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Una ciudad flotante
Editado
© Ariel Pérez
16 de febrero del 2002
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Una ciudad flotante
Capítulo XXVI

Las bombas, sin embargo, seguían achicando el lago formado en el interior del Great Eastern, parecido a un estanque en medio de una isla. Poderosa y rápidamente movidas por el vapor, restituían al Atlántico lo que le pertenecía. La lluvia había cesado; el viento refrescaba de nuevo; el cielo, barrido por la tempestad, estaba despejado.

Entrada la noche, seguí paseando sobre cubierta. Por las escotillas de las cámaras salía el resplandor de su brillante iluminación. Por la popa y hasta donde podía alcanzar la vista se proyectaba un remolino fosforescente, irregularmente rayado por las brillantes crestas de las olas. Las estrellas, reflejadas en aquellas capas blanquecinas, aparecían y desaparecían en medio de nubes empujadas por fuerte brisa. Por la popa rugía el fragor de las ruedas, y bajo mis pies percibía el ruido de las cadenas del timón.

Llegado al gran salón, me sorprendí al ver una compacta. muchedumbre de espectadores, que aplaudían frenéticamente. A pesar de los malos ratos de aquel día el entretenimiento de costumbre desplegaba las sorpresas de su programa. Del marinero herido, moribundo, no hablaba ya nadie.

Los pasajeros acogían con satisfacción marcada la presentación de una compañía de minstrels en las tablas del Great Eastern. Esos minstrels son cantores ambulantes, negros o ennegrecidos, según su origen que recorren las poblaciones inglesas dando conciertos grotescos. Pero esta vez nuestros cantores eran marineros o camareros del buque pintados de negro. Llevaban trajes de deshecho, adornados con botones de galleta; anteojos formados de dos botellas unidas, y rabeles hechos con cuerdas y vejigas. Aquellos truhanes, muy listos por cierto, cantaban canciones burlescas e improvisaban discursos llenos de retruécanos y juegos de palabras. Les aplaudían a rabiar, y ellos redoblaban sus gesticulaciones y sus gestos. Para terminar, un bailarín, ágil cómo un mono, ejecutó un paso inglés que arrebató a los concurrentes.

Pero, por interesante que fuese el programa de los minstrels, no había divertido a todos los pasajeros. Una gran parte de ellos estaban en el salón de proa apiñándose alrededor de las mesas. Allí se jugaba en gran escala; los que ganaban defendían las ganancias obtenidas en la travesía; los que perdían y a quienes el tiempo apremiaba trataban de recuperar sus pérdidas, tentando la suerte, con golpes atrevidos. Un tumultuoso ruido salía de aquel salón. Se oía la voz del banquero anunciando las jugadas, las imprecaciones de los que perdían, el sonido del oro, el roce de los billetes. Luego reinaba un profundo silencio; pero cuando se conocía el resultado de alguna jugada atrevida redoblaban las exclamaciones.

Yo me trataba muy poco con los concurrentes de la smoking room. Tengo horror al juego, pues me parece un placer grosero y con frecuencia malsano. El hombre atacado de esta enfermedad adolece necesariamente de muchas otras. Es un vicio que nunca va solo. La sociedad de los jugadores, mezclada siempre con otras sociedades, no me agrada. Allí dominaba Drake rodeado de sus satélites, es decir, de los aventureros que iban a probar fortuna en América.

Yo procuraba evitar el contacto de aquella gente bulliciosa, pero aquella noche pasaba por delante del salón sin entrar, cuando oí una violenta explosión de gritos e injurias que me detuvo. Me puse a escuchar, y después de un momento de silencio, creí oír, con gran asombro mío, la voz de Fabián. ¿Qué haría allí? ¿Iba acaso a buscar a su mayor enemigo? ¿Estaría a punto de estallar la tan evitada catástrofe?

Empujé la puerta con violencia. El tumulto estaba en su apogeo. Entre los jugadores distinguí a Fabián. Estaba en pie frente a Drake, que también estaba en pie como él. Me precipité hacia Fabián. Sin duda Drake acababa de insultarle con insolencia y grosería pues Fabián levantó la mano, y si no cruzó la cara de su adversario fue porque Corsican, apareciendo de pronto, lo detuvo con un rápido ademán.

Pero Fabián, dirigiéndose a su enemigo, le dijo con tono sarcástico:

-¿Da usted por recibida esta bofetada?

-Sí -respondió Drake-. ¡Aquí está mi tarjeta!

La fatalidad, a pesar nuestro, colocó a aquellos dos mortales enemigos frente a frente. Ya era tarde para separarlos. El capitán Corsican me miró y yo creí sorprender en sus ojos más emoción que tristeza.

Fabián había recogido la tarjeta que Drake arrojara sobre la mesa. La tenía con la punta de los dedos como un objeto que no se sabe por donde tomarlo. Corsican estaba pálido. Mi corazón palpitaba con violencia. ¡Aquella tarjeta! Fabián la miró por fin. Leyó el nombre escrito en ella y lanzó una especie de rugido.

-¡Enrique Drake! -exclamó-. ¡Es usted! ¡usted! ¡usted!

-¡El mismo, capitán Mac Elwin! -respondió tranquilamente el rival de Fabián.

No cabía engaño. Si hasta entonces Fabián había ignorado el nombre de Drake, éste, se hallaba muy bien informado de la presencia de Fabián en el Great Eastern.

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