Una ciudad flotante
Capítulo XXVI
Las bombas, sin embargo, seguían achicando el
lago formado en el interior del Great Eastern, parecido a un
estanque en medio de una isla. Poderosa y rápidamente movidas
por el vapor, restituían al Atlántico lo que le
pertenecía. La lluvia había cesado; el viento refrescaba
de nuevo; el cielo, barrido por la tempestad, estaba despejado.
Entrada la noche, seguí paseando sobre
cubierta. Por las escotillas de las cámaras salía el
resplandor de su brillante iluminación. Por la popa y hasta
donde podía alcanzar la vista se proyectaba un remolino
fosforescente, irregularmente rayado por las brillantes crestas de las
olas. Las estrellas, reflejadas en aquellas capas blanquecinas,
aparecían y desaparecían en medio de nubes empujadas por
fuerte brisa. Por la popa rugía el fragor de las ruedas, y bajo
mis pies percibía el ruido de las cadenas del timón.
Llegado al gran salón, me sorprendí al
ver una compacta. muchedumbre de espectadores, que aplaudían
frenéticamente. A pesar de los malos ratos de aquel día
el entretenimiento de costumbre desplegaba las sorpresas de su
programa. Del marinero herido, moribundo, no hablaba ya nadie.
Los pasajeros acogían con satisfacción
marcada la presentación de una compañía de
minstrels en las tablas del Great Eastern. Esos
minstrels son cantores ambulantes, negros o ennegrecidos,
según su origen que recorren las poblaciones inglesas dando
conciertos grotescos. Pero esta vez nuestros cantores eran marineros o
camareros del buque pintados de negro. Llevaban trajes de deshecho,
adornados con botones de galleta; anteojos formados de dos botellas
unidas, y rabeles hechos con cuerdas y vejigas. Aquellos truhanes, muy
listos por cierto, cantaban canciones burlescas e improvisaban
discursos llenos de retruécanos y juegos de palabras. Les
aplaudían a rabiar, y ellos redoblaban sus gesticulaciones y sus
gestos. Para terminar, un bailarín, ágil cómo un
mono, ejecutó un paso inglés que arrebató a los
concurrentes.
Pero, por interesante que fuese el programa de los
minstrels, no había divertido a todos los pasajeros. Una
gran parte de ellos estaban en el salón de proa
apiñándose alrededor de las mesas. Allí se jugaba
en gran escala; los que ganaban defendían las ganancias
obtenidas en la travesía; los que perdían y a quienes el
tiempo apremiaba trataban de recuperar sus pérdidas, tentando la
suerte, con golpes atrevidos. Un tumultuoso ruido salía de aquel
salón. Se oía la voz del banquero anunciando las jugadas,
las imprecaciones de los que perdían, el sonido del oro, el roce
de los billetes. Luego reinaba un profundo silencio; pero cuando se
conocía el resultado de alguna jugada atrevida redoblaban las
exclamaciones.
Yo me trataba muy poco con los concurrentes de la
smoking room. Tengo horror al juego, pues me parece un placer
grosero y con frecuencia malsano. El hombre atacado de esta enfermedad
adolece necesariamente de muchas otras. Es un vicio que nunca va solo.
La sociedad de los jugadores, mezclada siempre con otras sociedades, no
me agrada. Allí dominaba Drake rodeado de sus satélites,
es decir, de los aventureros que iban a probar fortuna en
América.
Yo procuraba evitar el contacto de aquella gente
bulliciosa, pero aquella noche pasaba por delante del salón sin
entrar, cuando oí una violenta explosión de gritos e
injurias que me detuvo. Me puse a escuchar, y después de un
momento de silencio, creí oír, con gran asombro
mío, la voz de Fabián. ¿Qué haría
allí? ¿Iba acaso a buscar a su mayor enemigo?
¿Estaría a punto de estallar la tan evitada
catástrofe?
Empujé la puerta con violencia. El tumulto
estaba en su apogeo. Entre los jugadores distinguí a
Fabián. Estaba en pie frente a Drake, que también estaba
en pie como él. Me precipité hacia Fabián. Sin
duda Drake acababa de insultarle con insolencia y grosería pues
Fabián levantó la mano, y si no cruzó la cara de
su adversario fue porque Corsican, apareciendo de pronto, lo detuvo con
un rápido ademán.
Pero Fabián, dirigiéndose a su enemigo,
le dijo con tono sarcástico:
-¿Da usted por recibida esta bofetada?
-Sí -respondió Drake-.
¡Aquí está mi tarjeta!
La fatalidad, a pesar nuestro, colocó a
aquellos dos mortales enemigos frente a frente. Ya era tarde para
separarlos. El capitán Corsican me miró y yo creí
sorprender en sus ojos más emoción que tristeza.
Fabián había recogido la tarjeta que
Drake arrojara sobre la mesa. La tenía con la punta de los dedos
como un objeto que no se sabe por donde tomarlo. Corsican estaba
pálido. Mi corazón palpitaba con violencia.
¡Aquella tarjeta! Fabián la miró por fin.
Leyó el nombre escrito en ella y lanzó una especie de
rugido.
-¡Enrique Drake! -exclamó-. ¡Es
usted! ¡usted! ¡usted!
-¡El mismo, capitán Mac Elwin!
-respondió tranquilamente el rival de Fabián.
No cabía engaño. Si hasta entonces
Fabián había ignorado el nombre de Drake, éste, se
hallaba muy bien informado de la presencia de Fabián en el
Great Eastern.
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