Una ciudad flotante
Capítulo XXIX
El día siguiente, ocho de abril, fue
hermosísimo. El Sol se presentó radiante. Sobre cubierta
encontré al doctor Pitferge, que se bañaba en aquellas
olas luminosas, el cual me dijo:
-Nuestro pobre herido ha muerto pasada la noche.
¡Los médicos respondían de él! ¡Oh,
los médicos! ¡De nada dudan! Ese es el cuarto
compañero que nos deja desde que salimos de Liverpool, el cuarto
dado de baja en el Great Eastern, y aún no ha terminado
el viaje.
-¡Pobre hombre! -exclamé-. ¿Que va
a ser de su pobre mujer y de sus hijos?
-¿Qué le hemos de hacer?
-respondió el doctor-; ésa es la ley, la gran ley. Es
preciso morir, debemos ceder el puesto a los que vienen.
Nadie se muere, ésta es al menos mi
opinión, sino porque ha de desocupar un puesto al que otro tiene
derecho. ¿Sabe usted cuantos fallecerán durante mi
existencia si vivo sesenta años?
-Lo ignoro, doctor.
-El cálculo es sencillo -replicó
Pitferge-; si vivo sesenta años, habré vivido
veintiún mil novecientos días, o sean quinientas
veinticinco mil seiscientas horas, o sean treinta y un millones
quinientos treinta y seis minutos, en fin, mil ochocientos ochenta y
dos millones ciento sesenta mil segundos. Durante ese tiempo
habrán muerto irremisiblemente dos millones de individuos que
estorbaban a sus sucesores, y yo partiré a mi vez cuando sea un
estorbo. Lo importante está en estorbar lo más tarde
posible.
El doctor continuó desenvolviendo esta tesis
para probarme una cosa sensillísima, es decir, que todos somos
mortales. Juzgué oportuno no contradecirle y dejarle hablar.
Mientras paseábamos, vi a los carpinteros de a bordo que se
ocupaban en reparar las averías de proa. Si el capitán
quería entrar en Nueva York sin averías, los carpinteros
no debían descuidarse pues el Great Eastern navegaba
rápidamente por aquella mar tranquila cuyas aguas jamás
habían surcado con tanta velocidad. Así lo
comprendí al observar el buen humor de los novios que asomados a
la escotilla de la máquina no contaban ya las vueltas de las
ruedas. Los grandes émbolos se movían con rapidez y los
enormes cilindros, oscilando sobre sus ejes, resonaban como enorme
echadas al vuelo.
Las ruedas daban entonces once vueltas por minuto, y
el steam ship marchaba a razón de trece millas por
hora.
Al mediodía los oficiales no tomaron la altura,
pues conocían ya perfectamente la situación por rutina y
pronto se vería la tierra.
Mientras me paseaba después del almuerzo,
Corsican se dirigió a mí. Al verle preocupado
comprendí que tenía que comunicarme algo.
-¡Fabián ha conferenciado por fin con los
testigos de Drake! -me dijo-; me ruega que yo sea su padrino y pida a
usted que tenga la bondad de servirle de testigo en este lance.
¿Podrá contar con usted?
-Sí, capitán. ¿Es que no queda ya
esperanza de arreglo?
-Ninguna.
-Pero, ¿cuál ha sido la causa de esa
querella?
-Una cuestión de juego, un pretexto y nada
más. El caso es que Fabián no conocía a Drake y
Drake le conocía a él. El nombre de Fabián es para
su enemigo un remordimiento que quiere borrar matando al hombre que lo
lleva.
-¿Quiénes son los padrinos de Drake?
-El uno -me respondió Corsican-, es un
farsante...
-¿El doctor T...?
-Exacto. El otro es un yankee a quien no
conozco.
-¿Cuándo vendrán a vernos?
-Los aguardo aquí.
En efecto, pronto vi a los dos que se dirigían
hacia nosotros. Él, satisfecho, se creía sin duda un gran
hombre porque representaba a un pícaro. Su compañero,
otro comensal de Drake, era uno de esos mercaderes eclécticos,
que están siempre dispuestos a vender lo que se les quiera
comprar..
Después de saludarnos enfáticamente,
saludo al que Corsican apenas se atrevió a contestar, el doctor
T... tomó la palabra.
-Señores -dijo con tono solemne-, nuestro amigo
Drake, que es un caballero, cuyo mérito y buenas maneras aprecia
todo el mundo, nos envía para que tratemos de un negocio
delicado. El capitán Fabián Mac Elwin, a quien desde
luego nos hemos dirigido, ha designado a ustedes para que lo
representen en este asunto. Creo, pues, que nos entenderemos como
cumple a personas bien educadas, respecto a los puntos delicados de
nuestra misión.
No respondimos, dejando a aquel charlatán que
hablara sobre su delicadeza.
-Señores -continuó-, no es discutible
siquiera que la ofensa ha partido del capitán Mac Elwin. Este
señor, sin razón al menos, y aun sin pretexto, ha
sospechado de la honradez de Drake en una cuestión de juego;
además, antes de mediar provocación alguna le ha inferido
el mayor insulto que puede recibir un caballero.
Esta fraseología empezaba a fastidiar al
capitán Corsican, que se mordía los bigotes e iba
perdiendo la paciencia.
-Al grano, caballero -dijo con aspereza al doctor
T.... a quien cortó la palabra-. El asunto es muy sencillo. El
capitán Mac Elwin ha levantado la mano contra el señor
Drake. Su amigo de ustedes da por recibido el bofetón. Es
él el ofendido y exige una reparación. A él le
toca elegir armas. ¿Qué más?
-¿Acepta el capitán Mac Elwin?
-preguntó el doctor, que estaba desconcertado por el tono de
Corsican.
-Lo acepta todo.
-Pues bien, nuestro representado escoge la espada.
-¿Dónde se efectuará el duelo?
¿En Nueva York?
-No; aquí; a bordo.
-¡A bordo! Conformes. ¿Y cuando?
¿mañana al amanecer?
Esta tarde a las seis, detrás del gran
salón de cubierta que a esa hora está desierto.
-Perfectamente.
Dichas estas palabras, Corsican se apoyó en mi
brazo y volvió la espalda al doctor T...
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