Una ciudad flotante
Capítulo XXXII
Pitferge se marchó y yo permanecí sobre
cubierta mirando cómo avanzaba la tempestad. Fabián
seguía aún en su camarote y Corsican estaba con
él. Fabián tomaba, sin duda, algunas disposiciones para
el caso de una desgracia. Entonces me acordé que él
tenía una hermana en Nueva York, y me estremecía al
pensar que tal vez tuviéramos que llevarle la noticia de la
muerte del hermano a quien lo esperaba. Yo hubiera querido ver a
Fabián, pero pensé que era mejor no estorbarle a
él ni a Corsican.
A las cuatro avistamos otra tierra frente a la costa
de Long Island. Era el islote de Fire Island, en cuyo
centro tiene un faro que alumbra dicha tierra. En aquel momento los
pasajeros invadieron las toldillas y puentes, mirando hacia la costa
que teníamos a unas seis millas de distancia al Norte, y
aguardando el instante, en que el práctico llegase y decidiera
la importante cuestión de la rifa. Los poseedores de los cuartos
de horas nocturnos habíamos perdido toda esperanza y los de los
cuartos de hora diurnos, excepto aquellos que se hallaban comprendidos
entro cuatro y seis de la mañana tampoco podrían confiar
ya en la suerte. Antes de la noche, el práctico llegaría
a bordo y en su presencia quedaría terminado el juego. Por lo
tanto, todo el interés se concentraba en las siete u ocho
personas, en quien la suerte había dado los próximos
cuartos de hora y estas se aprovechaban de la ocasión, para
vender, comprar y revender su número con verdadero
afán.
A las cuatro y dieciséis minutos se
avistó por estribor una goletilla que se dirigía hacia
nosotros. No cabía duda; era el práctico. No
tardaría en subir a bordo más de un cuarto de hora. La
competencia parecía hallarse pues, entre el segundo y tercer
cuarto de hora que median entre las cuatro y cinco de la tarde; las
demandas y ofertas volvieron a empezar. Después se cruzaron
apuestas insensatas sobre las cualidades personales del
práctico; como por ejemplo:
-Diez dólares a que el práctico es
casado.
-Veinte, a que es viudo.
-Cincuenta dólares a que tiene patillas
rubias.
-Sesenta dólares a que tiene una verruga en la
nariz.
-Ciento a que al saltar a bordo el primer pie que
pondrá sobre cubierta será el derecho.
-A que fuma.
-A que fuma en pipa.
-¡No! ¡sí! ¡no!
Y otras mil apuestas, tan absurdas como las
anteriores, pero que aceptaban algunos. La goletilla se acercaba.
Veíanse distintamente sus airosas formas, bastante marcadas por
la proa y sus curvas prolongadas que le daban el aspecto de un yate de
recreo. ¡Qué lindos son esos buques de cincuenta a sesenta
toneladas, admirablemente construidos para resistir los temporales y
sortear los embates de las olas! Al llegar aquélla a dos cables
del Great Eastern, se puso al pairo de pronto y echó un
bote al agua. El capitán Anderson mandó a parar y por
primera vez en quince días cesaron de funcionar las ruedas y la
hélice. Un hombre saltó de la goleta al bote que,
empujado por cuatro remeros, se dirigió al steam ship. Se
largó una escala de cuerda por el costado del coloso, al cual
atracó el cascarón de nuez del práctico, que
trepó ágilmente y saltó a cubierta. Le acogieron
los gritos de júbilo de los gananciosos y las exclamaciones de
los que perdían, y las apuestas y las rifas se resolvieron en
esta forma.
El práctico era casado.
No tenía verruga alguna.
Usaba bigotes rubios.
Y había saltado a cubierta con los pies
juntos.
Por último, eran las cuatro y treinta y seis
minutos en el momento en que ponía el pie sobre el Great
Eastern.
El poseedor del vigésimo tercio, cuarto de hora
ganaba el lote de noventa y seis dólares. Lo tenía
Corsican, que ni siquiera pensaba en ganancia semejante en aquellos
momentos. No tardó en aparecer sobre cubierta y cuando le
presentaron el dinero, dijo al capitán Anderson que
conservará aquella cantidad para entregarla a la viuda del joven
marinero a quien el golpe de mar había causado la muerte.
El comandante, sin decir una palabra, le dio un fuerte
apretón de manos. Un momento después un marinero se
acercó a Corsican, y después de saludarle con aire rudo,
le dijo:
-Señor, los compañeros me envían
por que es usted un hombre de muy buenos sentimientos, y todos le dan
las gracias en nombre del pobre Wilson, que no puede manifestarle su
agradecimiento por sí mismo.
Corsican, profundamente conmovido, estrechó la
mano del marinero.
El práctico era un hombrecillo que no
tenía aspecto de marino. Llevaba gorra de hule, pantalón
negro, un gabán pardo con forro encarnado y un paraguas. Desde
aquel momento él era el amo a bordo.
Al saltar sobre cubierta y antes de subir al puente,
había arrojado un gran paquete de periódicos, sobre los
cuales se precipitaron con cierta avidez los pasajeros. Eran noticias
de Europa y de América; era el lazo político y social que
se estrechaba entre el Great Eastern y ambos continentes.
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