Imagen que identifica al sitio Nombre del sitio Proponer un intercambio de vínculos
Línea divisoria
Página de inicio

Imagen de identificación de la sección


Una ciudad flotante
Editado
© Ariel Pérez
16 de febrero del 2002
Indicador Capítulo I
Indicador Capítulo II
Indicador Capítulo III
Indicador Capítulo IV
Indicador Capítulo V
Indicador Capítulo VI
Indicador Capítulo VII
Indicador Capítulo VIII
Indicador Capítulo IX
Indicador Capítulo X
Indicador Capítulo XI
Indicador Capítulo XII
Indicador Capítulo XIII
Indicador Capítulo XIV
Indicador Capítulo XV
Indicador Capítulo XVI
Indicador Capítulo XVII
Indicador Capítulo XVIII
Indicador Capítulo XIX
Indicador Capítulo XX
Indicador Capítulo XXI
Indicador Capítulo XXII
Indicador Capítulo XXIII
Indicador Capítulo XXIV
Indicador Capítulo XXV
Indicador Capítulo XXVI
Indicador Capítulo XXVII
Indicador Capítulo XXVIII
Indicador Capítulo XXIX
Indicador Capítulo XXX
Indicador Capítulo XXXI
Indicador Capítulo XXXII
Indicador Capítulo XXXIII
Indicador Capítulo XXXIV
Indicador Capítulo XXXV
Indicador Capítulo XXXVI
Indicador Capítulo XXXVII
Indicador Capítulo XXXVIII
Indicador Capítulo XXXIX

Una ciudad flotante
Capítulo XXVII

Al siguiente día, corrí en busca del capitán Corsican, y lo encontré en el gran salón. Había pasado la noche junto a Fabián, el cual se hallaba todavía dominado por la emoción terrible que había producido en él el nombre del marido de Elena. ¿Le había hecho presentir una secreta intuición que Drake no estaba solo a bordo? ¿La presencia de aquel hombre le revelaba la de Elena? ¿Había adivinado, por último, que aquella pobre loca era la misma joven a quien amaba hacia tantos años? Corsican no pudo decírmelo, pues Fabián no había pronunciado una palabra en toda la noche.

Corsican sentía hacia Fabián una especie de pasión fraternal. Aquella intrépida naturaleza le había seducido irresistiblemente.

-He intervenido demasiado tarde -me dijo-. Yo debí haber abofeteado a ese miserable mucho antes de que Fabián le levantara la mano.

-Inútil violencia -le dije-. Drake no le hubiera seguido al terreno donde quería usted llevarlo. Era a Fabián a quien él buscaba; la catástrofe no se hubiera podido evitar.

-Tiene usted razón -me dijo-. Ese truhán ha logrado lo que quería. Conocía a Fabián, conocía todo su amor. Elena le habrá revelado tal vez, en medio de su delirio, sus secretos pensamientos, o quizá se los hiciera saber lealmente antes de casarse. Impulsado por sus malos instintos, encontrándose en contacto con Fabián, ha buscado esa querella reservándose el papel de ofendido. Ese canalla debe ser un duelista temible.

-Sí -le respondí-, cuenta tres o cuatro desdichados lances de ese género.

-Querido señor -me respondió Corsican-, no es el duelo lo que yo temo. El capitán Mac Elwin es de aquellos que no retroceden ante ningún peligro; pero, lo que me da miedo, son las consecuencias. Si Fabián mata a ese hombre, por vil que sea, abrirá un abismo entre él y Elena. Y, sin embargo, sabe Dios si, en el estado en que se halla esta desgraciada mujer tendría necesidad de un apoyo como el de Fabián.

-Pero -repuse-, a pesar de todo lo que pueda resultar, lo que debemos desear en obsequio de Elena y de Fabián, es que Drake sucumba.

La justicia está de nuestra parte.

-Cierto, pero hay que temerlo todo, y estoy desesperado por no haber podido, aun a costa de mi vida evitar este encuentro.

-Capitán -le respondí, tomándole la mano-, todavía no se han presentado los padrinos de Drake. Aun cuando todas las circunstancias le den a usted la razón, no debemos desesperar.

-¿Se le ocurre algún medio de evitar este lance?

-Hasta ahora ninguno, pero, si ha de efectuarse este duelo, no puede a mi modo de ver, verificarse sino en América y antes que hayamos llegado allá, el azar, que ha creado esta situación, puede tal vez librarnos de ella.

Corsican meneó la cabeza como hombre que no admite la eficacia de la casualidad en las cosas humanas. En aquel momento Fabián subió la escalera que conduce a la cubierta. Sólo le vi un instante. La palidez de su rostro me impresionó. Daba pena el mirarle. Nosotros le seguimos. El iba divagando sin dirección fija evocando aquella pobre alma casi escapada de su mortal vestidura y tratando de evitarnos.

Pero, de repente, se acercó a nosotros y nos dijo:

-¿Era ella? ¿la loca? ¿Es verdad que era Elena? ¡Pobre, Elena!

Dudaba aún, y se marchó sin aguardar una respuesta que no hubiéramos tenido valor para darle.

Ir al próximo capítuloIr al capítulo anterior

SubirSubir al tope de la página


© Viaje al centro del Verne desconocido. Sitio diseñado y mantenido por Ariel Pérez.
Compatible con Microsoft Internet Explorer y Netscape Navigator. Se ve mejor en 800 x 600.