Una ciudad flotante
Capítulo XIII
El día siguiente, 31 de marzo, era domingo,
¿Cómo se pasaría el día a bordo?
Sería el domingo inglés o americano, que cierra los
laps y los bars, durante la hora de los oficios; que
detiene el cuchillo del carnicero sobre el cuello de su víctima;
que paraliza la pala del panadero en la boca del horno; que suspende
los negocios; que extingue el fuego de las fraguas, y condensa el humo
de las fábricas; que cierra las tiendas, abre las iglesias y
detiene el movimiento de los trenes de ferrocarril, al contrario de lo
que sucede en Francia? Sí, debía ser así, poco
más o menos.
De momento, observando la fiesta dominical y aunque el
tiempo era magnífico y el viento favorable el capitán no
mandó desplegar las velas, con lo cual se habrían
adelantado algunos nudos; pero hubiera sido impropio. Yo me consideraba
dichoso con que se permitiese a las ruedas y a la hélice operar
sus revoluciones cotidianas, y cuando pregunté a un terrible
puritano de a bordo la razón de aquella tolerancia me
respondió con gravedad:
-Señor, es necesario respetar lo que viene
directamente de Dios. El viento está en su mano. El vapor en la
de los hombres.
Me di por satisfecho con aquella razón, y
observé lo que pasaba a bordo.
La tripulación se había vestido de gala
y con suma limpieza. Los oficiales y maquinistas llevaban sus mejores
uniformes con botones dorados; los zapatos relucían con un
brillo británico, competían con la intensa
radiación de los sombreros de hule. Toda aquella gente
parecía calzada y cubierta de estrellas. El capitán y su
segundo daban el ejemplo, y muy puestos de guantes nuevos, abotonados
militarmente, lucientes y perfumados, se paseaban por la toldilla
esperando la hora del oficio.
El mar estaba hermoso y resplandecía bajo los
primeros rayos de la primavera. Ni una vela se divisaba. El Great
Eastern, ocupaba sólo el centro matemático de aquel
inmenso horizonte. A las diez, la campana de a bordo empezó a
tañer lentamente y con intervalos regulares.
La tocaba un timonel vestido de gala arrancando a
aquella campana una especie de sonoridad religiosa muy diferente de los
ruidos metálicos con que acompaña a los silbidos de las
calderas cuando el steam ship navega en medio de las brumas.
Tentado estaba uno de buscar con la vista el campanario del pueblo
llamándonos a misa.
Numerosos grupos aparecieron en aquel momento a la
puerta de los salones de proa y de popa. Hombres, mujeres y
niños, todos iban cuidadosamente vestidos como hacía al
caso. Pronto se llenaron las anchas calles de la cubierta; los
paseantes se saludaban ceremoniosamente. Cada cual tenía en la
mano su libro de oraciones, y todos esperaban que el último
toque anunciase el principio de los oficios. A los pocos instantes
pasó un camarero con una porción de biblias amontonadas
en la bandeja en que solían servirse los sandwiches, y
que fue colocando en los bancos de la capilla.
Era éste el comedor principal formado por la
cámara de popa, el cual se parecía exteriormente, por su
longitud y regularidad al palacio del Ministerio de Hacienda de la
calle de Rívoli. Entré. La concurrencia de fieles era
numerosa. Un profundo silencio reinaba allí. Los oficiantes
ocupaban el testero del templo. En medio de ellos, el capitán
Anderson parecía un pastor protestante. El doctor Dean Pitferge
estaba a mi lado, paseando sus ojuelos por aquella asamblea. Sin duda
se hallaba allí más bien por curiosidad que por
devoción.
A las diez y media se levantó el capitán
y empezó el oficio. Leyó en inglés un
capítulo del Antiguo Testamento, el décimo del Exodo.
Después de cada versículo los asistentes
murmuraban el que seguía. Se oía perfectamente el soprano
agudo de los niños, y el mezzo soprano de las mujeres dominando
sobre el barítono de los hombres. Aquel diálogo
bíblico duró cerca de media hora. Tan sencilla como digna
ceremonia se celebraba con una gravedad perfectamente puritana y el
capitán Anderson, el amo después de Dios, haciendo a
bordo las veces de ministro del altar en medio de aquel inmenso
océano, y hablando a aquella multitud, suspendida sobre un
abismo, tenía derecho a que lo respetaran hasta los más
indiferentes. Si el oficio se hubiera limitado a aquella lectura
hubiera estado bien; pero al capitán sucedió un orador
que no podía dejar de expresarse con pasión y violencia
allí donde debían reinar la tolerancia y el
recogimiento.
Era el reverendo de quien ya he hablado. Aquel
hombrecillo inquieto, intrigante yankee, uno de esos ministros
de gran influencia en los estados de Nueva Inglaterra. Llevaba
embotellado su sermón, y aunque la ocasión no era
propicia quiso aprovecharla. ¿El amable York no hubiera hecho
otro tanto? Yo miraba al doctor Pitferge, pero éste no
pestañeaba y parecía dispuesto a arrostrar el fuego del
predicador.
Este se abrochó gravemente su levita negra.
Puso en la mesa su birrete de seda. Sacó su pañuelo, lo
llevó a sus labios, y envolviendo al auditorio en una mirada
circular dijo:
-Al principio, Dios creó la América en
seis días, y el séptimo descansó.
No pude contenerme y gané la puerta.
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