Una ciudad flotante
Capítulo XXIII
Algunos instantes después encontré al
capitán Corsican; le referí la escena que acababa de
presenciar y él comprendió, como yo, que la
situación se complicaba. ¿Podíamos evitar el
peligro? ¡Ah! ¡cuánto hubiera dado por acelerar, la
marcha del Great Eastern, e interponer un océano entre
Drake y Fabián.
Al separarnos Corsican y yo convinimos en vigilar con
más asiduidad que nunca a los actores de aquel drama, cuyo
desenlace podía estallar de un momento a otro a pesar
nuestro.
Aquel día se aguardaba el Australasian,
paquebote de la compañía Cunard, de dos mil setecientas
sesenta toneladas, de la línea de Liverpool a Nueva York.
Debía haber salido de América el miércoles y no
podía tardar en aparecer.
Hacia las once los pasajeros ingleses organizaron una
suscripción a favor de los heridos de a bordo, algunos de los
cuales no habían aún salido de la enfermería y
entre ellos, el contramaestre, amenazado de una cojera incurable. La
lista se llenó de firmas, pero no sin que hubieran surgido
ciertas dificultades de detalle que acabaron con un cambio de palabras
gruesa.
A las doce, el sol permitió hacer esta
observación:
Longitud: 58º 37' O.
Latitud: 41º 41', 11''N.
Distancia: 257 millas.
Sabíamos la latitud hasta por segundos. Los dos
novios que acudieron a consultar el cartel hicieron un gesto de
impaciencia; estaba visto que tenían motivo para quejarse del
vapor.
Antes de almorzar, el capitán Anderson, quiso
distraer a sus pasajeros del fastidio de tan larga travesía y
organizó ejercicios gimnásticos que él mismo
dirigía. Unos cincuenta hombres, armados, como él, de un
palo, imitaban todos sus movimientos, con exactitud de monos. Aquellos
gimnastas improvisados trabajaban metódicamente sin desplegar
los labios, como milicianos en una parada.
Se anunció un nuevo entretenimiento para la
velada al que no asistí.
Aquellos pasatiempos, que siempre eran los mismos, me
aburrían. Se había fundado otro periódico rival
del Ocean Time, pero aquella noche se fusionaron las dos
publicaciones.
Pasé las primeras horas de la noche sobre
cubierta. El mar se agitaba y anunciaba mal tiempo, aunque el cielo se
mostraba todavía sereno. Los balances se hacían cada vez
más pronunciados. Recostado en uno de los bancos de la cubierta
admiraba aquellas constelaciones que esmaltaban el firmamento. Las
estrellas hormigueaban en el cenit, y aun cuando la vista no
podía distinguir más que cinco mil en toda la esfera
celeste, me parecía que aquella noche las había a
millones.
Contemplaba cómo se arrastraba por el horizonte
la cola del Pegaso con toda su magnificencia zodiacal, semejante al
manto estrellado de una reina de hadas. Las Pléyades se elevaban
en las alturas del cielo, al propio tiempo que los gemelos, que a pesar
de su nombre, no salen juntos, como los héroes de la
fábula. El Toro parecía que con sus ojos chispeantes se
fijaba en mí. En la misma cúspide de la bóveda
celeste resplandecía Wega, alrededor de la estrella polar, y no
muy lejos de ella esa corriente diamantina que forma la corona
boreal.
Todas estas inmóviles constelaciones
parecían, no obstante, moverse a cada balance del buque y en las
oscilaciones, trazaba el palo mayor un semicírculo perfecto,
delineado desde la B de la Osa mayor hasta la estrella Altair del
Aguila en tanto que la luna, ya baja, sumergía en el horizonte
el extremo de su disco.
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