la otra con una destreza admirable. Más abajo se paseaba un marinero de cuarto, yendo y viniendo de un lado a otro, con las piernas abiertas y dirigiendo una mirada penetrante a través de sus párpados arrugados a causa de la bruma. En segundo término, divisaba en el puentecillo a un oficial que de espaldas al viento y calado el capuchón, arrostraba las ráfagas del viento. Del mar sólo se distinguía una línea estrecha del horizonte trazada por detrás de los tambores. El buque impulsado por sus potentes máquinas, cortaba las olas con su agudo estrave y se estremecía como los costados de una caldera cuyos fuegos se hallasen continuamente avivados. Algunos torbellinos de vapor, arrancados por aquella brisa que los condensaba con suma rapidez, se retorcían en las extremidades de los tubos de escape. Pero el colosal buque de proa al viento, y sobre tres olas, apenas sentía las agitaciones de aquel mar, sobre el cual un transatlántico, menos indiferente a las ondulaciones, hubiera sido traído y llevado como una pelota.

A las doce y media el cartel anunció 44º 53' latitud Norte, y 47º 6' longitud Oeste. ¡Sólo habíamos andado doscientas veinte y siete millas en veinticuatro horas! Los novios debían maldecir aquellas ruedas que no rodaban, aquella hélice cada vez más lenta y aquel insuficiente vapor que no obraba conforme a sus deseos.

A las tres de la tarde, el cielo, despejado por el viento, resplandeció.

Las líneas del horizonte formadas de limpios trazos, parecían ensancharse en torno del punto central que ocupaba el Great Eastern.

Calmó la brisa pero el mar continuó aún mucho tiempo levantando anchas olas de un color verde sucio, y con bordes de espuma. Tan poco viento no correspondía a una mar tan gruesa; aquellas ondulaciones eran desproporcionadas; el Atlántico gruñía aún.

A las tres y treinta y cinco minutos se divisó un buque a babor; era una fragata americana, la Illinois, que llevaba rumbo a Inglaterra.

En aquel instante, el teniente H. me manifestó que doblábamos la punta del banco de New Found Land, nombre que dan los ingleses al de Terranova. En aquellas aguas es donde se pescan esas inmensas cantidades de bacalao, cuya tercera parte bastaría para alimentar a Inglaterra y América si se desarrollaran todos sus huevos. Pasó el día sin novedad. La cubierta estaba tan concurrida como de ordinario por los pasajeros. Hasta entonces la casualidad no había puesto frente a frente a Fabián con Enrique Drake, al cual, ni el capitán Archibaldo ni yo, perdíamos de vista. Por la noche se reunió en el salón la tertulia de costumbre, y se repitieron los mismos ejercicios de lectura y canto que arrancaban los mismos aplausos prodigados a los mismos aficionados. Se suscitó una cuestión bastante viva entre un habitante del Norte y otro de Tejas, que quería "«un emperador para los estados del Sur". Afortunadamente aquella discusión política que amenazaba degenerar en riña fue interrumpida por la llegada de un telegrama imaginario dirigido al Ocean Time y concebido en estos términos:

"El capitán Semmes, ministro de la Guerra, ha hecho pagar al Sur las averías del Alabama".

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