Una ciudad flotante
Capítulo XV
Al día siguiente, 10 de abril, el océano
tenía un aspecto primaveral.
Verdeaba como una pradera a los primeros rayos del
sol. Aquel amanecer de abril en el Atlántico fue admirable. Las
olas se desenvolvían voluptuosamente, y algunos delfines
saltaban como clowns en la estela láctea del buque.
Cuando encontré al capitán Corsican supe
que el duende anunciado por el doctor no había tenido a bien
dejarse ver; sin duda la noche no le habría parecido bastante
obscura. Entonces me ocurrió la idea de si aquello habría
sido una broma de Pitferge con motivo de ser el primer día de
abril, en que se acostumbran tales chascos, lo mismo en América
e Inglaterra que en Francia. No faltaron bromistas y burlados, los unos
que reían y los otros que se enfadaban. Creo, también,
que debieron repartirse algunos puñetazos; pero éstos,
entre sajones, no terminan nunca en estocadas, pues es sabido que el
duelo en Inglaterra se castiga con penas muy severas. Ni los militares
pueden batirse, cualquiera que sea el motivo o pretexto. El matador es
condenado a las penas más aflictivas e infamantes. El propio
doctor me citó el nombre de un oficial que se hallaba en
presidio, desde hacía varios años, por haber herido de
muerte a su adversario en un duelo perfectamente leal. Se comprende,
pues, que el desafío haya desaparecido de las costumbres
británicas.
Con aquel hermoso sol, se hicieron muy bien las
observaciones del mediodía. Eran: latitud 48º 47',
longitud 36º 48', y 250 millas solamente.
El menos rápido de los vapores
transatlánticos habría tenido derecho a prestarse a
remolcarnos. Aquello contrariaba mucho al capitán Anderson. El
ingeniero atribuía la falta de presión a la insuficiente
ventilación de los nuevo hornos; pero yo creo que la falta
consistía en las ruedas, cuyo diámetro se había
disminuido imprudentemente.
Pero, a las dos de la tarde aumentó la
velocidad del steam ship. La actitud de los dos prometidos me
reveló semejante mudanza. Apoyados en la borda del estribor,
hablaban alegremente y palmoteaban con regocijo. Miraban sonriendo los
tubos de escape que se elevaban a lo largo de las chimeneas del
Great Eastern, por cuyo orificio se escapaba un ligero vapor
blanquecino. La presión había subido en las calderas de
la hélice, y el poderoso agente forzaba las válvulas, que
no podían soportar un peso de veintiuna libras por pulgada
cuadrada. Aquello no era más que una débil
aspiración, un vago aliento, un soplo.
Pero los dos jóvenes lo devoraban con sus
miradas. ¡No! Dionisio Papin no fue más feliz cuando vio
que el vapor levantaba la tapadera de su célebre marmita.
-¡Humean! ¡Humean! -exclamaba la joven
miss en tanto que un ligero vapor se escapaba también de
sus labios entreabiertos.
-Vamos a ver la máquina -respondió el
joven pasando el brazo por debajo del de su novia.
El doctor, que se había reunido conmigo, y yo,
seguimos a la enamorada pareja.
-¡Qué hermosa es la juventud! -me dijo el
doctor.
-Sí, la juventud entre dos -le
respondí.
Poco después nos asomábamos a la
escotilla de la máquina de la hélice. En el fondo de
aquel vasto pozo, a sesenta pies de profundidad, distinguimos los
cuatro émbolos horizontales que se precipitaban unos hacia otros
humedeciéndose a cada momento con una gota de aceite
lubricante.
El joven había sacado su reloj, y ella, apoyada
en su hombro, observaba con afán la manecilla que marcaba los
segundos. El novio, en tanto, contaba las vueltas de la
hélice.
-¡Un minuto! - dijo ella.
-¡Treinta y siete vueltas! -repuso el joven.
-¡Treinta y siete y media! -observó el
doctor que había comprobado la operación.
-¡Y media!... -exclamó la joven
miss- ¿Has oído, Eduardo? Gracias, señor
-añadió, dirigiendo al doctor una amable sonrisa.
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