Una ciudad flotante
Capítulo XXVII
Al siguiente día, corrí en busca del
capitán Corsican, y lo encontré en el gran salón.
Había pasado la noche junto a Fabián, el cual se hallaba
todavía dominado por la emoción terrible que había
producido en él el nombre del marido de Elena. ¿Le
había hecho presentir una secreta intuición que Drake no
estaba solo a bordo? ¿La presencia de aquel hombre le revelaba
la de Elena? ¿Había adivinado, por último, que
aquella pobre loca era la misma joven a quien amaba hacia tantos
años? Corsican no pudo decírmelo, pues Fabián no
había pronunciado una palabra en toda la noche.
Corsican sentía hacia Fabián una especie
de pasión fraternal. Aquella intrépida naturaleza le
había seducido irresistiblemente.
-He intervenido demasiado tarde -me dijo-. Yo
debí haber abofeteado a ese miserable mucho antes de que
Fabián le levantara la mano.
-Inútil violencia -le dije-. Drake no le
hubiera seguido al terreno donde quería usted llevarlo. Era a
Fabián a quien él buscaba; la catástrofe no se
hubiera podido evitar.
-Tiene usted razón -me dijo-. Ese truhán
ha logrado lo que quería. Conocía a Fabián,
conocía todo su amor. Elena le habrá revelado tal vez, en
medio de su delirio, sus secretos pensamientos, o quizá se los
hiciera saber lealmente antes de casarse. Impulsado por sus malos
instintos, encontrándose en contacto con Fabián, ha
buscado esa querella reservándose el papel de ofendido. Ese
canalla debe ser un duelista temible.
-Sí -le respondí-, cuenta tres o cuatro
desdichados lances de ese género.
-Querido señor -me respondió Corsican-,
no es el duelo lo que yo temo. El capitán Mac Elwin es de
aquellos que no retroceden ante ningún peligro; pero, lo que me
da miedo, son las consecuencias. Si Fabián mata a ese hombre,
por vil que sea, abrirá un abismo entre él y Elena. Y,
sin embargo, sabe Dios si, en el estado en que se halla esta
desgraciada mujer tendría necesidad de un apoyo como el de
Fabián.
-Pero -repuse-, a pesar de todo lo que pueda resultar,
lo que debemos desear en obsequio de Elena y de Fabián, es que
Drake sucumba.
La justicia está de nuestra parte.
-Cierto, pero hay que temerlo todo, y estoy
desesperado por no haber podido, aun a costa de mi vida evitar este
encuentro.
-Capitán -le respondí, tomándole
la mano-, todavía no se han presentado los padrinos de Drake.
Aun cuando todas las circunstancias le den a usted la razón, no
debemos desesperar.
-¿Se le ocurre algún medio de evitar
este lance?
-Hasta ahora ninguno, pero, si ha de efectuarse este
duelo, no puede a mi modo de ver, verificarse sino en América y
antes que hayamos llegado allá, el azar, que ha creado esta
situación, puede tal vez librarnos de ella.
Corsican meneó la cabeza como hombre que no
admite la eficacia de la casualidad en las cosas humanas. En aquel
momento Fabián subió la escalera que conduce a la
cubierta. Sólo le vi un instante. La palidez de su rostro me
impresionó. Daba pena el mirarle. Nosotros le seguimos. El iba
divagando sin dirección fija evocando aquella pobre alma casi
escapada de su mortal vestidura y tratando de evitarnos.
Pero, de repente, se acercó a nosotros y nos
dijo:
-¿Era ella? ¿la loca? ¿Es verdad
que era Elena? ¡Pobre, Elena!
Dudaba aún, y se marchó sin aguardar una
respuesta que no hubiéramos tenido valor para darle.
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