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Una ciudad flotante
Editado
© Ariel Pérez
16 de febrero del 2002
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Una ciudad flotante
Capítulo XV

Al día siguiente, 10 de abril, el océano tenía un aspecto primaveral.

Verdeaba como una pradera a los primeros rayos del sol. Aquel amanecer de abril en el Atlántico fue admirable. Las olas se desenvolvían voluptuosamente, y algunos delfines saltaban como clowns en la estela láctea del buque.

Cuando encontré al capitán Corsican supe que el duende anunciado por el doctor no había tenido a bien dejarse ver; sin duda la noche no le habría parecido bastante obscura. Entonces me ocurrió la idea de si aquello habría sido una broma de Pitferge con motivo de ser el primer día de abril, en que se acostumbran tales chascos, lo mismo en América e Inglaterra que en Francia. No faltaron bromistas y burlados, los unos que reían y los otros que se enfadaban. Creo, también, que debieron repartirse algunos puñetazos; pero éstos, entre sajones, no terminan nunca en estocadas, pues es sabido que el duelo en Inglaterra se castiga con penas muy severas. Ni los militares pueden batirse, cualquiera que sea el motivo o pretexto. El matador es condenado a las penas más aflictivas e infamantes. El propio doctor me citó el nombre de un oficial que se hallaba en presidio, desde hacía varios años, por haber herido de muerte a su adversario en un duelo perfectamente leal. Se comprende, pues, que el desafío haya desaparecido de las costumbres británicas.

Con aquel hermoso sol, se hicieron muy bien las observaciones del mediodía. Eran: latitud 48º 47', longitud 36º 48', y 250 millas solamente.

El menos rápido de los vapores transatlánticos habría tenido derecho a prestarse a remolcarnos. Aquello contrariaba mucho al capitán Anderson. El ingeniero atribuía la falta de presión a la insuficiente ventilación de los nuevo hornos; pero yo creo que la falta consistía en las ruedas, cuyo diámetro se había disminuido imprudentemente.

Pero, a las dos de la tarde aumentó la velocidad del steam ship. La actitud de los dos prometidos me reveló semejante mudanza. Apoyados en la borda del estribor, hablaban alegremente y palmoteaban con regocijo. Miraban sonriendo los tubos de escape que se elevaban a lo largo de las chimeneas del Great Eastern, por cuyo orificio se escapaba un ligero vapor blanquecino. La presión había subido en las calderas de la hélice, y el poderoso agente forzaba las válvulas, que no podían soportar un peso de veintiuna libras por pulgada cuadrada. Aquello no era más que una débil aspiración, un vago aliento, un soplo.

Pero los dos jóvenes lo devoraban con sus miradas. ¡No! Dionisio Papin no fue más feliz cuando vio que el vapor levantaba la tapadera de su célebre marmita.

-¡Humean! ¡Humean! -exclamaba la joven miss en tanto que un ligero vapor se escapaba también de sus labios entreabiertos.

-Vamos a ver la máquina -respondió el joven pasando el brazo por debajo del de su novia.

El doctor, que se había reunido conmigo, y yo, seguimos a la enamorada pareja.

-¡Qué hermosa es la juventud! -me dijo el doctor.

-Sí, la juventud entre dos -le respondí.

Poco después nos asomábamos a la escotilla de la máquina de la hélice. En el fondo de aquel vasto pozo, a sesenta pies de profundidad, distinguimos los cuatro émbolos horizontales que se precipitaban unos hacia otros humedeciéndose a cada momento con una gota de aceite lubricante.

El joven había sacado su reloj, y ella, apoyada en su hombro, observaba con afán la manecilla que marcaba los segundos. El novio, en tanto, contaba las vueltas de la hélice.

-¡Un minuto! - dijo ella.

-¡Treinta y siete vueltas! -repuso el joven.

-¡Treinta y siete y media! -observó el doctor que había comprobado la operación.

-¡Y media!... -exclamó la joven miss- ¿Has oído, Eduardo? Gracias, señor -añadió, dirigiendo al doctor una amable sonrisa.

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